domingo, 31 de marzo de 2013

UNA HISTORIA DULCE

Publicado el 3 de abril de 2011




Al inicio de una etapa de colaboración con este periódico, quiero antes que nada saludar efusivamente a todos aquellos que me siguieron en las pasadas ediciones con otra cabecera. Tras un período de descanso en esta apasionante actividad y en el que me he dedicado de lleno a terminar una novela que estaba escribiendo y que tenía un poco abandonada, vuelvo a retomar la escritura de artículos en la misma línea que en las etapas precedentes y que como algunos lectores recordarán, procura tratar temas variados y muy aleatorios. Para iniciar este nuevo período empiezo por un relato que, a la vez que descubre alguna circunstancia curiosa de la historia, es también un retrato costumbrista de una época no muy lejana vivida de cerca en nuestra provincia.
En 1879 un científico despistado descubrió una sustancia maravillosa que ha proporcionado alegría a mucha gente que padecen una enfermedad que se conoce como “diabetes” y, a la vez, a otras muchas a las que facilita ayuda para mantener la línea. O al menos eso es lo que ellas creen.
El científico se llamaba Constantín Fahlberg y había nacido en una ciudad rusa llamada Tambov, en el año 1850.
Era, por tanto, un joven que trabajaba para un laboratorio que dirigía un estadounidense de ascendencia judía, llamado Ira Remsem.
Por extraño que el descubrimiento pudiera parecer, lo cierto es que estaba investigando sobre un alquitrán extraído de la hulla con el que se pretendía hacer lo que se hace normalmente con el alquitrán, asfaltar carreteras, impermeabilizar techos, proteger las maderas, etc.
Llegó la hora de tomar el bocadillo y Constantín, junto con otros compañeros, se dirigió a la cafetería del laboratorio, en donde el científico se dispuso a tomar algo parecido a lo que hoy sería un bocadillo.
Ni por precaución, ni por higiene y sí por despiste propio de los sabios, Constantín no se lavó las manos y cuando estaba degustando su refrigerio, apreció un sabor muy dulce.
Primero protestó al camarero, pero cuando éste le aseguró que era imposible que el bocadillo llevase azúcar, el despistado sabio, más por curiosidad que por otra cosa, se olió las manos, apreciando un extraño aroma. Ni corto ni perezoso se chupó los dedos, comprobando que eran éstos los que estaban dulces.
Dejó la comida sobre la mesa y corrió al laboratorio, en donde hizo las correspondientes comprobaciones, llegando a la conclusión de que aquel producto con el que trabajaba sabía dulce.
Sin habérselo propuesto había descubierto la Sacarina, una sustancia revolucionaria que solucionaría el problema de muchas personas que no toleran el azúcar o que quieren reducir su consumo, pues la Sacarina es tres veces más edulcorante y con muchas menos calorías.
Su nombre comercial es E954, con el que aparece en multitud de productos como bebidas, alimentos envasados de cualquier tipo, bollería industrial, etc.
Cuando sucede una cosa así, es decir, que buscando un resultado concreto se produce otro totalmente distinto y tan distante de lo perseguido, se denomina “serendipia”, curiosa palabra que fue acuñada por un inglés llamado Horacio Walpole, a raíz de un cuento persa titulado “Los tres príncipes de Serendip”, nombre en parsi de la Isla de Ceilán, los cuales solucionaban sus problemas a través de casualidades increíbles.

Bajorrelieve en el cenotafio del científico Fahlberg

En fin, para abreviar, la serendipia es exactamente lo mismo que cuando nosotros, de una manera mucho más coloquial, decimos que tal o cual cosa ha salido por pura “chiripa”.
¿Y todo esto de la sacarina y la chiripa qué tienen que ver con este artículo? Se preguntará el lector que, si tiene un poco de paciencia, conocerá la historia.
El que me contó la contó era uno de sus protagonista, un hombre mayor al que, casualmente, llamaban “El Chiripa”. ¿Van hilando?
Por aquel entonces yo estaba destinado en la ciudad de Algeciras y una noche de invierno del año 1971, mientras estábamos trabajando, yo como Inspector de Policía y él, como conductor, “El Chiripa”, un policía viejo, resabiado y simpático como buen andaluz, me contó que él, lo mismo que muchas personas de su entorno, se había dedicado al negocio del contrabando en “los duros años del hambre” y antes de ingresar en la Policía.
Como es natural, ahora nos sorprende mucho que un policía se haya dedicado al contrabando, pero en tiempos difíciles y, sobre todo, en la zona de la Bahía de Algeciras, contrabandear con Gibraltar, Tánger o Ceuta, era la cosa más natural del mundo, socialmente aceptado y legalmente ignorado.
¿Quién no fue a Algeciras o a La Línea en los años cincuenta y sesenta a comprar impermeables “Piuma D’oro”, faldas plisadas de tergal, paraguas automáticos, estilográficas Parker, bolígrafos, tabaco, mecheros de martillo y tantas y tantas cosas?
Llegabas a Algeciras, a la zona del mercado y le preguntabas a un guardia municipal dónde vivía “La Justa”, afamada contrabandista, o cualquier otro, cuyo nombre te hubieran facilitado y el propio guardia te acompañaba hasta la casa del estraperlista. El guardia se marchaba al dejarte a la puerta, para volver luego a recoger su comisión.
Por todos los alrededores del muelle, la parada de autobuses o la estación del ferrocarril, había infinidad de individuos a los que llamaban cariñosamente “los orejas” que se ofrecían a acompañarte a las casas en donde se vendían los artículos de contrabando.
Y eso ocurría todavía en el año 1971, cuando supuestamente estaba cerrada la frontera con Gibraltar.
Pues bien, en aquella parte de nuestra provincia, las reglas del juego eran otras y el contrabando o estraperlo, que de ambas formas se llama, era una actividad de lo más honrosa.
Me viene a la memoria la anécdota con un ciudadano de aquella zona al que tuvimos que detener por alguna cosa que hubiera hecho y el caballero, muy sorprendido, se hacía loa de sí mismo, en donde se calificaba de buen ciudadano, trabajador, honrado, padre de familia que toda su vida se había dedicado a trabajar en el contrabando y que jamás había cometido ningún delito. ¡Así eran las cosas!
Pues bien, El Chiripa tenía un socio, la madre de un amigo suyo, gitana de buen ver con la que además, y a pesar de la diferencia de edad, mantenía un acalorado romance, la cual llevaba un negocio de contrabando y la que lo captó para la trabajar en su “empresa” y así poder estar más tiempo juntos.
Entre las muchas cosas con las que traficaban tenían un buen filón con la sacarina, que es la verdadera protagonista de esta historia.
Se la sacaban de Gibraltar los trabajadores que diariamente entraban a la colonia para desarrollar las actividades más diversas y que la compraban en las farmacias y en alguna otra tienda de alimentación. Ya en aquella época, cuando en España productos similares venían en frasco de cristal, allí las vendían en el envase que ahora está de moda, el “blister”.
El Chiripa y su jefa, sacaban las pastillas de sus envases una a una y las iban guardando en una talega de terciopelo granate que la gitana escondía celosamente, tirando a continuación y con mucho cuidado para no ser descubiertos, los blisters vacíos.
Cuando tenían una buena provisión, una mañana, tomaban el autobús de “Comes” y se marchaban a Jerez, con la talega bien oculta para evitar los controles que la Guardia Civil hacía de los coches que procedían de aquella zona y que sorprendían a lo largo de todo el recorrido.
A media mañana ya estaban en Jerez y se dirigían a varias bodegas más o menos importantes y a una, su principal cliente, de las más famosas de la ciudad, cuyo nombre no debo desvelar por razones obvias.
Allí los recibían cariñosamente y cuando la gitana se sacaba de los refajos la talega de la sacarina, el químico de la casa comprobaba la mercancía, la pesaba y pagaban religiosamente a un precio que compensaba sobradamente todo el esfuerzo realizado.
Pero quiso la fortuna, por alguna razón que mi amigo desconocía, que la sacarina empezara a faltar y a ellos, a fastidiárseles el negocio. Trataron de buscarla en Tánger, en Ceuta y en Melilla, pero era imposible. Establecieron contacto con Canarias, pero todo fue en vano. ¡No había sacarina en el mercado!
Y de las bodegas los llamaban reclamando más mercancía.
No me quedó muy claro de quien fue la idea, pero lo cierto es que se les ocurrió fabricar ellos mismos la sacarina y lo hicieron de la forma más sencilla.
Lo primero que hicieron fue arrepentirse de haber tirado los envases, de manera que se pusieron manos a la obra para conseguir algunos envases similares, aunque fueran de otro tipo de producto, con tal que fueran pastillas redondas. Cuando por fin lo consiguieron, empezaron con su inventiva producción.
Para eso usaron dos productos básicos: el azúcar y el almidón.
Compraron varios kilos de almidón y empezaron a hacer pruebas mezclándolo con azúcar, hasta conseguir un dulzor semejante al que tenían las pastillas que sacaban de Gibraltar.
Para los que no hayan conocido el almidón, sustancia que está muy en desuso, es necesario decir que hace cincuenta años era un producto muy corriente en todas las casas y se utilizaba para dar apresto a la ropa blanca, sobre todo a las camisas, sábanas, etc.
Se ponía a hervir un poco de agua con unos trozos de almidón, hasta que se derretía y se formaba una especie de engrudo que se mezclaba con el agua del último aclarado, que cuando se secaba, dejaba la tela como si fuera de cartón.
Pues bien, mezclando azúcar, almidón y agua, en proporciones adecuadas, conseguían ese engrudo que, además, resultaba dulce y con el que con paciencia infinita, iban rellenando las cavidades de los blisters. Dejaban enfriar luego el engrudo hasta que se formaba una pastilla que iba a la talega de la gitana.
Ellos sabían que con aquel procedimiento no podrían mantener el engaño por mucho tiempo, así que se afanaron en la producción masiva de “sacarina”; mientras, mantenían contacto con todas las bodegas del marco de Jerez que podían, las cuales estaban faltas de suministro y empezaban a preocuparse.
Cuando hubieron conseguido una cantidad de pastillas que a ellos mismo les asustó, la dividieron en partes y hablaron con un taxista que conocía El Chiripa, el cual se ofreció a levarlos a Jerez de madrugada, para evitar los controles rutinarios y yendo por una ruta de pueblos que evitaran las carreteras más transitadas.
Una vez en Jerez, fueron vendiendo su mercancía por distintas bodegas hasta que llegaron a su principal cliente, en donde les pidieron que esperaran, porque el químico tenía que venir a darle el visto bueno a la mercancía.
Asustados por la posibilidad de que el químico descubriera el fraude, esperaron pacientemente hasta que llegó el de la bata blanca.
Sin decir palabra, la gitana se sacó de la faltriquera dos talegas llenas a rebosar de pastillas de almidón y azúcar.
¿De dónde la habéis sacado?, les preguntó el químico. Ellos se miraron y la gitana le contestó con desparpajo: Eso no se lo podemos decir, señorito.
Seguidamente el químico tomó una pastilla y ante el pánico de los dos contrabandistas, la chupó largamente.
Luego empezó a hacer síes con la cabeza, mientras exclamaba: ¡Esta, esta es la buena! ¡Esta es la auténtica sacarina! ¡La mejor que habéis traído nunca!
Se miraron sorprendidos y de inmediato supieron que había que aprovechar la oportunidad.
Era más buena porque también era más cara; pero eso le importaba poco al químico que dio órdenes al departamento de administración que le pagasen lo que en ese momento pidieron los dos compinches, que salieron de la bodega corriendo, riendo y pensando en la cantidad de litros de vino, o de lo que fueran a fabricar con aquellas pastillas, que tendrían que tirar cuando el almidón se volviese a derretir y a depositarse en el fondo de los barriles.

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