Publicado el 22 de mayo de 2011
Muchas veces leemos o escuchamos que
la primera universidad creada en territorio de los reinos
cristianos de la Península Ibérica, fue la de Salamanca. Eso no es
cierto, aunque si lo es que ésta fue la más famosa de todas las que
funcionaron desde el medioevo y hasta nuestros días, la que mayor
fama ha conservado y desde luego, era y es, tan cristiana, que recibe
el nombre de Universidad Pontificia de Salamanca.
Pero en justicia, es necesario decir
que la primera, fue la de Palencia, que ciertamente, aún no recibía
el nombre de Universidad sino el de “Studium
Generale” y en donde
la enseñanza estaba circunscrita a la Teología y al Arte, en varias
de sus manifestaciones. Sus comienzos están allá por los años 1208
o 1212 y fue durante el reinado de Alfonso VIII de Castilla.
Pasando el tiempo, fue perdiendo
esplendor y cediéndolo a otras como la Complutense o la propia
salmantina.
De la misma forma, la primera facultad
de medicina se creó en Salerno,
Italia, ciudad que, para situarnos en el mapa, podríamos decir que
está a unos cien kilómetros al sur de Nápoles, en la costa
mediterránea.
Salerno
es una ciudad fundada por los romanos en donde, en los últimos años
del siglo IX, se creó la Escuela
Medica Salernitiana,
considerada como la primera escuela médica medieval y la principal
fuente de conocimiento médico de occidente, en aquel tiempo.
Su creación coincide con la época de
las Cruzadas, con el interés por el urbanismo, dejando a un lado el
agro y, sobre todo, por el ansia de saber desde un aspecto laico, al
margen de Iglesia que hasta ese momento e incluso luego, trató de
controlar tan importante rama del conocimiento humano.
Sin ninguna ascendencia religiosa, la
Escuela estaba abierta a cualquiera y ajena a sus creencias
religiosas, por lo que judíos y musulmanes, principalmente, pero también de
otras religiones, pudieron tener escaños en tan acreditado
centro del conocimiento.
Por el mar que baña sus playas,
llegaron hasta Salerno
los escritos del persa Avicena
o del cordobés Averroes
o los de Constantino el
Africano, que con sus
conocimientos de numerosos idiomas, tradujo al latín los principales
tratados de medicina.
Miniatura
que representa a la Escuela
La mayor innovación que aquella
Escuela aportaba a la medicina era que su enfoque académico estaba
dirigido principalmente a la práctica y la experiencia, pero sobre
todo, si aquella tuvo una característica especial es por la
presencia de mujeres en la práctica, el aprendizaje y la docencia.
En varias ocasiones, he hecho
referencia a mujeres que se ganaron un lugar en la historia, en las
artes o en la política, a base de esfuerzo personal y, sobre todo,
de valía, cosa que dista mucho de la situación actual en la que los
derechos de cuota, hacen prosperar no a los mejores, sino a quien por
sexo corresponda.
Cuando vemos mujeres, ciertamente escasas, que han escalado las más altas cimas del saber o del poder, no
podemos dejar de sorprendernos, porque hasta hace bien poco, las
sociedad occidental tenía muy encorsetados los roles que a cada sexo
correspondía, y lo mismo sigue ocurriendo en muchas otras culturas,
algunas no muy lejanas a la nuestra.
Pues bien, en la Escuela
Medica Salernitiana, la
mujer ocupó un lugar destacado, sobre todo en las ramas médicas de
obstetricia y puericultura, únicas que les estaban permitidas a las
mujeres en el resto de escuelas y centros de estudios pero que en
Salerno
fueron capaces de abrir al resto de las especialidades médicas. El
destacar en esos dos campo ya expresados tenía una razón lógica y
venía propiciado, en el caso de la ginecología por el enorme
desconocimiento que los varones tenían sobre la fisiología femenina
y el escaso interés que despertaba profundizar en su conocimiento; y
en el de la puericultura, por la mayor proximidad entre la madre y
los hijos que el de éstos con los padres.
Desde la perspectiva de la práctica,
la obstetricia se realizaba sobre todo, o casi exclusivamente, por
mujeres, las célebres comadronas que ayudaban a las mujeres a parir
y que sus escasos conocimientos sobre el fenómeno del parto, eran
transmitidos de madres a hijas sin excesivo, por no decir escasísimo,
rigor científico. Cosa similar ocurría con la puericultura.
La primera mujer que manejó
conocimientos que fueran más allá de la mera tradición oral y que
por ende, ejerció la docencia de aquella escuela de Salerno,
fue Trotula De Ruggiero.
Aunque en la actualidad el nombre de
Trolula o Trotta, que parece fuera su diminutivo, nos resulte
sumamente extraño, era un nombre muy común en los albores del
segundo milenio.
Trotula
vivió a finales del siglo X y principios del XI y hasta que hace su
aparición en la Escuela de Medicina, no existe sobre ella
documentación alguna que nos aproxime a su lugar de nacimiento,
familia y otras circunstancias siempre interesantes de conocer.
Recibió primero enseñanza en la
Escuela de Salerno y luego pasó a colaborar en la docencia,
impartiendo clases sobre las materias de su especialidad.
Esta mujer se hizo rápidamente famosa
por haber escrito, en latín, un tratado bastante riguroso sobre la
menstruación, la concepción, el embarazo y el parto, así como del
control de la natalidad y que, conocido como el Trotula
Major (Passionibus
Mulierum Curandorum), sirvió de base para los estudios de esa
especialidad médica hasta el siglo XVI.
El tratado consta de sesenta y tres
capítulos en los que desgrana con precisión determinados aspectos
relacionados con la ginecología y la sexualidad, usando un lenguaje
propio y muy poético en el que, por ejemplo, habla de la
menstruación como “flores que anuncia la posibilidad de fruto”.
No se sabe dónde adquirió el conocimiento que suplementa lo que
aprendió en las aulas de aquella escuela porque sus escritos parecen
muy avanzados para su tiempo, como cuando recomienda el uso de
opiáceos para mitigar los dolores del parto o cuando afirma de
forma rotunda que los impedimentos de algunas mujeres para concebir
hijos no eran imputables exclusivamente a ellas y que el hombre
también podría ser causante de la infertilidad de la pareja.
Otra obra de esta insigne médico,
trata sobre cosmética y, sobre todo, del cuidado de la piel y la
prevención de enfermedades dermatológicas, tan corrientes en
aquella época en las que la falta de higiene y la escasez del jabón,
propiciaban innumerables afecciones cutáneas, algunas de las cuales
llegaban a ser fatales. Esta obra es conocida como Trotula
Menor y en ella, además
de tratar las enfermedades desde el punto de vista clínico, da
algunos consejos y formulas, a la manera que hoy entendemos, relacionada con la belleza femenina. Por ejemplo, habla de una crema
para eliminar las arrugas o un lápiz labial, a base de miel, jugo de
remolacha, calabaza y agua de rosas; una especie de dentífrico o
colutorio bucal para mantener blanca la dentadura o cuales deben ser
los cuidados del cabello o la forma de teñirlos para lucir colores
deslumbrantes.
Grabado
sobre el baño en el Trotula Menor
Aunque ni aquella Escuela, ni Trotula,
se definieran como cristianas, aún el pensamiento bíblico
impregnaba a la docente como cuando decía que a consecuencia del
pecado original, la mujer era más propensa a contraer enfermedades y
que esa era la razón por la que necesitaba una mayor asistencia
médica.
Trotula
se casó con un médico, Johannes Platearius, uno de los fundadores
de la Escuela y tuvo dos hijos que igualmente siguieron la vocación
familiar: Johannes, el Joven y Mateo. Parece ser que murió
alrededor de 1097.
No fue esta la única mujer que
destacó en el elenco de aquella Escuela, pues debieron ser años de
enorme progreso en el pensamiento liberalizador de la mujer y lo
cierto es que a sus aulas y no ya como médicos de mujeres y niños,
sino como cirujanos y especialistas en general, llegaron mujeres que
han pasado a la historia como la que se conoce como Abella
que escribió un tratado sobre la “bilis negra” y otro sobre la
calidad del semen humano; Mercuriade
que se ocupaba de la
cirugía y escribió sobre los ungüentos; Rebecca
Guarna o Francesca
Romana, de la que se
conserva el diploma de doctora en medicina, etc.
La fama de Trotula
trascendió fronteras cuando en el siglo XII, el monje normando
Orderico Vital, en su Historia Eclesiástica, relata un pasaje de un
famoso médico de la época que llegó a Salerno
atraído por la fama que estaba adquiriendo su Escuela de Medicina y
allí conoció a una comadrona de la que dice que jamás había
conocido a médico más experto que ella.
Pero luego comenzaron a circular
algunos textos en los que se le atribuían prácticas supersticiosas
y charlatanas, sin otro ánimo que desacreditar a aquella sabia mujer
cuyos libros fueron traducidos a todos los idiomas importantes de
aquella época y con la llegada de la imprenta, impreso en
Estrasburgo en 1554 y distribuido a casi todas las escuelas de
medicina.
De la trascendencia que tuvo en
aquella época la Escuela de Salerno y lo que supone para la
innovación e investigación en el campo de la medicina, da buena
muestra un hecho de suma importancia aún en nuestros días y que
tuvo su génesis allí: se trata del análisis de la orina.
Se ha mencionado antes a Constantino
el Africano, un
cartaginés que terminó profesando hábitos en el cercano convento
de Monte Casino, pero que fue fundamental para la Escuela. Éste,
tradujo una obra del siglo IX, escrita por el médico Jacob Ben
Salomón, llamado “El Israelí”, en el que se hablaba del valor
que en el diagnóstico tenía el examen de la orina. Un siglo
después, el Gran Maestre de la Escuela, Mauro
de Salerno, apoyado por
el “Liber de urinis”
del Israelí,
sistematizó lo que en ese momento se llamó “uroscopia”, en un
libro que lleva por título “Regula
Urinarius”, dando
comienzo así a lo que sería el inicio formal del laboratorio
clínico como apoyo a la medicina.
Hace un milenio y aún sigue siendo un
método fundamental de diagnóstico, claro está que con una mayor
precisión y eficacia, no en balde se ha de pensar que aquel examen
de la orina era totalmente macroscópico, limitándose a observar
algún pigmento, presencia de sangre, olores, sabores y otras
circunstancias apreciables a simple vista, pero fundamentales para la
diagnosis de algunas enfermedades. No es hasta siglos después, con
la aparición del microscopio que se precisa mucho más en las
técnicas de laboratorio, pero el germen de todo estuvo allí.
Tres cosas caracterizaron aquella
Escuela de Medicina y las tres fueron singulares en su época. La
primera fue la de no tener ninguna vinculación religiosa, a pesar de
la fuerte hegemonía que la Iglesia ejercía en aquel momento y a
cuyo abrigo se habían concentrado casi todos los centros del saber.
La segunda y más importante, es que su estudio se basaba
fundamentalmente en la observación, la práctica y la experiencia,
dejando a un lado el aspecto teórico que tanto gustaba en la cultura
greco-romana y sobre todo, la especulación.
La última característica de la
Escuela era la existencia de un verdadero plan de estudios, tan bien
conseguido que, muchos siglos después, fue adoptado por otras
universidades como la Sorbona.
Luego, con el paso de los siglos, su
relevancia fue disminuyendo, en parte por la proliferación de otros
centros de enseñanza con más avance en conocimiento e instrumental
y en parte por la persecución que algunos poderes públicos, sobre
todo los eclesiásticos, tuvieron para con la enseñanza y el estudio
de la medicina, hasta que, en 1811, el general Murat, del ejército de
Napoleón, clausuró la Escuela cuando el emperador lo nombró rey de
Nápoles.
Para entender un poco la valentía y
el adelanto que supuso para su época hay que tener en consideración
que la Iglesia prohibía expresamente diseccionar cadáveres en busca
de las causas de su enfermedad y que los científicos y descubridores
habían de vérselas con la Inquisición en cuanto sus
descubrimientos se apartasen de la ortodoxia católica.
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