Publicado el 13 de noviembre de 2011
Las desgracias nunca vienen solas. Es
un dicho muy antiguo y muy cierto y es que a toda la situación de
crisis que está viviendo el mundo hay que sumar desgracias como el
reciente terremoto de Japón, el posterior tsunami, la crisis en la
central nuclear y la guerra de Libia. En fin, para no estar
tranquilos.
Pero nuestro mundo está acostumbrado
a las desgracias y una vez tras otra se repone y sale adelante; hoy,
con la ayuda y el esfuerzo de todos, hace siglos, con el coraje y
valentía de unos pocos.
Y entre esos del coraje se encuentra
la persona que da título a este artículo. El Conde
de Superunda.
¿Y quien era este conde de tan
extraño nombre?
Hay que remontarse un poco en la
historia y situarnos a mediados del siglo XVIII y en las llamadas
Indias Occidentales y más concretamente en el Virreinato del Perú.
Por Real Cédula de 24 de diciembre de
1744, extendida por Felipe V casi al final de su reinado, se nombró
virrey del Perú a José
Antonio Manso de Velasco y Sánchez de Samaniego,
en aquel momento, gobernador de Chile.
Manso de Velasco
nació en 1688 en Torrecilla de Cameros, La Rioja, en el seno de una
familia que por los apellidos, no parece necesario explicar en qué
situación se encontraba y más en aquellos tiempos. Muy joven
ingresó en el ejército con el que participó en la Guerra de
Sucesión, el Sitio de Gibraltar, la conquista de Orán, y varias
expediciones militares, las guerras de Italia y muchas otras acciones
militares, en las que siempre destacó, siendo ascendido por méritos
de guerra en varias ocasiones, hasta que en la corte se fijaron en él
y fue nombrado Gobernador de Chile en 1736. El 15 de noviembre del
año siguiente, llegó a la capital del territorio.
Ocupó el cargo hasta 1744 en que se
le nombró Virrey del Perú, llegando a Lima a mediados de julio del
año siguiente.
Era virrey, por tanto, cuando
aconteció en la costa del Pacífico, un tremendo maremoto que,
seguido por un tsunami, produjo enorme devastación en muchos miles
de kilómetros de la costa del Pacífico y hacia el interior.
En aquella época no había
sismógrafos que midieran la intensidad, pero aplicando la escala de
Mercalli, anterior a la de Richter, y que evalúa el terremoto en
función de los daños producidos, su intensidad fue de XI sobre XII,
lo cual da una idea de hasta donde llegó la catástrofe.
Desde hacía más de veinte días, la
población de El Callao, el puerto de Lima, decía observar que del
mar salían exhalaciones de un vapor caliente y que, debajo de la
tierra se oían ruidos como el mugir de miles de vacas y lejanos
disparos de artillería, pero nadie prestó demasiada atención a
aquellas percepciones, hasta que el viernes, veintiocho de octubre de
1746, a las diez y media de la noche, la tierra comenzó a temblar y
no paró por espacio de cuatro largos minutos.
Templos, conventos y edificios
públicos, todos sólidamente construidos, cayeron derribados como si
fueran de papel, mientras una nube de polvo cubría la ciudad de Lima
y su puerto, tan espesa, que según testimonios de la población casi
podía cortarse y hacía imposible la respiración.
En aquel momento la ciudad de Lima
contaba con sesenta mil habitantes y, casi tres mil edificaciones
sólidas, construidas con piedras, se repartían en un diseño
rectangular de ciudad moderna compuesta por unas ciento cincuenta
manzanas de casas.
De todas ellas, solamente veinticinco
consiguieron resistir el temblor de la tierra y más de mil personas
perecieron aplastadas por los escombros en sus propias viviendas,
pues el seísmo sorprendió a la inmensa mayoría de los habitantes
durmiendo.
Casi de inmediato, el mar empezó a
retirarse para volver poco después convertido en una gigantesca ola
de diecisiete metros de altura que pasando por encima de la Isla de
San Lorenzo, penetró en el puerto de El Callao, arrasando todo a su
paso y entrando hasta cinco kilómetros tierra adentro, destruyó
todo lo que estaba en la costa desde miles de kilómetros arriba y
debajo de El Callao.
Hasta las cinco de la mañana se
estuvieron produciendo réplicas del terremoto que pararon y
volvieron horas después, contabilizándose en los diez días
siguientes hasta doscientas veinte réplicas y en el año siguiente,
hasta casi seiscientos temblores de diversa consideración.
Tal fue la destrucción que provocó
aquel maremoto y su consiguiente tsunami que ha sido calificado como
el más fuerte de los padecidos en aquella zona hasta el Terremoto de
Arica en 1868.
Ante el desolador panorama, muchos
pensaron recoger las escasas pertenencias que aún conservaban y
marcharse de aquella ciudad en ruinas, en donde a los pocos días,
los olores de la podredumbre, la insalubridad de las aguas de los
pozos y la escasez de alimentos, la hacían inhabitable, pero ahí
entró en liza el hombre a quien se dedica este artículo, porque el
virrey, lejos de descorazonarse, emprendió de inmediato la ingente
tarea de, primero, asistir a los necesitados, atender a los heridos y
sepultar a los fallecidos, cosa que no era nada fácil pues entre los
escombros aparecían constantemente cuerpos aplastados. Nada más que
en el hospital para los nativos, murieron sesenta personas sepultadas
por el derrumbe.
El puerto de El Callao había sido
arrasado por completo y apenas doscientas personas pudieron salvarse,
de las casi cinco mil que lo habitaban. De nada habían servido las
murallas que se estaban construyendo para proteger el puerto de los
piratas, como Francis
Drake que asolaban
aquellos mares. La primera gran ola sobrepasó sus apenas cinco
metros de altura destruyendo varios paños y dejando la ciudad
nuevamente desprotegida.
Plano
de El Callao antes del terremoto
El empuje personal del virrey, que no
se arredró ante la adversidad, tuvo la virtud de infundir ánimos en
los limeños que contagiados por el ardor del gobernante, se pusieron
manos a la obra para reconstruir la ciudad.
Se tomó gran interés en reconstruir
la Catedral Metropolitana y Primada de las Indias Occidentales, que
así se llamaba la de Lima, en la que se conserva un cuadro del
virrey, retratado precisamente ante su fachada una vez reconstruida.
Mientras en Lima se iban
reconstruyendo los edificios oficiales, los conventos y los
ciudadanos iban reparando sus casas, algunas de las cuales quedaron
completamente arrasadas, en El Callao se inició la reconstrucción
de las murallas, con un planteamiento más robusto, tanto que las
actuales que conservan parte de aquella construcción, como la
Fortaleza del Real Felipe, que fue obra del virrey Manso
de Velasco.
Tal fue el afán que puso en la obra
que a los pocos años la ciudad y el puerto estaban prácticamente
reconstruidos. No pasó su obra desapercibida, tanto que el rey, ya
entonces Fernando VI,
consideró que era de justicia reconocer aquella tarea y por Real
Cédula de 8 de febrero de 1748 le otorgó el título nobiliario de
Conde cuyo nombre eligió el propio monarca: Conde
de Superunda.
No hace falta explicar que significa,
pues parece claro: Súper es grande, enorme y unda es onda u ola:
Conde de la Gran Ola.
Aún siguió el virrey gobernando
aquellas lejanas tierras hasta el año 1761, dejando su impronta como
uno de los más activos de todos los virreyes, de los que éste hacía
el número dieciocho. Creó ciudades a lo largo de todo el virreinato
y declaró el tabaco artículo estancado, anticipándose a lo que se
haría después en España.
Cuando tenía setenta y un años y se
encontraba viejo y cansado, solicitó ser relevado de su cargo,
petición que le fue admitida, nombrando el rey a Manuel de Amat y
Juniet, militar y gobernador de Chile, como nuevo virrey.
El viejo virrey esperó un barco que
lo devolviese a la Madre Patria por la ruta de Panamá, pues la
travesía del Cabo de Horno se evitaba por su peligrosidad. Tras
muchas vicisitudes llegó a la isla de Cuba, donde debía esperar a
otro navío para hacer la última parte de la larga travesía. No
tuvo suerte en esa etapa, pues el día cuatro de enero de 1762, Jorge
III de Inglaterra había declarado la guerra a España, lo que
traería funestas consecuencias para la Isla de Cuba y para el
virrey.
Consideraba Inglaterra que el Pacto de
Familia que los Borbones franceses y españoles habían firmado
podría perjudicarle mucho, por lo que se opuso y terminó por
declararnos unilateralmente la guerra.
En consecuencia, ante el puerto de La
Habana se presentó una poderosa escuadra inglesa con la intención
de tomar la ciudad.
La armada, al mando del almirante
George Pockock
se avistó en La Habana la mañana del 6 de junio de 1762. Desde lo
alto de la fortaleza del Morro, el vigía advirtió la presencia de
muchas velas en el horizonte que al ir acercándose se convirtieron
en navíos de línea y fragatas británica, que traían la intención
de tomar la isla. En la armada, además del personal de marinería,
venían embarcados catorce mil soldados de tropas escogidas al mando
del general Augusto Keppel.
La potencia de fuego británica quedó
pronto de manifiesto y desde la mañana del día siete estuvo
machacando las fortificaciones que quedaron arrasadas por un fuego
ininterrumpido, durante sesenta y siete días, tras los que abatidas
las defensas españolas, atestados los hospitales de heridos y a
rebosar los cementerios y no sólo del fuego inglés, sino de la
tremenda epidemia de vómito negro que se había producido en la isla
desde el verano anterior, los responsables de la defensa decidieron
izar bandera de tregua y a las dos y media de la tarde del día ,
cesó el fuego.
En el lado español se habían
producido escenas de heroísmo sin límites, pero fueron inútiles
ante el potencial bélico del enemigo que había cogido a la isla por
sorpresa y, como siempre, escasas en material y efectivos militares.
Mil muertos en el bando español y
criollo, contra mil setecientos en el bando británico, hablan de la
numantina defensa que se hizo, pero que al final resultó inútil.
El Conde
de Superunda, como
militar de mayor graduación de cuantos se encontraban en la Isla de
Cuba, fue nombrado Gobernador de Cuba y Presidente de la Junta
Consultiva de Guerra, cargo que le entrega Juan de Prado
Portocarrero, al que pertenecía dicho cargo.
Tras la declaración de tregua,
ofrecida por los españoles el once de agosto, fue hecho prisionero
por los ingleses que lo trasladaron a Cádiz, en donde fue mal
recibido y fue entregado a la justicia militar considerándosele
responsable de la rendición de la plaza y del oprobio que causaba a
la corona las condiciones en las que se había rendido.
La sentencia estaba dictada antes que
se celebrara vista alguna contra el anciano general que fue condenado
a cien años de suspensión de todo cargo militar y confinado en la
ciudad de Granada.
De nada sirvieron sus años de
servicio a la Patria. De nada que su comportamiento hubiera sido
heroico durante toda su vida. De nada que hiciera lo que hiciera, la
superioridad británica hubiera terminado por conquistar La Habana,
causando muchos más desastres de los ya acarreados y de nada, que se
expresaran las condiciones en las que se encontraban las defensas
españolas, escasas de hombres y material, diezmadas por una tremenda
epidemia de fiebre amarilla que en América se conocía como “vómito
negro”. De nada, tampoco, la forma en la que se había visto
envuelto en aquel doloroso suceso y cómo aceptó responsabilizarse
del mismo cuando era evidente que no le correspondía semejante
responsabilidad.
Murió en 1767, cuando contaba setenta
y nueve años de edad, pobre, despreciado y en el mayor anonimato, en
la ciudad de Priego, provincia de Córdoba, a donde se había
retirado cuando le liberaron de la prisión que padeció. Allí, en
la iglesia de San Pedro, reposan los restos de un héroe ignorado que
consagró toda su vida al servicio de España.
Quizás vaya siendo hora de que reciba
la atención que se merece, aunque sólo sea porque los terremotos
están de dramática actualidad.
Retrato del Virrey ante la
catedral de Lima
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