domingo, 31 de marzo de 2013

...Y MONTAR EN GLOBO

Publicado el 10 de julio de 2011




Cuántas veces hemos recurrido a la frase hecha que da título a este artículo con la intención de hacer entender a los demás que alguna cosa concreta no la hemos hecho nunca en la vida y nos queda por hacer, eso y montar en globo.
Es cierto que el común de los mortales no ha montado nunca en globo, aunque es una práctica que cada vez está más extendida, pero con el miedo que a mi me da la altura, creo que yo seré uno de los que no vea nunca realizada esa expresión.
Pero hay quien no es así; los hay atrevidos por naturaleza y se empeñan en gestas peligrosas por el solo hecho de experimentar sensaciones límites. Y una de las más excitantes es la que tiene que ver con las alturas.
Volar fue siempre una de las mayores aspiración del hombre y desde el mitológico Ícaro cuyo padre, Dédalo, para huir de la isla de Creta en donde estaban prisioneros, le construyó unas alas con plumas de ave pegadas con cera y que al aproximarse al Sol se derritió, cayendo el joven al mar y provocando su trágica muerte, el ser humano no ha dejado de inventar mecanismos e ingenios voladores.
Leonardo da Vinci se aproximó bastante y no sólo con la máquina de volar, sino con el paracaídas, una de cuyas variables, el parapente, se utiliza actualmente como ingenio volador. Su Planeador Aéreo está inspirado en las alas del murciélago y el Tornillo Aéreo se considera casi un precursor del helicóptero.
Pero Leonardo, que demostraba una gran capacidad para inventar, ponía poco interés en la verdadera construcción de sus inventos y lo cierto es que el Planeador no serviría sino para darse el tortazo que muchos se dieron con aparatos similares y el Tornillo, de hacerlo girar el viento, daría vueltas sobre sí mismo, lanzando despedido a sus ocupantes.
La ilusión por despegar del suelo y volar no se hizo realidad sino hasta mucho más tarde, cuando los hermanos Montgolfier, crearon realmente un aparato que se elevó del suelo y consiguió volar. Era el globo aerostático que usaba de un principio físico que dispone que el aire más caliente pese menos que el frío y que se eleve. Ese aire más caliente, encerrado dentro de una cápsula que evite su fuga, será capaz de elevarla si su temperatura es lo suficientemente alta como para conseguir una diferencia importante con la del entorno.
Y eso es lo que hicieron los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Etienne Montgolfier, hijos de un acaudalado fabricante de papel del sur de Francia, en donde nacieron en 1740 y 1745, respectivamente.
Casi como era habitual en aquella época, los hermanos Montgolfier formaron parte de una nutridísima familia que tuvo dieciséis hijos.
Por una casualidad, los hermanos observaron que unas bolsas de papel de seda cuando estaban invertidas y al pasarlas sobre una fuente de calor, posiblemente una vela u otro artilugio para alumbrarse, ascendían de forma inexplicable.
Sorprendidos por tan mágico acontecimiento, decidieron experimentar con bolsas mas grandes, de papeles más ligeros y usando fuentes de calor más poderosas. El resultado fue que a mayor tamaño de la bolsa, mayor era el empuje ascendente que recibía.
Durante meses perfeccionaron su descubrimiento, aumentando la capacidad de la bolsa, su impermeabilización y cuantos detalles se les iban ocurriendo a raíz de lo que iban experimentando. En diciembre de 1782 hicieron el primer experimento serio con una bolsa de papel y seda que tenía dieciocho metros cúbicos de capacidad, consiguiendo elevarla hasta unos doscientos cincuenta metros.
El experimento fue un éxito y seis meses más tarde lo repitieron con una bolsa mucho mayor. Esta vez tenía una capacidad de ochocientos metros cúbicos y estaba confeccionada con papel y lino y pesaba en total doscientos veintiséis kilos.
Después de calentar el aire contenido en la misma, la gran bola se elevó hasta más de mil quinientos metros y se desplazó dos kilómetros, en un vuelo que duró unos diez minutos. Luego, el aire enfriado, la hizo caer a tierra.
Desde entonces los avances fueron constantes, sustituyendo el aire por helio o hidrógeno, incorporando fuentes de calor, añadiéndole una barquilla para el transporte, primero de animales y luego de personas y, sobre todo, captando la atención del mundo entero, con las exhibiciones que hacían en todos los países.
Los hermanos Montgolfier se hicieron famosos a nivel mundial y han pasado a la historia como los inventores del globo aerostático.
Pero ese privilegio no les corresponde a estos hermanos, que evidentemente tienen un extraordinario mérito habiendo perfeccionado el invento y puesto a disposición de muchos que desde entonces se consideran enganchados al deporte de la aerostación.
Cierto es que aunque se les ha considerado los inventores, casi ochenta años antes de que los hermanos franceses pusieran un globo en el aire, otra persona, de otro continente, había hecho la misma demostración.
Ya en ocasiones anteriores he dedicado algunos artículos a rescatar del olvido o la ignorancia que la radio no la inventó Marconi sino el serbio Nikola Tesla y que el teléfono no fue obra de Graham Bell, sino del italiano Antonio Meucci.
En esta ocasión es justo también dar a cada uno lo suyo y contar la historia de la persona que realmente inventó el globo y cómo lo hizo.
Lo mismo que en relación con la aviación se dice que los primeros en volar con una máquina más pesada que el aire fueron los hermanos Wright, parece que es de justicia aclarar que antes de estos intrépidos hermanos que evidentemente pusieron a punto una máquina verdaderamente voladora y vivieron para contarlo, otros  ya lo habían hecho.
En el siglo XI, el monje benedictino Eilmer de Malmesbury, al que se apodó el Monje Volador, conociendo la leyenda de Ícaro y creyendo ciegamente en ella, construyó unas alas sobre una estructura de madera y en las que introduciendo los brazos hacía batir como si de un pájaro se tratara. Con ese artilugio se dejó caer desde la torre de la abadía en la que se encontraba y consiguió recorrer bastantes metros hasta que acabó estrellándose contra el suelo y rompiéndose las dos piernas. Algo similar había hecho en el siglo IX el andalusí Abbas Ibn Firnas que consiguió planear desde una torre de Córdoba durante bastantes metros, aunque su aterrizaje fue igual de desastroso.
Con estos antecedentes, Diego Marín de Aguilera, un burgalés del siglo XVIII dotado de una gran inteligencia, que tiene en su haber diferentes inventos algunos de los cuales se conservan, como un artilugio para mejorar el funcionamiento de los molinos, una aserradora mecánica para mármoles y algunas otras genialidades, se lanzó también a la aventura de conseguir emular a las aves. Su verdadera genialidad fue la de construir un aparato que le permitiría volar y poniendo trampas, cazaba buitres y águilas a los que desplumaba para construir su aparato. Por fin, la noche del 15 de mayo de 1793, ayudado por su amigo Joaquín Barbero y una hermana de éste, subieron a la peña más alta del castillo de Coruña del Conde (Burgos). Desde allí se lanzó al espacio y consiguió remontar vuelo, ascendiendo unos metros, mientras avanzaba volando con cierto rigor. Pero uno de los pernos que sujetaban un ala, se rompió y el artilugio se precipitó, no sin antes haber recorrido una distancia considerable (431 varas castellanas, equivalente a unos trescientos cincuenta metros).

El benedictino con su máquina en una
vidriera de la abadía de Malmesbury

Volviendo a la aerostación, en diciembre de 1685, nació en la ciudad de Santos, en el estado de Sao Paulo, Brasil, el cuarto hijo de un matrimonio que tuvo un total de doce y al que pusieron por nombre Bartolomeu Lureço Gusmao. Su padre era el cirujano mayor de la plaza, disfrutando de buena posición económica. En aquella época, Brasil pertenecía a la corona portuguesa, por eso, a la edad de quince años, Bartolomeu fue enviado a la Universidad de Coimbra a continuar sus estudios, destacando en física y matemáticas.
Ingresó en la Compañía de Jesús que en aquella época atraía a todos los talentos jóvenes y dentro de la orden se dedicó a viajar por Europa, captando todo el movimiento intelectual de la época.
En 1709, puso en práctica un experimento que se le ocurrió años antes a raíz de una observación rutinaria. Por alguna razón que no es conocida, estaba realizando un trabajo con pompas de jabón y observó cómo una de ellas, al pasar ante la vela que le servía para alumbrarse, ascendía rápidamente.
Estudiando aquel fenómeno llegó a la conclusión de que el aire al calentarse ascendía, por lo que tuvo la ocurrencia de experimentar con una gran bolsa de aire al que calentó para que ascendiera. Realizó varios experimentos y por fin el cinco de agosto de 1709, presentó en público y ante el rey de Portugal, Juan V, su “Máquina para andar por el aire”, para la que, meses antes, había obtenido del propio monarca un privilegio de invención, que es como se llamaba entonces a las patentes sobre inventos. El globo ascendió dentro de una sala y los criados lo derribaron por creer que el fuego que calentaba el aire interior podía prender los cortinajes. Días después realizó una nueva experiencia al aire libre en donde el globo ascendió y descendió sin dificultades.
En relación con la fuente de calor, en un códice de la Universidad de Coimbra se lee: “Varios espíritus, quintaesenciados y otros ingredientes con luces por abajo”.
La demostración tuvo lugar en la Casa de Indias de Lisboa y presente en la misma estuvieron altas magistraturas del estado portugués, diplomáticos extranjeros y dignidades religiosas, entre las que se encontraba en Nuncio del Papa en Portugal, Michelangelo Conti, que llegaría a ser Papa con el nombre de Inocencio XIII.
La máquina voladora de Gusmao tenía por nombre “Passarola” y nunca más fue vista en público.
Instigados por el Nuncio Apostólico, perteneciente a una parte de la Iglesia que en aquellos momentos odiaban ciegamente a los jesuitas, el Arzobispo Conti se las arregló para que todo el público interpretara aquel fenómeno como una obra del diablo, toda vez que ningún objeto más pesado que el aire podría elevarse por causas naturales.
No sólo se limitó a vituperar de aquella manera el invento, sino que reprendió al jesuita, prohibiéndole que volviera a realizar prácticas pecaminosas como aquella.
La Inquisición se ocupó del padre Gusmao, el cual, viendo que su invento no se podría perfeccionar y asustado por las amenazas que le llovían, buscó refugio por Inglaterra, Francia, Holanda y otros países que recorrió aprendiendo todo cuanto veía. Regresó a Portugal en 1716 y durante cuatro años actuó en la Justicia como procurador del Rey, siendo una de las pocas personas que gozaban de la confianza de Juan V, monarca portugués.
Envuelto en un lío con varias representantes del sexo femenino, a pesar del beneplácito real, se vio obligado a abandonar nuevamente Portugal, buscando refugio en España. En Toledo se ocultó hasta su muerte, ocurrida el 18 de noviembre de 1724, sin que hubiese cumplido los cuarenta años.

El Jesuita Bartolomeu L. Gusmao

En realidad lo que el padre Gusmao hizo volar fue un sencillo globo relleno de aire caliente, aunque en el privilegio que ya el rey le había otorgado y en la mente del inventor, habían tomado forma otros modelo de globos los cuales tendrían aplicaciones en el terreno militar y en el transporte de personas y con el que había manifestado al rey que se podrían sobrevolar todos los territorios, incluso los próximos a los Polos de la Tierra.
Parece ser que tenía bastante perfeccionado un sistema para mantener el aire caliente, si bien, por desgracia no nos ha llegado ninguna descripción del mismo. Tampoco sabemos nada de lo que él llamó máquinas para andar por los aires y que a raíz de sus propias manifestaciones debería estar equipada de elementos para dirigirla.
Todos sus documentos fueron destruidos, o al menos eso es lo que se dice a raíz de que una comisión de científicos se trasladara Portugal para estudiar el ingenio del jesuita. Es posible que un hermano suyo, también religioso y persona influyente en la corte portuguesa, hubiese rescatado parte de aquella documentación, pero jamás se ha sabido nada de ella.

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