sábado, 30 de marzo de 2013

UNO A LA MAZMORRA Y OTRO AL PATÍBULO


Publicado el 15 de noviembre de 2009




La Monarquía es la más antigua forma de gobierno que existe. Si repasamos la historia, vemos que en todos los continentes, los más diversos pueblos, se han ido organizando alrededor de la figura de un rey.
Un rey guerrero, casi siempre; un general victorioso al que sus huestes acaban aclamando y nombrando rey. Casi siempre también hereditario, pero sin que esa premisa sea forzosamente necesaria.
De esa manera, todos los países han encumbrado a su máximo representante, colocándolo cerca de sus dioses y, en muchos casos, a su mismo nivel.
En África, Asia, América y sobre todo, en Europa, todos los países han pasado por un momento monárquico.
Otras formas de gobierno han ido sustituyendo a las Monarquías, democratizando el país, o totalizándolo, según el momento histórico. Casi siempre es la República la forma que sustituye a la Monarquía y así, pueblos tradicionalmente monárquicos como los romanos, pasaron a republicanos, o como los griegos que tras Alejandro El Magno, dejó su imperio a sus generales.
Más recientemente, la debacle de la institución monárquica se inicia con la Revolución Francesa y con un invento terrorífico: la guillotina. Uno tras otro, muchos países se van desprendiendo de sus reyes y sustituyendo su tradicional forma de gobierno por Repúblicas.
En Europa y en África, en Asia y en América.
Desaparecen monarquías como la Austro−Húngara, la Alemana, la Italiana, la Portuguesa, la Rusa. En China, el último Emperador, Pu Yi, da paso a la República mayor de La Tierra. En Rusia, los bolcheviques asesinan a la familia real de los Romanov y dan paso a la Dictadura del Proletariado.
Pero mientras duraron, las Monarquías fueron sinónimo de poder omnímodo. Los reyes eran sagrados y casi todo les estaba permitido.
Señores de vida y hacienda; así se los describía y así eran en la realidad. Intocables, hasta que en algunas ocasiones el pueblo, harto de opresión, terminó con ellos y con su forma de gobierno.
En los momentos presentes, salvo en los casos de algunos “reyezuelos”, desperdigados por el llamado Tercer Mundo, lo cierto es que las Monarquías que subsisten suelen estar muy bien cimentadas. Sus representantes son queridos y proporcionan a los países cierta estabilidad política y una buena imagen exterior e interior.
Los reyes modernos, reinan y no gobiernan, como norma general, son prácticamente intocables y casi todos tienen considerables fortunas. Sus pecados secretos le son sistemáticamente perdonados y el pueblo suele acudir eufórico a agasajarlos y recibirlos.
Pero lo que ahora nos resulta impensable, cuando realmente los reyes no tienen el poder de antaño, ocurrió siglos atrás, en los momentos de más esplendor del poderío real: Hubo reyes que fueron a la cárcel y hubo reyes que hubieron de subir al patíbulo y no como consecuencia de una revolución.
Si hay un país de larga tradición monárquica, a la vez que democrática, ese es Inglaterra. Inglaterra era el más poderoso de los reinos que se asentaban sobre las islas a las que los romanos llamaron Britannia y que eran además los de Gales, Escocia e Irlanda.
A principios del siglo XIV, reinaba en Inglaterra Eduardo II, hijo de Eduardo I y Leonor de Castilla, que subió al trono a la muerte de su padre, el 8 de julio de 1307.
De pequeño, su padre se había visto en la obligación de separar a su hijo de su algo más que íntimo amigo, Piers Gaveston, al cual exiló a Francia.
Pero al subir al trono, una de las primeras cosas que hace Eduardo es levantar la proscripción de su amigo y llevárselo a su lado.
Eduardo II se casó con Isabel de Francia, hija del rey francés Felipe IV, El Hermoso (nada que ver con nuestro rey del mismo nombre) y tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras, el primero de los cuales le sucedió como Eduardo III.
Entre su amistad íntima con Gaveston y las denuncias de la reina de homosexualidad, lo cierto es que el crédito del rey fue disminuyendo y de ello se encargó, con mucho acierto, Roger Mortimer, amante de la reina y el hombre de más poder en el reino, si exceptuamos al propio rey y a su “amigo” Gaveston.
Pero el pueblo no podía soportar aquella situación tan indecorosa y terminó asesinando a Gaveston en 1312, lo que deja al rey sumido en la tristeza, de la que se recupera bien pronto, sustituyendo a su amante fallecido por Hugh Le Despencer, con el que inicia un nuevo idilio que le hace olvidar a su querido amigo.
Pero Despencer también termina asesinado en 1326 y de la forma más cruel. Fue ahorcado y antes de morir, suspendido y aún con vida, castrado, destripado y desmembrado por sus verdugos que cumplían ordenes de Roger Mortimer.

La ejecución de Despencer

Lo cierto es que tras muchas vicisitudes y veinte años de reinado, Eduardo II fue obligado por el Parlamento a abdicar a favor de su hijo Eduardo III y seguidamente encarcelado en el castillo de Berkeley, en Glocestershire, de donde consiguió escapar, pero fue nuevamente apresado y encarcelado en el mismo castillo. El día 21 de septiembre de 1327 fue asesinado por una conjura encabezada por la reina y su amante Mortimer, pero de la que no estaban ausentes el obispo Orleton, Tesorero del Trono de Inglaterra y el Parlamento.
Sufrió una muerte atroz, pues sus verdugos le introdujeron por el ano un tubo y por su interior deslizaron una barra de hierro al rojo con la que le quemaron las entrañas.

Esfinge de Eduardo II en su tumba. Se aprecian numerosas profanaciones.

Sin lugar a dudas que su homosexualidad le acarreó graves complicaciones, pero también es necesario señalar que gran parte de ellas le venía por la pérdida de poder que la nobleza experimentó durante su reinado, en aras de la democratización de sus leyes, pues fue en 1322 cuando se exigió a la Cámara de los Lores, que sus leyes hubieran de ser refrendadas por la Cámara de los Comunes, compuesta por el bajo clero y las clases menos afortunadas.
Siglos después, otro rey inglés volvió a caer en desgracia. Esta vez fue Carlos I, un rey extraño al que dio vida el extraordinario actor Alec Guinness en la película denominada Cromwell que en 1970 se estrenó para deleite de los aficionados al cine histórico.
Carlos I era un rey absolutista. Creía a pie juntilla en algo que se venía a denominar Derecho Divino de los Reyes y esta creencia, junto a su intransigencia y a la intervención decisiva de Oliver Cromwell, lo llevaron al patíbulo.
La historia es poco más o menos así:
Carlos nació en Escocia en el año 1600 y era el segundo hijo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia y de Ana de Dinamarca. Fue un niño subdesarrollado que a los tres años ni hablaba ni andaba y que cuando sus padres se trasladan a Londres, Dejan en manos de criados y enfermeras, en la creencia de que no podría soportar el viaje desde Escocia hasta Inglaterra. Un año después, se reúne con sus padres y es entregado a una tutora que le enseña a hablar y caminar.
El Libro Guinnes de los Records recoge a este personaje con el dudoso título de ser el monarca más bajo de toda la historia del Reino Unido, pues de adulto sólo llegó a medir un metro y sesenta y dos centímetros.
En el año 1605 fue nombrado duque de York, como ocurre con todos los segundones de la familia real británica. Su hermano mayor, Enrique Federico es el preferido de su padre, el heredero del trono y el ídolo al que Carlos trata de imitar en todo, pero unas fiebres tifoideas acaban con su vida en 1612, por lo que el enclenque Carlos se ve convertido en Príncipe de Gales y heredero de la corona.
Pese a las dificultades de su infancia, Carlos no debía ser muy retrasado intelectualmente, pues en sus actos se denota cierta astucia y su amor por el arte, le coloca entre los grandes coleccionistas de la época, lo que no casa ciertamente con la estupidez.
En el año 1623, como Príncipe de Gales, visitó España acompañado por el Duque de Buckingham, con la pretensión de conocer a la que podría ser su esposa, la infanta María Ana, hija del rey Felipe III.
Quien haya leído las historias del Capitán Alatriste, de Pérez Reverte, recordará a este personaje por las calles de Madrid y cómo tratan de asesinarlo.
El monarca español accede al casorio, siempre que el inglés renuncie a su fe anglicana y se convierta al catolicismo.
A su vuelta a Inglaterra, Carlos trata de convencer a su padre de que declare la guerra a España, lo que no consigue.
Pero el monarca inglés fallece en marzo de 1625 y Carlos accede al trono. Poco tiempo después, en agosto de ese mismo año, Carlos I disuelve el Parlamento británico por primera vez.
Es en esta época cuando los ingleses realizan un ataque naval contra Cádiz y se inician los asedios contra las flotas españolas procedentes del Nuevo Mundo, con la clara intención de conseguir riquezas que le proporcionen la financiación de sus aspiraciones bélicas. El desastre que le supone la pretendida invasión gaditana, cuesta grandes recursos económicos que el monarca no posee, por lo que un año después, convoca al Parlamento que adopta una actitud muy hostil, tanto contra el rey, como contra su valido, el duque de Buckingham. Por eso, en junio de ese mismo año, vuelve a disolver el Parlamento. Dos años después, lo convoca y al continuar las desavenencias, declara un receso que dura once años y que se denominan “Once años de Tiranía”, en los que el rey gobernó sin Parlamento.
Carlos I tiene necesidad de dinero para hacer frente a las guerras civiles que se le presentan con los territorios de Escocia e Irlanda, recién incorporados a su corona. Quiere a toda costa mantener bajo el mismo cetro lo que ahora conocemos como Gran Bretaña, salvo que, de Irlanda, quedó bajo la hegemonía británica la pequeña parte conocida como provincia del Ulster.
El dinero escasea en las arcas de rey, que se dirige nuevamente al Parlamento en demanda de una autorización para incrementar los impuestos y con eso sufragar los gastos de la guerra, pero el Parlamento impone sus condiciones.
En primer lugar el rey tendrá que ceder parte de sus privilegios y eso es algo que su majestad no está dispuesto a hacer, porque como se ha mencionado, creía que su poder emanaba directamente de Dios.
Esta era una teoría muy antigua. Ya los egipcios creyeron en la procedencia divina del poder de sus faraones y alguno de los emperadores romanos, llegaron a considerarse dioses.
Aunque ahora nos parezca un verdadero disparate, en aquella época no era entendido así, de tal modo que, incluso uno de los santos más relevantes de la cristiandad, Santo Tomás de Aquino, entendía que ningún rey pudiera ser depuesto, salvo que se tratase de un usurpador.
Su derecho se basaba en la creencia de que la Monarquía es una Institución de inspiración divina; conlleva un derecho hereditario inalienable; los reyes sólo responde ante Dios y la resistencia al rey es un pecado que acarrea la eterna condenación.
Estas premisas, más o menos disimuladas, alteradas en el orden en que se han expuesto, son también las bases de algunos regímenes totalitarios actuales, sin que tengan nada que ver con las monarquías absolutistas de antaño.
Pues bien, el Parlamento se rebela contra el rey y pide ayuda a un hombre de gran prestigio militar: Oliver Cromwell, el cual estaba a punto de abandonar Inglaterra con toda su familia y marcharse al Nuevo Mundo, hastiado de guerras y de imposiciones monárquicas.

Entre el rey y el Parlamento, se crea un clima tan irrespirable que acaba en una guerra civil que se inicia en 1642 y que tras varios enfrentamientos armados, se decanta a favor de las tropas del Parlamento.
Carlos se entrega al ejército escocés y va de castillo en castillo, preso y negociando con unos y otros un final que no fuera el que él se temía, pero, por fin, en enero de 1649 es trasladado al castillo de Windsor, en donde se reúne la Cámara de los Comunes, para enjuiciar al rey por delitos de alta traición.
La corte que lo juzga, le indica por tres veces que solicite una súplica, con la intención de zanjar el asunto, pero por tres veces el monarca se niega, por lo que el 30 de enero de 1649, Carlos I de Inglaterra, Escocia e Irlanda, subió al cadalso en donde el verdugo le cortó la cabeza.
Pues bien, en tres siglos, el pueblo inglés envió a la cárcel a un rey y al cadalso a otro y se quedaron tan tranquilos. A ambos le sucedieron sus hijos y la monarquía continuó su rumbo y ha llegado hasta nuestros días.
¡Por cierto! El tal Despencer, asesinado brutalmente, es un antepasado de los duques de Spencer, familia a la que pertenecía la fallecida Diana de Gales.
Una curiosidad, para terminar: en 1924 se subastó la camisa que Carlos I llevaba cuando subió al cadalso. En el catálogo de la subasta se decía: “Camisa blanca de hilo. La camisa está bien conservada a pesar de algunas manchas de sangre”.

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