viernes, 29 de marzo de 2013

EL HOMBRE-PEZ DE LIÉRGANES


Publicado el 17 de mayo de 2008




Lo describió el ilustrado español, padre Benito Feijoo y lo incluyó nada menos que en su obra más inmortal y trascendente: El Teatro Crítico Universal (Tomo VI, Discurso VIII). Pero aún así, ¿es obligado creer la historia de este Hombre-Pez?
El relato del padre Feijoo contiene toda suerte de detalle y que en síntesis viene a decir: Liérganes es un lugar cercano a la villa de Santander, en la montaña cántabra y más concretamente en el valle del Pas. Allí vivían, a mediados del siglo XVII una familia compuesta por Francisco de la Vega y María del Casar, padres de cuatro hijos. Al morir el padre, la mujer se vio en la imposibilidad de alimentar a sus hijos y se desprendió de algunos y así mando al segundo de ellos, de nombre Francisco, como su padre, a que aprendiese el oficio de carpintero en Bilbao. La víspera del día de San Juan del año 1674, Francisco, que era un buen nadador, fue con unos amigos a bañarse a la Ría. El chico se desnudó y entró en el agua, nadando en dirección al mar. Sus amigos no temieron por él hasta pasadas varias horas, cuando al no verle regresar pensaron que se había ahogado. La noticia de su fallecimiento llegó hasta su madre que lloró la desgracia.

Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro

Pasaron cinco años sin que se tuvieran noticias del joven cuando a unos pescadores que faenaban en las costas de Cádiz, se les apareció un ser extraño, con apariencia humana que desapareció en las aguas cuando los pescadores quisieron atraparlo para averiguar de qué se trataba.
La inquietante aparición se repitió durante varios días, hasta que los pescadores, usando las mismas triquiñuelas que se usan en la pesca, consiguieron atraerlo con cebos, cercarlo con sus redes y capturarlo. Al izarlo a cubierta pudieron comprobar con asombro que se trataba de un hombre de apariencia joven, de cabello rojizo, fuerte y corpulento que presentaba una especie de escamas en la espalda y en el pecho. Los pescadores lo sujetaron, pues aquella criatura quería volver al mar y lo llevaron a tierra, entregándolo en el convento de San Francisco, de la capital gaditana, en donde, después de un ritual para ahuyentar a los espíritus malignos que pudiera encerrar, empezaron a interrogarlo en cuantos idiomas conocían los frailes y las personas doctas llamadas a consulta.
La labor era infecunda hasta que varios días después, de la boca de aquella criatura salió la palabra Liérganes.
Ciertamente Liérganes no es una palabra muy conocida y menos en Cádiz, situada en la otra punta del mapa en relación con el lugar, así que durante varios días los frailes estuvieron tan despistados como antes de que hablase, hasta que la palabra llegó a oídos de un mozo procedente de La Montaña, de los que aquí llaman “Chicucos”, el cual comentó que en su tierra había un villorrio, cercano a Santander, conocido por ese nombre. De inmediato se cursaron misivas a religiosos de Santander y de aquel pueblo, poniendo en conocimiento lo sucedido en Cádiz, y con el ruego de que alguien se entrevistase con la gente de aquella desconocida aldea del valle del Pas.
Tardaron en contestar y la respuesta no venía a aclarar nada, pues decían que allí no había ocurrido nada extraordinario que pudiese ser relacionado con lo sucedido en Cádiz, y que solamente, cinco años antes, se había ahogado un chico cuando nadaba en un río de Bilbao. La respuesta, que desazonaba a casi todos, produjo cierta curiosidad en uno de los frailes postulantes, Fray Juan Rosende que se hallaba de paso por el convento y que deseoso de comprobar si el chico ahogado y el extraño ser rescatado de las aguas de la bahía eran la misma persona, se lo llevó en su viajar postulante y un año después se hallaba a un cuarto de legua del pueblo de Liérganes.
Antes de llegar a la pequeña villa, en un punto del camino que llaman La Dehesa, se detuvo y pidió al chico que lo condujera. Éste lo hizo así, sin dudar un momento del camino que debía tomar hasta llegar al pueblo y, una vez allí, dirigirse a la casa de María Casar, su madre, en donde ésta lo reconoció de inmediato como su hijo desaparecido seis años atrás. También lo reconocieron sus dos hermanos que permanecían en el pueblo y buena parte de los habitantes del mismo.

Liérganes: Portada de la casa de José A. de la Vega, posible
familiar del protagonista, construida en 1716

El extraño joven se quedó con su familia y allí permaneció durante nueve años, casi sin hablar, fuera de algunos monosílabos inconexos que no guardaban relación alguna con sus apetencias. Andaba desnudo, si no se le obligaba a vestirse y cumplía con diligencia cuanto se le encargaba, pero jamás mostró interés por nada. Comía con fruición y luego se pasaba varios días sin probar bocado.
Un buen día, volvió a desaparecer en el mar y nunca más se volvió a tener noticias de él.
Una historia enigmática que pone la piel de gallina, o mejor dicho, de pez, pero no insólita, pues antes del ilustrado Feijoo, otros muchos se ocuparon de las extrañas criaturas que se refugiaron en las aguas.
Sin ánimo de cansar, el escritor lidio Pausanías, autor de la primera “guía turística de la historia”, al tratar de mitos y leyendas hizo alusión a estas criaturas y Antonio de Torquemada -que nada tiene que ver con el inquisidor- en El Jardín de la flores curiosas, hace también relación de “hombres marinos”.
También resulta curioso y enigmático que Benito Feijoo, tan crítico con la superchería de su tiempo, otorgase carta de naturaleza a este suceso y, más aún, que agregase otro que ya había sido tratado con anterioridad por algunos autores.
En esta ocasión, se refiriere a “Pesce Cola” o “Peje Nicolao”, la historia de un siciliano, natural de Catania, que vivió allá por los finales del siglo XV. Este hombre no vivía permanentemente en el agua, como el de Liérganes, pero era capaz de salvar enormes distancias en cualquier condición que estuviese la mar. Por eso lo empleaban como correo entre el continente y las islas italianas. Decían que era capaz de estar una hora debajo del agua, sin respirar. Su fama era tal que llegó a oídos del Rey Federico I de Nápoles y Sicilia, el cual quiso ponerlo a prueba y a la vez conocer la verdad acerca de la antigua leyenda, según la cual, en el Estrecho de Mesina, habitaban “Escila y Caribdis”, dos horribles monstruos marinos de la mitología griega que formaban inmensos remolinos que se lo tragaban todo. Para ello, arrojó una copa de oro al mar y le prometió que si la recuperaba sería para él. Nicolao la recuperó después de cuarenta minutos buceando: “salió arriba con ella en la mano. Informó al Rey de la disposición de aquellas cavernas, y de varios monstruos acuátiles, que se anidaban en ellas”. Luego el rey arrojó otra copa y una bolsa de monedas de oro. Pesce Cola no quería volver a sumergirse, pero forzado por las circunstancias, lo hizo, no volviéndosele a ver nunca más. ¿Pereció Nicolao tragado por uno de aquellos remolinos mitológicos, o recogió la copa y la bolsa de oro y se marchó buceando para no ver más al rey? Siempre será un enigma.
El doctor Marañón, hombre de ciencia con conocimientos actualizados, incluso avanzados para su época, ha creído encontrar explicación científica a estos fenómenos y argumenta toda una teoría acerca de la existencia de enfermedades o taras psíquicas que pueden condicionar la vida de ciertas personas. En este caso don Gregorio, en su libro “Las ideas biológicas del Padre Feijoo” propone que Francisco de la Vega, muy probablemente, padecía de cretinismo, una enfermedad común de la época y que se daba sobre todo en zonas montañosas como la de Santander. El cretinismo detiene el desarrollo intelectual y físico de las personas, a la vez que produce ciertas deformaciones, lo que casa muy bien con el hombre-pez de Feijoo, al cual presenta como un idiota, casi mudo, que busca refugio en la soledad y vaga por tierra, e incluso por mar, hasta que aparece en Cádiz, a donde no pudo llegar nadando. Su habilidad en la natación y su capacidad para resistir en inmersión la explica como consecuencia de una insuficiencia tiroidea frecuente en personas que padecen ictiosis y que disminuye la necesidad de oxigenar las células del organismo.
La ictiosis que viene del griego “ichtys” que significa pez, es una extraña enfermedad crónica y hereditaria que se caracteriza por la aparición de escamas en la piel que son consecuencia de la acumulación de células muertas que se sueldan profundamente debido a problemas metabólicos.
Es una explicación científica a algo que se presenta sin muchos detalles y por tanto es arriesgado y muy de agradecer, por su valentía, aventurar una hipótesis. También Feijoo aventura sus teoría sobre la falta de respiración y en una de ellas, que se basa en una exposición del célebre médico Galeno, se lee lo que, sin ánimo de ironizar, se transcribe a continuación: “la respiración no es necesaria en la vida de los animales para otra cosa, que para templar el nimio ardor del corazón, y la sangre. En esta opinión se puede entender bien, que los que se habitúan a vivir en el agua, como los peces por naturaleza, y los Buzos por oficio, no necesiten de respirar tan frecuentemente, como los demás animales. El agua les refrigera el corazón, y la sangre, con lo que se suple la falta del aire”.
Sobran comentarios a las doctas explicaciones de Galeno que Feijoo refiere aunque más adelante, parece haber encontrado otra razón a la falta de respiración y esta vez la centra en: “el espíritu nitroso, que reside en el aire, conserve en su fluxibilidad, y movimiento la sangre, la cual sin el socorro de este espíritu animoso, o animante, dicen los autores de esta sentencia, se coagularía”.

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