viernes, 29 de marzo de 2013

LA EXPLOSIÓN DE TUNGUSKA


Publicado el 24 de agosto de 2008




Acaban de cumplirse cien años de uno de los hechos más sorprendente y sobrecogedores de los que se tienen noticia.
Ocurrió la mañana del 30 de junio de 1908 en un lugar en el centro de la Siberia rusa, junto al río Tunguska. A las siete horas, diecisiete minutos, cuando ya había amanecido horas antes, como suele ocurrir en el verano septentrional, los habitantes de la zona observaron en el cielo una enorme luz azulada “mil veces más brillante que el Sol”. La luz, o bola de fuego, como otros la describieron, viajaba por el cielo a una velocidad increíble, acercándose a la superficie de la tierra. De pronto se oyó una tremenda explosión y una gran nube, con forma de hongo, ascendió hacia el cielo.

Situación geográfica de la explosión.

Los viajeros del Tren Transiberiano que viajaba a algunos centenares de kilómetros del lugar, fueron testigos de excepción. El maquinista al observar el extraño fenómeno, aplicó los frenos bruscamente. Luego, una enorme y lejana explosión sacudió el tren como si fuera de juguete.
Un temblor de tierra se hizo sentir en toda Rusia, a la vez que algunos otros observatorios astronómicos y meteorológicos de diferentes y distantes partes del Mundo, registraron el acontecimiento.
Una nube oscura subió a más de veinticinco kilómetros. Durante varios días después, en toda Rusia, y hasta en San Francisco o Londres, se hicieron notar las llamadas “noches blancas”, una intensa luminosidad nocturna que permitía leer de noche sin ayuda de luz artificial.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde se había producido exactamente aquel extraño fenómeno?
Lo abrupto de la zona, hacía el lugar casi inaccesible. Apenas algunos habitantes, personas pertenecientes a las tribus nómadas de los “tunguses”, que dieron nombre a la región, vivían del pastoreo desperdigados por la desierta taiga siberiana.
Lejos de despertar expectación, terror, incertidumbre, o convertirse en noticia, para Rusia el acontecimiento pasó casi desapercibido y más eco encontró fuera del país, cuyo gobierno no autorizó la entrada de ninguna expedición que se propusiera aclarar lo sucedido.
Hubieron de pasar muchos años y por medio la Primera Guerra Mundial, para que alguien del interior de la entonces Unión Soviética se interesase por el tema e iniciase una investigación seria. Este alguien fue Leonid Kulik, un minerólogo soviético que en 1927 se desplazó a la región de Tunguska en busca de las pruebas de la explosión.

Leonid Kulik

Llegó en tren hasta Vanavara, desde donde se desplazó en trineo hasta la región de Tunguska y luego, a caballo, hasta el lugar en que se había producido la explosión. Aún residían en la zona algunas personas que había sido testigos presenciales del acontecimiento y, con las lagunas normales que el paso del tiempo produce, fueron relatando a Kulik lo que observaron aquella mañana del verano de 1908.
Como experto en minas que era el científico soviético, a Kulik le podía más su afán por encontrar hierro meteórico que descubrir la causa del desastre.
En las conclusiones a las que Kulik llegó figuran las declaraciones de personas, testigos personales o de oídas y fotografías de la zona, en la que, a pesar del paso del tiempo, se aprecia una enorme devastación. Los testigos afirmaron que vieron una bola de fuego entrar en la atmósfera terrestre y que, a una altura considerable del suelo, esta bola hizo explosión, produciendo una luz y un estruendo como los ya relatados.
Kulik, ayudado por guías, logró localizar el epicentro del fenómeno. Un lugar en el que la inmensa mayoría de los árboles aparecían tumbados en todas las direcciones, pero guardando un perfecto orden, mientras que unos pocos permanecían de pie, calcinados, pero enhiestos.
Lo primero que sorprendió a Kulik fue no encontrar el cráter que, por descontado, estaba buscando y que se habría producido como consecuencia del enorme impacto de un meteorito, que hizo temblar la tierra. Esta circunstancia le hace pensar que, tal como describieron los testigos, la bola de fuego explotó en el aire, antes de chocar con el suelo y se desintegró totalmente; pues además de no haber cráter, tampoco había resto alguno que indicara ser residuo del meteorito que viajaba por el espacio. Kulik realizó mediciones para reflejarlas en su informe destacando que en un radio de 30 kilómetros, todos los árboles habían sido derribados y calcinados. Los metales se habían fundido y los animales existentes en la taiga habían simplemente desaparecido.
Fotografías tomada por Kulik

A sesenta y cinco kilómetros del lugar llamado epicentro, una pareja de “tunguses” que avistó el fenómeno y observó la explosión, salieron despedidos por la fuerza de la onda expansiva. El suelo tembló y parte de sus casas, cabañas de troncos, se derribaron. A mil kilómetros de distancia se había visto el resplandor de la explosión. El resultado final eran más de dos mil kilómetros cuadrados de devastación.
Pero las causas continuaban sin aclararse. En 1930, unos astrónomos ofrecieron la hipótesis de que se trataba de un cometa que entró en la atmósfera terrestre, pero un cometa suele ser una bola de polvo, gas e hielo espacial a la que sigue una estela. La mayoría de los cometas no son visibles a simple vista y no presentan las características descritas por los testigos.
La siguiente hipótesis fue el choque de la tierra con un “mini agujero negro”, lugar de antimateria y antigravedad, que tampoco era explicable, porque de ser así, el “agujero negro”, habría seguido su marcha atravesando el globo terrestre y saliendo por el Atlántico.
Con la llegada de las noticias de los primeros avistamientos OVNIS, se especuló sobre la explosión de uno de estos objetos que fuera propulsado por energía nuclear. Pero una explosión, que alcanzó una magnitud entre quince y treinta megatones (centenares de bombas como la de Hiroshima) habría dejado unos restos de radioactividad en la zona que no eran apreciables.
Desde que Kulik abrió la caja de los truenos, se produjeron numerosas expediciones más y desde 1963 hasta ahora, han sido más de cuarenta, casi todas dirigidas por el científico soviético Nikolai Vasiliev, de la Academia Soviética de Ciencias, con la singularidad de que se ha permitido la incorporación de científicos americanos, japoneses, alemanes y de muchas otras nacionalidades. Con medios modernos, se ha rastreado la zona desde el aire y se han analizado los suelos. La aplicación de procedimientos científicos, mas efectivos que la propia observación con las conclusiones posteriores, han revelado datos que empiezan a ser muy interesantes.
La explosión de Tunguska se ha llegado a relacionar con algún experimento del sabio serbio, afincado en los Estados Unidos, Nikolai Tesla, el cual en la fecha, realizaba una expedición al Ártico y que había dicho a un amigo suyo que lo saludaría con un destello de luz. El mismo día en que debería producirse el saludo, ocurrió la explosión. Tesla es un científico tan extraordinario como desconocido y sobre el que me considero obligado a escribir algún artículo que aparecerá en breve.
En 1977 se confirma que el suelo de Tunguska contienen ciertas partículas que son muy comunes en los meteoritos: las contritas carbonáceas, y se empezó a especular nuevamente con la hipótesis del cometa. En 1993, unos científicos americanos, hablaron de un asteroide, e incluso hicieron una descripción de él: de 30 a 50 metros de diámetro y entre 50 y 100 miles de toneladas de peso. Por fusión de toda su masa, explotó a seis kilómetros de altura, desintegrándose totalmente y, convirtiéndose en polvo, se impulsó hacia el espacio, como consecuencia del brutal aumento de la presión atmosférica.
Parece que las cosas pueden estar un poco más claras. Cometa o asteroide, cualquiera de las dos hipótesis son plausibles, pero lo cierto es que se han tardado muchos años en llegar a una explicación y, sobre todo, lo alarmante es que todavía no estamos en disposición de defendernos de otro accidente como éste, ni vamos a estarlo en un futuro próximo. Los astrónomos escrutan el cielo en busca de descontrolados objetos que nos puedan impactar. Algunos, los de considerable tamaño, son advertidos y sus rumbos son trazados y estudiados, otros, los más pequeños, son invisibles hasta que entran en la atmósfera y por fricción pasan a la incandescencia.
Hace unos cinco años tuve ocasión de ver la entrada de un objeto estelar, llamado “bólido” que de norte a sur, cruzó el cielo sobre la vertical de una ciudad muy próxima a la Bahía de Cádiz. Fue un verdadero espectáculo que me erizó el vello al pensar en el lugar en que caería. Luego supe que esos “bólidos” suelen ser de muy pequeño tamaño, apenas unos centímetros, que se funden antes de llegar al suelo y que no causan daño. ¡Si unos centímetros de materia producen un espectáculo como el que vi, qué no serán cincuenta metros!
Dos mil kilómetros cuadrados de devastación son muchos kilómetros. Quizás no importe si otro asteroide, cometa o lo que quiera que sea lo que nos vuelva a caer encima, tiene la cortesía de hacerlo en la taiga siberiana, en el desierto de Gobi, o en medio de cualquier océano, pero ¿qué pasaría si el próximo que nos visita no tiene esa delicadeza y decide hacerlo en Madrid, o Barcelona?
¡A correr y cochino el ultimo!


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