sábado, 27 de abril de 2013

¿SANTO O HEREJE?







Desde la más remota antigüedad todas las religiones han tenido lugares sagrados a los que sus fieles se han dirigido en santas peregrinaciones.
Benarés, La Meca, Jerusalén, Santiago de Compostela, Fátima, Lourdes y un larguísimo etcétera, componen todo un conjunto de lugares que recibieron, a través de sus peregrinos, la cultura, el arte, el impulso económico y muchísimos beneficios de todo tipo.
En España, en Europa, me atrevería a decir, Santiago de Compostela fue el punto de peregrinación que más importancia tuvo en toda la Edad Media y posteriormente, hasta el punto de seguir siendo en la actualidad el más importante destino de peregrinación. A través de sus variados caminos que convergían en la ciudad gallega, millones de peregrinos caminaron para rendir culto al Santo Apóstol allí enterrado, porque, desde los albores del cristianismo, se ha tenido por cierto que Jacobo el Mayor, como es conocido en los Evangelios y que fue el primer mártir por la fe que murió decapitado alrededor del año 43 por orden de Herodes Agripa, había sido enterrado allí.
Tras su decapitación, su cuerpo fue arrojado para que fuera devorado por la fieras, pero sus discípulos, Atanasio y Teodoro, lo recogieron y lo trajeron a Hispania, donde había estado predicando con escaso éxito, llevándolo por mar hasta Compostela, en donde, se dice, está enterrado. Sant Iacob se transformó luego en Santiago y así ha perdurado a lo largo de siglos, pero incluso su peregrinación se llama Jacobeo.
Sin embargo, aparte de que no existe ninguna constancia de que el apóstol hubiera estado nunca en la Península Ibérica, el llegar predicando desde Galilea hasta Galicia, por más que sus nombres se parezcan, resulta poco creíble.
En primer lugar porque hasta que Saulo de Tarso, nuestro San Pablo, no se incorpora al elenco de apóstoles, éstos tenían bien claro que las enseñanzas del Nazareno había que impartirlas entre los judíos y no entre los gentiles, es decir, aquellos que no profesaban el judaísmo.
Tanto es así que, en un sentido puramente figurado, el primer cisma que ocurre en el seno de aquella incipiente congregación se establece entre Pedro y Pablo, cuando el primero mantiene que sólo se ha de predicar las enseñanzas de Jesús a los circuncidados, mientras que el otro quiere extenderla a todos cuantos quieran oír las prédicas.
Santiago era de la “cuerda” de Pedro, por tanto no parece muy plausible que se desplazara hasta tan lejos, a un lugar en el que no había judíos a los que predicar y, además, no se hablaba ni arameo, ni griego ni la lengua del imperio, sino la céltica, por lo que las dificultades de entendimiento serían grandes y aunque nos cuentan que la iluminación del Espíritu Santo proporcionó a los apóstoles el don de lenguas, es difícil creer que así fuera.
Pero aún siendo ésta, razón de bastante peso, no importa demasiado a la historia, porque una cosa es lo realmente sucediera y otra lo que el pueblo está dispuesto a creer que sucedió.
Hubieron de pasar muchos años, siglos, hasta que a finales del VIII de nuestra Era, un pastor se dirigió al obispo de Iria Flavia diciéndole que en unos campos cercanos había visto el fulgor de una estrella sobre un punto concreto del bosque y escuchado unos cánticos celestiales. El obispo con su comitiva y acompañando al pastor, se dirigió a los bosques en donde decía observarse aquel fenómeno y encontró una lápida que cerraba una tumba en cuyo interior había tres cuerpos, uno de ellos con la cabeza separada del tronco.
Sin pensarlo dos veces y asociando la decapitación que el apóstol había sufrido, relacionó aquella tumba con Jacobo el Mayor.
No existe ningún otro documento de rigor que hable de la posibilidad de que los restos encontrados correspondan al mencionado apóstol.
El obispo, como es natural, puso su descubrimiento en conocimiento del Papa León III que se apresuró a dar veracidad al descubrimiento, el cual fue también certificado por Carlomagno ya que ambos necesitaban de un buen acicate que impulsara la lucha contra los musulmanes que amenazaban Europa y que, de momento, habían sido detenidos en Poitiers; y qué acicate mejor que la aparición del santo apóstol junto a las huestes cristianas.
Muy pronto se levantó una capilla en aquel Campo de la Estela que sería luego Compostela y seguidamente el santo apóstol, montado sobre un refulgente caballo blanco, comenzó a aparecerse a las tropas que se enfrentaban a los invasores. El colmo del poder que aquella tumba ejercía queda constatado cuando el más temible caudillo musulmán, el algecireño Almanzor, que asoló Galicia, respetó las cristianas reliquias. El pueblo, necesitado de fe, se daba a interpretar todos los signos favorables como intercesión del apóstol y no faltó quien impulsado por la fe ciega emprendiera la marcha hasta el santo lugar, convirtiéndose así, con el paso de los siglos en el lugar de peregrinación del que hemos hablado.
Pero hubo una época en la que la fe pareció apagarse y fue cuando el obispo San Clemente, acuciado por el asalto que el pirata Francis Drake hizo a La Coruña, decidió ocultar la reliquia tras el altar mayor y allí permaneció olvidada durante muchos años, decayendo notablemente el flujo de peregrinaciones, hasta que a finales del siglo XIX se reencontraron nuevamente y se despertó el entusiasmo popular que no ha decaído hasta el presente.

Cofre en el que se conservan los supuestos restos del apóstol

Pero si no es Santiago quien está enterrado en Compostela ¿a quién pertenecen entonces los restos que por tanto siglos se veneran?
No es fácil saberlo, sobre todo porque la Iglesia no ha permitido que dichos restos fueran debidamente estudiados. Solamente cuando reaparecieron tras el altar mayor, se permitió que un forense los examinara, el cual, con la técnica del siglo XIX, se atrevió a decir que eran los despojos de una persona que vivió en el siglo I y ya no quedó duda de a quién pertenecían.
Celosa por guardar la fe que ha movido a tantas personas a peregrinar hasta Compostela, la Iglesia se ha negado sistemáticamente a que dichos restos fueran examinados, lo que, además de no dejar aclarar nada, da pie a que numerosas especulaciones se vayan produciendo. Y en ese correr de la noticia, han ido tomando cuerpo diversas teorías que la heterodoxia, a la que somos tan propensos, ha puesto nombres.
Y el primero y el más importante de todos es el de Prisciliano, por cierto uno de los primeros heterodoxos que aparecieron en la recién nacida Iglesia.
Al parecer, Prisciliano nació en Galicia alrededor del año 340, cuando el cristianismo empezaba a tener la pujanza que el Concilio I de Nicea le dio al reconocerlo como religión oficial del Imperio Romano.
Persona de gran carisma, tenía una enorme habilidad dialéctica, unida a una inteligencia muy clara y una exquisita preparación, para aquel tiempo. Como muchos otros de su época, aceptaba como verídicos los Evangelios Apócrifos que fueron apartados del Canon por voluntad personal de quienes regían el destino de la incipiente congregación cristiana y sin más criterios que el de no coincidir con la estrategia que ya había sido trazada y que era considerada la piedra angular en la que todo se sustentaría.
Su posición lo convirtió rápidamente en hereje, pero no en cualquier clase de hereje sino en uno de los más influyentes y que pudo incluso producir un cambio importante en el cristianismo y todo porque sus ideas tuvieron una enorme influencia en la comunidad gallega, extendiéndose luego a la Iglesia en general.
Acusado formalmente de herejía, el pueblo lo aclamó y nombró obispo de Ávila con la intención de salvarlo, pero aun así fue excomulgado.
Confiando en poder defenderse ante el Papa Dámaso, paisano suyo, y el obispo de Milán, Ambrosio, los dos personajes más influyentes del momento, inicia una larga peregrinación hasta Roma, en donde el Pontífice se niega a recibirlo, lo mismo que ocurre en Milán, por lo que se dirige a Tréveris, una ciudad en el centro de Europa, actualmente en Alemania y que era la residencia de verano del emperador del Sacro Imperio.
Muy fuerte tendría que ser, en aquellos momentos, la doctrina de Prisciliano, porque toda la jerarquía católica le teme y así, en Tréveris, el brazo secular del imperio, instigado por el Vaticano, emprende una acción legal contra él que termina con su muerte por decapitación.
¡Qué curiosa coincidencia! Jacobo el Mayor muere como primer mártir a manos del rey judío; Prisciliano es también el primer hereje al que la curia tiene a bien sacrificar para impedir que su herejía siga prosperando.
Cada uno a su manera, son los primeros mártires, solo que con trescientos años de diferencia.
Los seguidores de Prisciliano, que lo habían acompañado en todo aquel largo itinerario, recogieron su cuerpo y lo trajeron a Galicia y por más de doscientos años el germen de la doctrina del hereje Prisciliano tuvo plena vigencia y numerosos seguidores.
Por muchos años se ocultó cual era el verdadero fundamente de la doctrina herética de Prisciliano, negándose la Iglesia a dar satisfacción a esa demanda, pero en 1885 se encontraron en la Universidad de Worzburgo, una de las más antiguas y prestigiosas de Alemania, unos documentos del siglo V en los que se reproducen once textos con la doctrina priscilianista que demuestran que sus posiciones no eran sino críticas a las actitudes de la Iglesia y a la manipulación que de los textos sagrados se había hecho. Por eso, en la actualidad, se le considera un precursor de la Reforma Luterana y una persona tan influyente que estuvo a punto de cambiar el curso de la Religión Católica.
Que su cuerpo sea el que está enterrado en Compostela y el que recibe la veneración de tantos millones de peregrinos, es algo que creen personas de la talla de Menéndez Pelayo, Unamuno, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Francisco Singul, el asesor cultural del Jacobeo o toda una autoridad en la materia, Henry Chadwick, profesor de la Universidad de Oxford.
Sería gracioso que se estuviese venerando al primer hereje mártir, ejecutado por decisión de la Iglesia, en vez de al Santo Apóstol.

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