sábado, 18 de mayo de 2013

¡A TIERRA, PUTO!






A veces pienso que es casi normal que haya episodios de la historia de España que hayan pasado desapercibidos, incluso ignorados, a pesar de tener mucha importancia y es que siendo nuestra historia tan extraordinariamente rica y extensa, parece lógico que así ocurra.
Durante toda la Edad Media, la existencia de los diferentes reinos peninsulares, amontonó los acontecimientos de tal manera que solamente los más destacados alcanzaron popularidad, mientras que otros han pasado casi inéditos.
En mi afán por sacar a la luz estos episodios, a veces me encuentro con verdaderas perlas conservadas en vetustos arcones. La de hoy es una de ellas, conocida por escasos estudiosos de la historia, algún curioso que haya escudriñado en acontecimientos insólitos y otros, como yo, que lo haya encontrado por pura casualidad.
A mediados del siglo XV, Castilla vivía tiempos convulsos. Reinaba Enrique IV, de la casa de Trastámara, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de El Impotente, el cual estaba casado con Blanca de Navarra, pero que tras varios años de matrimonio sin consumar, el Papa le concedió el divorcio.
No era intención del monarca permanecer soltero, pues ya había concertado un nuevo matrimonio con Juana de Portugal, hermana del rey de aquel país, pero para eso había que desmontar el rumor que cada vez tomaba más cuerpo sobre la impotencia de Enrique. Para eso, algunas damas de la corte se prestaron a declarar que ellas habían tenido trato carnal con el rey que se había mostrado totalmente normal.
Así, con la connivencia de la Iglesia, se declaró que el rey estaba bajo los efectos de un maleficio que le había impedido consumar el matrimonio con Blanca, pero que con el resto de mujeres era persona normal.
Un episodio de lo más acomodaticio y a los que la Iglesia, según vemos, se ha prestado desde siempre, que se sustentó en la duda creada sobre la virilidad del rey.
Gregorio Marañón en su Ensayo Biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, ya comenta que no hay certeza sobre las capacidades del rey, puestas en duda por algunos cronistas de la época, tenuemente defendidas por otros y tachada de pura calumnia por alguno.
Pero no quiero aquí hablar de lo que ya han hablado los que verdaderamente entienden de historia, de psiquiatría y del ser humano, no; quería hablar de algunas otras cosas que ocurrieron durante el reinado de ese infortunado rey.
Era hijo primogénito de Juan II y había heredado así el trono de Castilla; tenía dos hermanos, un varón, Alfonso y una mujer, Isabel.
Pero sobre todo tenía, desde muy joven, escasa voluntad y poco carácter. Su padre le había colocado una especie de preceptor, amigo y compañero de andanzas llamado Juan Pacheco que levantaba excesivos recelos en la corte.
No era, ciertamente, la casa Trastámara, una monarquía muy fuerte, mientras que la nobleza si que gozaba de una posición muy poderosa. Y al frente de aquella nobleza, el personaje más poderoso de la época, don Álvaro de Luna, Condestable de Castilla, Maestre de la Orden de Santiago y valido que fue del rey Juan II. A su lado se colocaban los Infantes de Aragón, que a pesar de su nombre, ejercían todo su poder en Castilla.
Las cosas con el rey Enrique no iban a satisfacción de estos nobles que incluso llegaban a ver una relación homosexual entre el rey y su amigo y consejero Pacheco.
Tras la boda con Juana de Portugal, pariente de los Infantes de Aragón, la reina quedó embarazada, pero nadie creyó que Enrique fuera el padre y esa paternidad fue atribuida a otro de los validos del monarca, Beltrán de la Cueva e inmediatamente a la hija, nacida en 1462, se le apodó la Beltraneja.
Este es un episodio muy conocido de nuestra historia y constituye una muestra de los tremendos bandazos que daban las monarquías para asegurarse la sucesión, pues, teniendo una hija, el propio rey propone como sucesora a su hermana Isabel, siempre que esta se case con un príncipe que él elija. Es lo que se conoce como el Tratado de los Toros de Guisando, firmado en 1468.
Pero antes de eso, la nobleza castellana protagonizó un lamentable espectáculo que es el que da lugar al título de este artículo.
Desde que Beltrán de la Cueva ha obtenido el favor del rey y de la reina, el amigo de la infancia, Juan Pacheco, marqués de Villena ha pasado a un segundo plano que no acepta y tras los primeros escarceos y exhibición de armas, sin desenfundar, se ofrece al rey de Francia y luego, se coloca descaradamente contra su antiguo amigo. Liderando a la nobleza castellana, reúne a su alrededor a lo más granado del momento que junto a la iglesia, a la que hace ver el carácter ilegítimo de la infanta Juana, predispone contra el rey.
Pero para que haya conspiración tiene que haber un recambio para el monarca y ese repuesto lo encuentra en Alfonso, hermano del rey que no tiene ninguna posibilidad de reinar.
Pero eso no importa y en un acto que ha pasado a la historia como La Farsa de Ávila, escenifican teatralmente una deposición del rey.
El cinco de junio de 1465, junto a las murallas de la ciudad, colocan un estrado y en él lo que hace parecer un trono, sobre el que colocan un monigote vestido con ropas regias de color negro y todos los atributos del monarca de Castilla. En el curso de la representación que tiene lugar, los nobles castellanos y los obispos y arzobispos asistentes, van detallando las iniquidades del  rey Enrique IV; hacen sus acusaciones de impotente, indolente, homosexual, amigo de los moros y cornudo consentido, tras lo cual dictan un veredicto que se cumple de inmediato.
El arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, desposee al muñeco de la corona, el conde de Plasencia le quita la espada, el de Benavente lo hace con el cetro y al final, para dar mayor dramatismo a la grotesca escena, el hermano del conde de Plasencia derribó el muñeco a la vez que gritaba: “A tierra, puto”.

Grabado de la Farsa de Ávila


De inmediato, subieron al estrado a Alfonso y al grito de “Castilla, por el rey don Alfonso”, lo proclamaron rey y lo invitaron a gobernar con el nombre de Alfonso XII.
Pero el nuevo rey, creado por aquellos disidentes, carecía de cualquier crédito entre la inmensa mayoría de los nobles, caballeros y demás habitantes del país que lo consideraron como un muñeco en manos del antiguo valido, ahora preterido y el sabio pueblo, sin hacer causa común con los cismáticos nobles, permaneció leal a Enrique.
Fue esa la causa de una agitación general en toda Castilla que afortunadamente tuvo poca trascendencia y que se acabó dos años más tarde con la muerte del infante Alfonso.
Pero el que está herido en su amor propio, no ceja en su tarea conspirativa y como la infanta Isabel acató la voluntad de su hermano, el rey, de inmediato se pusieron de parte de Juana La Beltraneja y a la muerte del rey, ocurrida en 1474, se opusieron abiertamente a la coronación de Isabel, estallando la que se conoció como Guerra de Sucesión Castellana que se prolongó por cinco años, hasta la victoria final de los partidarios de Isabel.
Aquella farsa dio lugar a una rebelión de la nobleza contra la corona que tuvo consecuencias muy importantes para la posteridad.
Envalentonados, los disidentes se atrevieron incluso a buscar apoyos en Portugal y en Francia y los obtuvieron casando a la Beltraneja con el rey Alfonso V de Portugal.
Tras la decisiva batalla de Toro, en donde no hubo un claro vencedor, pero que provocó la retirada de los portugueses a su país, se consolidó la posición de Isabel que ya sin rival, ofreció a su sobrina la posibilidad de casarse con el infante Juan que acababa de nacer y que aquella declinó, ingresando en un convento.
La consecuencia más destacada que se inició con aquella farsa fue la pérdida de todo el poder militar de la nobleza, lo que permitió la creación de un estado moderno y fortalecido, aunque en el terreno económico los nobles continuaron ejerciendo un gran poder e influencia.
El episodio fue tan intrascendente que el nombre de Alfonso XII no quedó registrado en los anales y su ordinal fue ignorado completamente, debiendo pasar cuatro siglos hasta que otro rey volviera a llevarlo.
Un dato curioso e incluso chocante es que, entre los partidarios de Isabel, se encontraba Beltrán de la Cueva, el supuesto padre de Juana de Trastámara que luchaba por convertirse en reina.

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