domingo, 31 de marzo de 2013

UNA HEROÍNA ANÓNIMA

Publicado el 5 de junio de 2011




En el Archivo General de Centroamérica, Legajo 201, Expediente 1651, se hace referencia a la heroica gesta protagonizada por Rafaela Herrera Udiarte el día 29 de julio de 1762, como consecuencia de la cual y casi veinte años después, recibió una compensación por parte del rey de España, consistente en una pensión vitalicia de 600 pesos y unas tierras para su explotación.
Este dato, que encontré por pura casualidad, me produjo la natural intriga porque no es la primera vez que dedico algún artículo a personajes femeninos de la historia de las Colonias Americanas, los cuales suelen ser muy interesantes, así que de inmediato pensé que tras éste, habría seguramente una buena historia.
No fue fácil encontrar documentación al respecto, que además de muy dispersa, aún era más exigua y lo poco que encontraba repetían de unas a otras la misma historia, sin aportar nada novedoso. Con paciencia y entresacando de unas y otras, se puede construir el siguiente relato.
El enfrentamiento entre España e Inglaterra por la supremacía en el continente Americano es crónico. Aunque pasan algunos años de paz entre ambos estados, lo cierto es que los piratas británicos, auspiciados por el gobierno de Londres siguen hostigando las costas de nuestras colonias, saqueando nuestros puertos y abordando a nuestros galeones. Por otro lado, no han cesado de negociar con la venta de esclavos que los colonos les compraban, vender artículos de contrabando, ni de instigar a los pueblos nativos a la rebelión contra los españoles.
La situación de mayor tensión se vive en 1741, cuando la flota del almirante Lord Vernon llega el 13 de marzo frente a la más importante ciudad del Caribe Colombiano: Cartagena de Indias.
Se produce un asedio que dura más de un mes y varios intentos de asalto a la fortaleza española que al final se salda con una brillante victoria de Blas de Lezo, defensor de la ciudad. Ese episodio, conocido como La Guerra de la Oreja de Jenkins, fue motivo de un artículo hace ya unos años.
Entre los oficiales españoles que defienden el fuerte de San Felipe de Barajas, se encuentra un español llamado José Herrera Sotomayor, el cual es un aventajado conocedor de todas las tácticas defensivas de ese tipo de fortalezas.
Herrera es un militar sobrio del que apenas existe documentación y del que se sabe que tuvo una amante nativa con la que le nació una hija en agosto de 1742, un año después del asedio a Cartagena de Indias y que fue bautizada como Rafaela.
Con el grado de teniente coronel, es destinado como jefe del Fuerte de la Inmaculada Concepción, a orillas del río San Juan, en la costa de Nicaragua, a donde se traslada en compañía de su única hija, Rafaela, sin que se sepa si la madre de la pequeña los acompañaba, pues hay fuentes que dicen que había fallecido anteriormente y otras que la sitúan en la ciudad de Granada, cuando Rafaela se traslada a vivir allí años más tarde.
Esa costa, llamada también De los Mosquitos, o Misquitos, nombre del pueblo nativo que puebla la zona, es uno de los territorios más inhóspitos de todo el litoral centroamericano, habitada por un pueblo rebelde y batallador, con los que se mezclaron los doscientos esclavos de un barco negrero británico que naufragó frente a sus costas a mediados del siglo anterior.
Los “zambos-misquitos”, descendientes de aquellos esclavos –por eso lo de zambo: mezcla de negro y nativo– no paran de saquear las granjas españolas, robar y quemar las cosechas, matar el ganado e incluso a los propios colonos y así, en junio de 1762, un grupo de ellos atacó unas plantaciones de cacao en el valle de Matina.
Pero la acción no era una más de las que aquellos nativos insurgentes acostumbraban, en este caso había algo más detrás.
Desde hacía muchos años, Inglaterra deseaba encontrar un lugar en el istmo centroamericano para cruzar de uno a otro océano y después de muchas exploraciones por toda la zona, había entendido que el curso del río San Juan, llamado en principio río Desaguadero, era el lugar ideal.
Este río se llamó así porque desaguaba el Lago Cocibolca, que Gil González Dávila, descubridor de Nicaragua y los españoles que con él iban, llamaron Mar Dulce y que actualmente se conoce como Lago Nicaragua y es el segundo en tamaño de toda América. Este inmenso lago tiene ocho mil seiscientos kilómetros cuadrados de superficie y se conecta con el Lago Managua por el río Tipitapa.
Para proteger el lugar de las incursiones inglesas, se construyó en el curso del río San Juan y aprovechando un punto elevado y muy estratégico, una fortaleza llamada de la Inmaculada Concepción, a cuyos pies se había formado una aldea de nativos.

Fortaleza Inmaculada en su estado actual

A aquella fortaleza fue destinado José Herrera y en ella enseñaba, a su única hija, todos los artes de la defensa militar, así como a disparar cañones y otras artes varoniles, pero sobre todo, le enseña a sentir amor por su patria y cuáles son las leyes del honor y de todos los valores morales.
Rafaela, que en ese momento tenía diecinueve años, aprende con afán de su padre que cuida de ella en todo momento, sabiendo el peligro al que la exponía, pues era conocida la apetencia inglesa por dominar el río San Juan y dividir en dos el continente americano.
Así, el gobernador inglés de Jamaica William Henry Littleton, recibe de Londres instrucciones para preparar la invasión de Nicaragua siguiendo el curso del mencionado río.
Más de cincuenta embarcaciones y tres mil hombres componen la fuerza atacante, contra la que se tendrán que oponer los escasos recursos militares españoles de aquella zona.
La última incursión de los zambos-misquitos obedece a una táctica inglesa para dividir al enemigo que se lanza tras la partida de forajidos, debilitando aún más la guarnición del fuerte.
La primera vela enemiga se divisa el mismo día en el que el comandante de la fortaleza cae gravemente enfermo, posiblemente aquejado de una enfermedad tropical tan corriente en aquello lugares. Sabiendo que va a morir, hace jurar a su hija que defenderá la fortaleza con el mismo ímpetu que él le ha inculcado y Rafaela promete cumplir fielmente su palabra, aun a costa de su vida.
El día 17 de julio fallece el comandante Herrera y el alférez Juan Aguilar y Santa Cruz asume el mando.
Los espías nativos, infiltrados por los ingleses, avisan a la flota que el castellano, nombre con el que se designaba al responsable de la defensa de los castillos, había fallecido y creyendo el capitán de la expedición que aquella circunstancia debía ser de inmediato aprovechada, envió un emisario, un oficial de su ejército que, de manera insolente, pidió las llaves de la fortaleza, exigiendo la rendición a cambio de la promesa de respetar la vida de los defensores.
Mucho más segura de sí misma que lo estaba el alférez al mando de la fortaleza, se encaró Rafaela con el oficial inglés, con tal decisión, que la comitiva se retiró de inmediato sabiendo que no podrían tomar aquella posición sino por la fuerza de las armas.
El día 29 de julio empezaron las escaramuzas, aunque sin demasiado afán por parte de los sitiadores que suponían que la guarnición no tardaría en rendirse. Y así era, porque la mayor parte de los soldados, reclutados entre los propios nativos, no tenían precisamente sentimientos de amor patrio y estaban deseosos de soltar las armas y salir huyendo.
Nuevamente Rafaela tomó la voz cantante y se enfrentó a los soldados exhortándolos a defender aquella plaza porque era la única forma de defender a la propia Nicaragua. No fueron sus palabras lo suficientemente convincentes, pues los soldados no se determinaban a adoptar una postura de firmeza, así que la heroína subió al torreón San Fernando, la torre más alta de la fortaleza y cargó los cañones para disparar sobre el campamento enemigo. Al tercer disparo tuvo la fortuna de que el proyectil cayó sobre la tienda del capitán inglés, produciendo su muerte y la de muchos de sus oficiales, por lo que la tropa quedo un tanto descabezada.
Enfurecidos, los atacantes iniciaron un asalto a la fortaleza, pero ahora sus defensores habían tornado su ánimo y espoleados por la conducta de Rafaela, estaban dispuestos a defender con sus vidas aquel bastión.
Nuevamente los asaltantes ofrecen capitulaciones, pero Rafaela responde con una frase que se ha hecho célebre, aunque no es seguro que fuera pronunciada por ella: “Que los cobardes se rindan y los valientes se queden aquí, a morir conmigo”.

Dibujo anónimo de Rafaela disparando el cañón

Nadie se rinde y la batalla continúa con renovado ardor, produciendo gran descalabro entre las filas inglesas. Al caer la noche, Rafaela tiene una brillante idea que de inmediato pone en práctica. Ordena construir unas pequeñas balsas de madera y ramas y empapar telas en alcohol. Aprovechando la oscuridad, dejan las telas sobre las balsas y éstas en el río para que la corriente las lleve contra la flota enemiga. Cuando prenden fuego a las telas, el enemigo no sabe a qué se enfrenta y el pánico cunde entre la tropa inglesa, creyendo que se trata de la terrible ofensiva incendiaria conocida como el “Fuego griego” que causaba pavor entre los marinos.
Los buques enemigos no consiguen maniobrar con celeridad y chocan unos con otros en su prisa por abandonar el río.
El asedio había durado tres días y se había saldado con bastantes muertos del lado inglés, mientras que del español apenas habían habido bajas.
La flota inglesa salió a la desesperada del río San Juan, sin un comandante que los guiara con certeza y en la desembocadura permanecieron más de un mes, hasta que desde Jamaica recibieron instrucciones de retirarse.
La noticia de la victoria sobre los ingleses produjo una gran alegría en Nicaragua y cuando la joven llegó a Granada, la ciudad más importante de Centroamérica y sede de la Audiencia, fue recibida con honores militares.
La joven, sin familia alguna que la acogiese, se quedó a vivir en la ciudad en donde pocos años después contrajo matrimonio con un caballero granadino llamado don Pablo de Mora, con el que tuvo cinco hijos antes de quedar viuda muy joven.
A pesar de su heroica acción, tras el fallecimiento de su esposo quedó en la más absoluta de las indigencias, hasta que alguien de la ciudad puso en conocimiento del rey de España las circunstancias que se estaban dado.
En 1780, los ingleses intentaron, esta vez con más éxito, el asalto al castillo de la Inmaculada del río San Juan, cuya situación seguía siendo estratégica para dominar el paso entre los dos océanos y más aún para los ingleses en aquel momento, porque cuatro años antes habían perdido las colonias de Norteamérica que en 1776 se habían independizado.
En aquella ocasión en la expedición inglesa iba un joven marino cuyo nombre era Horacio Nelson.
Alguien haría un paralelismo entre ambas acciones bélicas y saldría a relucir el heroísmo de una joven que en aquella ocasión había impedido que los ingleses, muy superiores en fuerza, tomaran la fortaleza y haría constar la situación en que esa persona se encontraba. Es probable que ese análisis de la situación se enviase al rey.
Tardó algún tiempo en responder el monarca español Carlos III, pero al final dictó una cédula en El Escorial que está fechada el once de noviembre de 1781, por la que le reconoce una pensión vitalicia de 600 pesos, con efectos retroactivos desde primeros de enero de aquel año.
Aún así, parece que Rafaela terminó sus días sumida en la pobreza y al cuidado de dos de sus hijos que, resultado de una enfermedad, habían quedado paralíticos.
Una historia más escrita por una mujer con coraje de las muchas que hubieron en todos los tiempos y que labraron un lugar en la historia sin tener que pasar por la vejación de las cuotas.




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