sábado, 30 de marzo de 2013

EL AÑO QUE NO TUVIMOS VERANO


Publicado el 22 de abril de 2010




Inicio con éste artículo una nueva serie que espero no sea la última. Y como primera entrega se me ocurre este trabajo que había escrito hace un mes aproximadamente, pero que los acontecimientos que están ocurriendo en este momento, lo colocan en plano de rabiosa actualidad.
Desde hace unos días, un volcán de nombre impronunciable, situado bajo un glaciar de Islandia, está lanzando a la atmósfera toneladas de cenizas volcánicas que impiden el tráfico aéreo en buena parte del Hemisferio Norte.
Es la primera vez que nos encontramos con este problema, por causa de la dependencia que tenemos de la aviación, pero ni con mucho es la primera vez que ocurre.
No recuerdo con certeza en donde lo leí, pero casi puedo asegurar que era en uno de los ejemplares de Selecciones del Readers Digest que mi padre recibía mensualmente. Allí me encontré, hace ya varias décadas, una historia que un granjero de Estados Unidos contaba acerca de un año en el que no hubo invierno.
Lástima que no recuerde el relato con precisión y, además, he estado buscando aquellos libros sin ninguna fortuna, por lo que no puedo precisar la historia como me hubiera gustado.
Pero tirando de la memoria me atrevo a narrar que debió de ser en las primeras décadas del siglo XX y en alguna región montañosa del norte de los Estados Unidos, en donde se espera siempre un invierno crudo. Pero aquel año, el invierno no llegó. No hizo frío y no nevó, llovió mucho pero el agua no se conservó en forma de nieve para la primavera y el siguiente verano, pues los arroyos y torrentes desaguaron rápidamente el agua caída. Fue un invierno primaveral y un verano atroz.
No recuerdo que el relato diera explicación al extraño fenómeno, el cual pasaría desapercibido en un momento histórico en el que a nadie se le ocurría hablar de “cambio climático”, “calentamiento global” y todo lo que de unos años a esta parte, es motivo frecuente de controversia y preocupación.
Saco estos detalles a colación de algo que les quiero contar y es que aquel año que alguna parte de La Tierra no tuvo invierno, no esté debidamente documentado, del año en el que no hubo verano, si que tenemos referencias de lo más concretas.
Porque para desesperación de los estudiosos del cambio climático, unos años no hay verano y otros, no hay invierno. Fue hace tiempo, casi dos siglos; precisamente en 1816, un año que fue mundialmente conocido como el año de la pobreza.
En algunas partes del mundo, concretamente las que se encuentran por debajo de la línea del Ecuador, no se enteraron de lo que estaba sucediendo, sencillamente porque cuando el fenómeno hizo su aparición ellos acaban de salir del verano austral, pero en el hemisferio norte la cosa fue de extrema dureza.
El extraño fenómeno no fue producto del calentamiento global, ni del efecto invernadero, ni todos esos otros conceptos que ahora se barajan. Las causas fueron otras, muy naturales y muy bien estudiadas.
Entre el 5 y el 15 de abril de 1815, entró en fortísima erupción el volcán de la montaña Tambora, en la isla de Sumbawa, perteneciente a las entonces llamadas Indias Orientales y actualmente conocida como Indonesia.
Ninguna erupción volcánica ha alcanzado la magnitud de ésta. Ni la de Santorini, que hizo desaparecer gran parte de la isla de Thira, en el Mar Egeo, ni las del Vesubio, en la actual Nápoles, que destruyeron Pompeya y Herculano, ni la del Krakatoa que voló en pedazos la isla Rakata, en Sumatra, ni el Mont Pelee que en 1902 explotó en la Isla Martinica, en el Caribe, causando un auténtica tragedia.
El monte Tambora tiene actualmente 2.850 metros de altura, después de haber perdido gran parte de su altivez con la erupción. Su caldera tiene 8 kilómetros de diámetro y uno de profundidad.
Cuando empezó a despertar, en los primeros días del mes de abril de 1815, el volcán del monte Tambora dejaba escapar por su cráter una columna de humo que se fue intensificando con el paso de los días, hasta que entró realmente en erupción, el día diez de abril.
Una tremenda explosión que se oyó a cuatro mil kilómetros de distancia, precedió al lanzamiento a la atmósfera de más de ciento cincuenta kilómetros cúbicos de lava y cenizas.
Las materias sólidas lanzadas por los volcanes se denominan piroclastos y estos, en un radio de seiscientos kilómetros, cubrieron la tierra y los que cayeron sobre el mar, crearon islas y escollos rocosos que durante muchos años fueron un gravísimo obstáculo para la navegación, al no encontrarse señalizados en las cartas náuticas.
En veinticuatro horas se creó una nube que oscureció el sol durante varios días y que se fue depositando poco a poco, llegando a alcanzar un espesor de tres metros de altura en una zona de medio millón de kilómetros alrededor del volcán.
Los vientos que se generaron como consecuencia de las tormentas producidas por la erupción, esparcieron las cenizas por todo el hemisferio norte, llegando hasta Francia, en donde se registraron depósito de tres centímetros de cenizas.

Isla Sumbawa; arriba el volcán Tambora

Siempre que se origina un súbito calentamiento del aire, como en el caso de esta erupción, se produce su desplazamiento hacia arriba, al haber disminuido su densidad, y sube tan rápidamente, que produce un vacío que otro aire ha de venir a ocupar y así se crean fuertes vientos.
A veces cuando vemos reportajes de grandes incendios forestales, se comenta que las labores de extinción se ven amenazadas por los fuertes vientos reinantes, cuando la realidad es que esos vientos son producto del propio incendio.
Siguiendo con el Tambora; en el ranking mundial de personas fallecidas como consecuencia de la erupción de un volcán, éste ocupa el primer puesto, creyendo que murieron unas ochenta y dos mil personas, por efecto directo de la erupción, pero lo más grave de este cataclismo no fue precisamente eso.
Otros volcanes muy destructivos no han llegado a esa cifra ni de lejos. El Mont Pelee y el Krakatoa estuvieron alrededor de los treinta y cinco mil y el Nevado del Ruiz, una erupción que seguimos en España de una manera muy cercana, cuando la pequeña Omayra Sánchez estuvo tres días atrapada entre el lodo sin que al final se pudiera hacer nada por su vida, apenas llegó a los veinticinco mil fallecidos, la mayoría, por las inundaciones que se produjeron al derretirse el manto de nieve que lo cubría y que le había dado su nombre.
Pero el mayor poder destructivo del Tambora vino más tarde, al año siguiente, cuando una serie de fenómenos naturales provocados por la erupción y la tremenda contaminación que ésta produjo, alteraron el clima de tal manera que todo el hemisferio norte se quedó sin verano.
Los cientos de miles de toneladas de polvo que el volcán lanzó a la atmósfera llegaron hasta la estratosfera en donde empezaron a circular empujados por los diferentes vientos y dispersándose de tal forma que los rayos solares eran duramente tamizados al atravesar la capa. Así, las radiaciones caloríficas del sol no llegaron hasta la corteza de La Tierra y el frío fue, poco a poco, adueñándose del panorama.
Se registraron temperaturas por debajo de cero grado en lugares en los que tradicionalmente se superaban los treinta y cinco, y en aquellos en donde ni siquiera el verano llega a proporcionar temperaturas confortables, los termómetros asustaban a quienes tenían la suerte de poder comprobar en la columna de mercurio que el frío que sentía era verdaderamente real.
Hace doscientos años no se controlaba el clima, solamente se constataba lo que sucedía y por eso no hay registros fiables, pero las crónicas hablan de que los cereales no llegaron a granar, las cosechas de frutas y verduras se congelaban en las matas y los árboles y cuando alguna parecía querer prosperar, una repentina helada la devastaba.
Sin trigo para hacer pan, sin heno o avena para el ganado, sin frutas, legumbres, verduras ni hortalizas, la población comenzó a pasar hambre, que unida al frío reinante, desataron una oleada de enfermedades que acabó con la vida de innumerables personas, casi siempre de las clases más desfavorecidas.
Refugiados en sus casas, la gente se defendía del frío por los medios tradicionales, pero aquel año se consumió tal cantidad de leña para calentar los hogares que muchos árboles, necesarios para el equilibrio ecológico, sucumbieron al hacha, produciendo desertización y más miseria.
En España no se tienen noticias concretas de hasta qué punto afectó la nube de polvo que enfrió la Tierra, lo que es comprensible porque fue en aquel año de 1815 cuando, recién regresado a Madrid, el rey Fernando VII, prohibió la publicación de los diarios, conservando solamente La Gaceta, más como un Boletín Oficial y en el que no se hizo mención alguna al cambio del clima. Pero los estudiosos de la climatología, en su afán por encontrar referencias a aquel año, hallaron una fuente de incalculable valor.
Es preciso remontarnos a aquella época para comprender el valor documental que aportaron estas investigaciones.
En el siglo XIX, la Iglesia todavía cobraba de sus feligreses lo que tradicionalmente se conoce como Diezmo y que es la décima parte de las cosechas o el producto del ganado, etc. Esta recaudación se hacía de manera muy meticulosa y se anotaba fielmente en los llamados Libros de Tazmías, que los párrocos llevaban personalmente.
En un estudio hecho en la región de Cantabria, se ha podido comprobar que el año 1816 la recaudación por diezmos cayó considerablemente como consecuencia de las malas cosechas del año anterior.
Unas actas del Cabildo de Santander, recogen que se ha perdido la cosecha de uva para la producción de vino así como que han caído considerablemente las de maíz y cereales. Mucho frío, poco sol y demasiada lluvia eran las causas que reflejaban los documentos de la época.
Evidentemente, en España también soportamos aquel año de miserias en el que no hubo verano.
Pero no todo fue malo en aquella oportunidad. También el frío produjo efectos positivos y actuando como acicate, espoleó el cerebro de algunas personas, impulsándoles a producir, lo que quizás, en otras circunstancias, no hubieran hecho.
El club de poetas y escritores británicos que encabezados por Lord Byron formaban, Percy, Polidori, Shelley y Mary Godwin, que después sería conocida como Mary Shelley, se encontraron en Suiza, en Villa Diodati, residencia habitual del Lord, en donde el verano fue más crudo que en otros lugares y, recluidos en la villa, se dieron a la producción literaria de relatos terroríficos, de la que nacieron algunos de los más afortunados poemas, como el que escribió el propio Lord Byron que se titula Oscuridad y que comienza así:

Tuve un sueño, que no fue un sueño.
El sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue.
Y llegó de nuevo, sin traer el día.
Y el hombre olvidó sus pasiones
en el abismo de su desolación.

Mary Shelley, escribió la historia de Frankenstein y Polidori escribió El Vampiro.
Lo mismo que Bocaccio compendia los relatos de unos jóvenes atrapados en un castillo huyendo de la peste, para escribir El Decamerón, aquel grupo de escritores, atrapados por el frío, también exacerbaron su mente produciendo literatura de terror.
Pero quizás lo más afortunado de todo lo que aquel frío trajo, se produjo, no lejos de Villa Diodati, en la ciudad austriaca de Oberndorf.
Allí, la crudeza del clima arruinó, de manera irrecuperable, el órgano de la iglesia de San Nicolás, el cual no volvió a funcionar nunca más.
Su párroco era un joven aficionado a la música llamado Joseph Mohr el cual tenía gran amistad con un músico relativamente famoso llamado Gruber.
Mohr había escrito una letra de una canción navideña y propuso a su amigo Gruber que le pusiera música, para hacer acompañar aquella canción por unas guitarras.
Se pusieron manos a la obra y en la Navidad de 1818, estrenaron como primicia la canción que se titulaba Noche Silenciosa, Noche Sagrada y que actualmente es conocida en el mundo entero y se canta en más de trescientas lenguas diferentes con el título de Noche de Paz, sin duda alguna el Villancico más universal de cuantos existe y que como muchas otras cosas, surgió del frío.

Manuscrito de letra y música del villancico.


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