viernes, 26 de diciembre de 2014

¿UNA LEYENDA HISTÓRICA?




Hace unos meses llegó a mis manos un libretillo en el que se compendiaban una treintena de leyendas cordobesas que fui leyendo poco a poco, encontrándolas a casi todas interesantes, aunque bastante escasas de contenido.
Pero alguna sí que estaba bien informada y ofrecía una visión de la leyenda que resultaba amena e instructiva.
Esto le sucedía a una que se titulaba Leyenda de los Comendadores de Córdoba y que empezaba diciendo que estaba basada en un hecho histórico ocurrido en aquella ciudad, a mediados del siglo XV, concretamente en 1448.
El hecho de que una leyenda se base en un hecho histórico contrastado le da, a mi entender, mucha más fuerza, pues al ser un suceso real, la imaginación lo puede haber coloreado en sus formas, pero su fondo será el que la historia haya documentado.
Habla esta narración de un personaje de existencia contrastada, don Fernando Alfonso de Córdoba que, fallecido en 1478, está sepultado en la capilla de San Antonio Abad, en la Mezquita Catedral de Córdoba.
Uno de los caballeros más importantes de la ciudad de Córdoba, contaba entre los Veinticuatro, cargo equivalente a lo que en la actualidad sería un concejal del ayuntamiento y que existía solamente en algunos municipios importantes de Andalucía.
Indudablemente emparentado con el que luego se conocería como el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, su antecesor, Fernando Alfonso también supo lo que era gozar de la amistad del rey Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica. Se ve que los Trastamara tuvieron debilidad por los Córdoba.
Fernando Alfonso estaba casado con doña Beatriz de Hinestrosa, dama bastante más joven que él y que a su lozanía añadía una belleza poco común, además de una simpatía y dulzura de carácter que la hacían verdaderamente adorable.
El matrimonio era la envidia de Córdoba pues a la inmensa riqueza del marido, se unía el amor inquebrantable que se profesaban. Sin embargo, pesaba sobre la pareja el hecho de no haber tenido hijos que perpetuaran su dicha.
Fracasados  cuantos intentos de brujos y curanderos prometieron conseguirle la deseada descendencia, el matrimonio optó por dejar toda actividad cortesana y retirarse a sus propiedades con la intención de realizar una vida alejada de las perturbaciones y ajetreos que pudieran turbarles el ánimo y dedicarse por entero el uno al otro.
Al conocer el rey que el caballero se alejaba de su lado, le regaló un bellísimo anillo como prueba de amistad, reconocimiento de gratitud hacia los servicios prestados por el cordobés y como recuerdo del tiempo que habían pasado juntos.
Tal era el amor de Fernando por su esposa que el anillo terminó entre las posesiones de Beatriz, como prueba más que evidente del amor que por ella sentía.
Poco tiempo después, recibieron la visita de los primos del caballero que a su vez eran hermanos gemelos llamados Fernando y Jorge de Córdoba y Solier que además, eran hermanos del obispo de Córdoba y caballeros de la Orden de Calatrava, una de las cuatro órdenes militares españolas.
Los dos caballeros eran jóvenes y apuestos, y tan iguales que ni siquiera sus padres tenía facilidad para distinguirlos.
La vida en la casa señorial del matrimonio cambió y se sucedieron fiestas y celebraciones en honor de los calatravos, en las que Beatriz brillaba siempre con luz propia.
El caballero Jorge comenzó a sentir una incontrolable pasión por Beatriz, de la que se enamoró perdidamente, siendo consciente de que nunca tendría ni siquiera la posibilidad de declararle sus sentimientos, pero el destino es azaroso y quiso que el ayuntamiento de la ciudad tuviese absoluta necesidad de hacer una importantísima petición al rey y quien mejor que el Veinticuatro Fernando Alfonso, amigo personal del monarca, para exponerla.
En contra de su voluntad, pero acuciado por el cumplimiento del deber, el caballero partió hacia la corte, en aquellos momentos en Valladolid, donde las gestiones cortesanas se complicaron de tal manera que impedían al caballero volver a Córdoba junto a su querida esposa, la cual le escribía encendidas cartas de amor, único consuelo a la soledad que en las frías tierras castellanas sentía el cordobés.
Pasaron hasta tres meses y las cartas de Beatriz se fueron distanciando en el tiempo así como bajando de la inflamación amorosa que tuvieron, lo que llenó al caballero de un notable desasosiego que alcanzó su máxima expresión cuando recibió una corta misiva de unos de sus criados más fieles en la que le conminaba a regresar a Córdoba lo antes posible.
Estaba decidido a volver pero sus gestiones no habían culminado y no era oportuno dejar a medias una tan importante negociación, cuando el mismo rey estaba en ella inmerso y así, resignado, contempló un día cómo aparecía en la corte su primo el calatravo Jorge que acudía también a una entrevista con el rey.
Aquel encuentro fue balsámico para el caballero, pues le permitió tener noticias certeras del estado de su querida esposa a la que Jorge alabó y ensalzó por demás.
Mantuvo Jorge su real entrevista y regresó a Córdoba de inmediato, mientras el rey mandaba llamar de urgencia al caballero cordobés.
Visiblemente enojado le recriminó que aquel anillo que con tanto afecto le había regalado, luciera ahora en un dedo de su primo, el calatravo, acción que consideraba una afrenta hacia su regia persona.
Fernando Alfonso no sabía de cierto a qué se estaba refiriendo el rey y así se lo hizo saber, a la vez que empezó a comprender la situación por la que estaba pasando aun cuando la había ignorado hasta ese momento en que comprendió que si había perdido la joya que su esposa guardaba, también había perdido su honra.
De hinojos, casi sin poder hablar, solicito de su rey permiso para retirarse a su tierra a recuperar anillo y honor.
A revientacaballo, regresó a Córdoba, donde halló a una Beatriz más encantadora y enamorada que nunca, tanto así que empezó a dudar de sus propias convicciones, creyéndolas una mala pasada de las casualidades.
Pero su fiel criado le devolvió a la realidad y le explicó, con todo género de detalles que Beatriz y Jorge eran amantes y que su propio lecho había sido mancillado en innumerables ocasiones, mientras el otro gemelo, Fernando, hacía lo propio con la prima de la señora que era su dama de confianza.
La leyenda continúa con el desenlace de estos hechos que se produce tras una supuesta partida nocturna de caza en la que el caballero Veinticuatro invita a sus primos que, por supuesto, declinan el ofrecimiento, para reunirse tan pronto como el caballero se marcha, con sus amantes, con las que cenaron y bailaron, mientras el caballero, sigilosamente se introducía en la vivienda a través del jardín, para sorprender a la adúltera en el lecho conyugal, matando a ambos y al otro gemelo que acudió a los gritos, así como a la prima de su fallecida esposa.
La leyenda sigue diciendo que no pararon ahí las muertes y cuantos tuvieron alguna intervención en aquella felonía y conocieron de su deshonra sin denunciarlo, encontraron la muerte.
Cumplida su venganza, Fernando Alfonso desapareció con su leal criado, tratando del olvidar la tremenda desgracia que le había acaecido.


Recreación imaginaria de la muerte de los amantes

Cuando llegué a este punto de la lectura, sabía, estaba completamente seguro de que la historia no era original. Yo había leído algo muy similar a lo que la leyenda cordobesa narraba, pero no sabía bien qué era.
Estuve pensando en eso durante varios días, hasta que empecé a hacer memoria y centrar en qué libro podía haber leído una narración similar a aquella y de pronto me acordé.
Era yo muy joven cuando compré, en el Círculo de Lectores, una recopilación de cuentos de Las mil y una noches, una de las obras más eróticas que en aquellos tiempos se podían leer y que me dejó boquiabierto.
El libro tiene más de mil páginas y está entre mis libros más antiguos, así que lo cogí y sopesándolo, me propuse encontrar aquel pasaje entre tantas páginas.
Afortunadamente no tuve que buscar mucho, es más, no tuve que buscar nada porque la historia que yo no conseguía recordar es el punto de partida del libro.
Schahriar y Schahzaman, eran dos hermanos, reyes cada uno en su reino, en donde gobernaban con justicia, recibiendo el cariño de sus pueblos.
Cierto día Schahzaman deseó a visitar a su hermano y emprendió viaje, pero al llegar la noche recordó que no ha cogido el regalo que quería hacerle y volvió solo a palacio, encontrando a su esposa en el lecho abrazada a un esclavo negro.
Sacando  su alfanje y acometiéndoles, los dejó muerto sobre los tapices de la cama matrimonial y continuó su viaje.
Su hermano el rey Schahriar se alegró mucho de verlo, pero lo encontró triste y abatido, preguntándole cual era la causa de tanta tristeza, a lo que su hermano no quería contestar.
Para distraerle, Schahriar, le propuso ir de caza, pero su hermano no aceptó, por lo que fue solo a la cacería.
No bien hubo marchado su hermano, el rey, Schahzaman se asomó por una ventana al jardín de palacio, en donde vio aparecer a su cuñada, la reina, acompañada de veinte esclavos y veinte esclavas. La reina llamó a un esclavo negro que acudió hasta ella, abrazándose y gozándose, momento en que los demás esclavos y esclavas comenzaron a hacer lo mismo.
Schahzaman recobró la alegría con aquella visión, pues era mucho peor que lo ocurrido a él. Contó a su hermano lo que había visto, pero este no quiso creerlo, por lo que montó otra partida de caza, para volver a palacio y esconderse en las alcobas de su hermano, desde donde pudo comprobar la veracidad de cuanto le había contado.
La visión que se contemplaba desde aquella ventana hizo que la razón se ausentase de la cabeza del monarca.
Abandonando el palacio vagaron sin rumbo…
Las mil y una noches es una compilación de cuentos orientales, cuya lectura recomiendo encarecidamente y que yo mismo voy a abordar de nuevo, pues me ha traído gratos recuerdos de muchas horas deliciosas sumergido en ese mágico ambiente oriental. Fue realizada en el siglo IX, por tanto muy anterior a la “histórica” leyenda cordobesa.

Si entre ambas narraciones se ha hallado similitud, júzguese la originalidad de la supuesta leyenda cordobesa, y no se pierda de vista que fue precisamente Córdoba, la capital del Califato, la ciudad por la que la cultura oriental entró en Europa.

viernes, 19 de diciembre de 2014

PERO, ¿QUIEN MATÓ AL CONDE?




A quienes nos gusta la Historia suele ocurrirnos que terminamos decepcionados cuando es llevada al cine.
Eso me ocurrió anoche al ver la película sobre el general Prim que pusieron en televisión.
Un general desvaído, sin definirse demasiado bien y que según las últimas investigaciones realizadas de manera científica sobre su cadáver, que se halló momificado al exhumarlo, las verdaderas causas de su muerte no se compadecen nada con la información oficial que sobre la misma se ofreció y que se presenta en la película.
Pero no es sobre Prim ni sobre la poco afortunada película de lo que quiero escribir; es sobre otro asesinato ocurrido en Madrid, a no mucha distancia del de la calle del Turco (actual Marqués de Cubas), sita a espaldas del Palacio de las Cortes, en el que la nocturnidad y la alevosía, llevaron a sus autores a asesinar impunemente al ocupante de otro carruaje, en esta ocasión también un personaje muy famoso y controvertido en su época, aunque por razones muy distintas.
Vamos descendiendo en el escalafón. Hace unas semanas hablaba de quién asesinó de Napoleón y ésta le toca el turno a hablar de quién acabó violentamente con la vida de un conde.
Conde que, ni por asomo, llega a la popularidad del protagonista imperial, pero sí que era persona de una gran talla intelectual, al que la poca fortuna de nacer en el más esplendoroso momento de nuestra intelectualidad literaria, eclipsó notablemente.
Tuvo una vida tan poco ejemplarizante, fue tan alocado su temperamento, tan comprometedores sus actos y tan peligrosos sus enfrentamientos que tras su muerte, muchas personas respiraron con tranquilidad, entre ellas, el entonces rey de las Españas, Felipe IV.
Juan de Tassis y Peralta, II conde de Villamediana, pertenecía a una familia de rancio abolengo, los Torriano, o Turriano, procedentes de Italia, que llegaron a España en tiempos de Carlos I, en donde rápidamente entraron a formar parte de la corte y en la que fueron ascendiendo hasta que Felipe III otorgó el título de conde de Villamediana al padre del protagonista de esta historia. Título que éste heredó en 1607, a la muerte de su padre y con quince años de edad.
Nació en Lisboa en 1582, cuando España y Portugal eran una misma nación y sobre la que reinaba Felipe II. Sus padres fueron Juan de Tassis y Acuña, Correo Mayor del reino y María de Peralta.
Por la próximidad de la familia al rey, el conde se crió en palacio, recibiendo una esmerada educación en todos los campos, sobre todo en ciencias y literatura en donde hubiera destacado hasta convertirse en una figura de primer orden si no hubiese tenido la poca fortuna de nacer en el Siglo de Oro y ser coetáneo de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Garcilaso de la Vega, Fray Luís de León y tantos otros que conformaron la etapa más gloriosa de nuestras letras, y si su carácter no lo hubiera llevado por tan distintos derroteros.
De una inteligencia vivísima, no llegó sin embargo a completar estudios universitarios y apoyado en su familia y en la gran fortuna personal, se dedicó a lo que realmente le gustaba que era escribir poesía para zaherir a los demás personajes de la época.
Como es natural, esta actividad la realizaba desde el anonimato, pero en aquella época Madrid era un pañuelo dentro del que todos se conocían y los sonetos del conde de Villamediana eran identificados por sus amigos y sus enemigos, aunque no fueran firmados.


El conde de Villamediana

Esta actividad socavada le acarreaba enemigos mortales, pero también le traía amigos que veían en sus sátiras el castigo público que determinados personajes merecían, circunstancia que les hacía admirar al valiente que se atrevía a criticar por escrito a tanto petimetre que rondaba por la corte.
Entre sus amigos, en el gremio de escritores, se encontraba Luís de Góngora; entre sus más encarnizados enemigos, Francisco de Quevedo, quizás un algo celoso de las cualidades literarias del conde, que rivalizaba con él en las pullas sociales.
Pero el de Villamediana no era solamente un agudo observador y un estupendo poeta, además era un empedernido jugador de cartas y dados, un espadachín muy hábil, un toreador y alanceador a caballo muy eficaz y, sobre todo, un mujeriego contumaz.
Destacar en tantos campos en una corte ramplona, no era bien visto por tantos envidiosos que no le llegaban a la altura intelectual ni física. Nadie podía con él jugando a los naipes y no había en la corte jinete y espadachín más hábil.
Su vida era una alocada carrera de juego, riesgo, galanteo y sátira, un cóctel explosivo que en el año 1611, le llevó a un primer destierro de seis años, en los que fue confinado en el reino de Nápoles a las órdenes de su virrey, el conde de Lemos.
Regresó a España con un berrinche descomunal, atacando con sus sátiras la corrupción de la corte y sobre todo, al valido del rey, el poderosísimo duque de Lerma, al que no costó demasiado esfuerzo volver a desterrarlo, esta vez a Andalucía, en donde permaneció tres años, hasta la muerte de Felipe III, ocurrida en 1621.
Su pasión por las mujeres y por el riesgo, en un mismo acto, le llevó a comprometerse al máximo y así, mantuvo amores con Francisca de Távara, una bellísima joven portuguesa, dama de la reina y amante del rey, granjeándose la inquina de éste, como es natural.
En 1622, para celebrar el primer aniversario del reinado de Felipe IV, escribió una obra de teatro llamada La Gloria de Niquea que se representó en Aranjuez, interpretando todos los papeles los personajes de la corte, desde la reina, Isabel de Borbón, a sus damas y nobles cortesanos.
Para poder tener contacto físico con la reina, de la que estaba profundamente enamorado y a la que solamente tocarla estaba penado con la muerte, preparó el incendio del teatro, para poder salvarla en brazos.
Su osadía le llevó a disputarle la esposa al rey y dice la leyenda que consiguió llevarla al lecho, o al menos tuvo con ella más intimidad y roce de lo que estaba permitido.
En cierta ocasión en que la reina miraba al exterior, apoyada en la barandilla de un balcón de palacio, se le aproximó el rey por detrás y en forma de broma le tapó los ojos con las manos.
La contestación de la soberana dejó atónito a su marido, pues esta, sin apenas inmutarse dijo: “Estaos quieto, conde”.
El rey pidió inmediatas explicaciones, pero la reina debía ser hábil también con la lengua, quizás contagiada de su amante y sin pensarlo le respondió: “¿No sois acaso el conde de Barcelona?
Pero el rey no se lo tragó y rumiaba para sus adentros la afrenta de la que quizás estaba siendo objeto y en cierta ocasión en que con la reina y toda la corte, contemplaban una corrida de toros en las que el conde lanceaba un animal, la reina hizo en voz alta un comentario: “¡Qué bien pica el conde”, a lo que el rey respondió: “Pica bien, pero pica muy alto”.
Se dice que este el origen de la expresión “picar alto”.
No todas las damas con las que estuvo relacionado guardaban de él un recuerdo afectuoso. Casi todas terminaron despechadas, por lo que al final unían a sus maridos el odio que profesaban al de Villamediana.
Odio al que se unía el de aquellos a los que desplumaba en el juego, ya fuera de naipes o de dados, a los que ridiculizaba con la espada y con la pluma y, en fin, a algún que otro caballero despreciado, porque las aficiones sexuales del conde no conocían límite y entre sus innumerables devaneos, también se encuentran relaciones homosexuales.
No es de extrañar que al final, alguien decidiera que había que acabar con la vida de semejante engendro, pero nunca se ha sabido con certeza  qué mano fue la que movió los hilos que desembocaron en el asesinato alevoso con el que pasó a mejor vida para tranquilidad de tantos.
Un investigador histórico ha encontrado hasta siete personas que podrían haber encargado la muerte de Juan de Tassis.
Indudablemente el primero, el propio rey, después su valido, el Conde Duque de Olivares, y luego otros personajes, hombres y mujeres de la corte, los que llegaron hasta dos ballesteros reales, Iñigo Méndez y Alonso Mateos, sobre los que no existe duda alguna que fueron los autores materiales del crimen.
De la forma que fuese e inspirado por cualquiera de los que tantas razones tenían para acallar para siempre la boca más mordaz y la espada más afilada de la corte, el día veintiuno de agosto de 1622, en las primeras horas de la noche, cuando se dirigía a su domicilio por la calle Mayor, ya próximo a la Puerta del Sol, encontró la muerte.
Sobre el incidente escribió Quevedo que el conde había estado paseando todo el día en su carruaje, en compañía de su amigo Luís de Haro, cuando circulaban por la calle Mayor, salió un hombre del Portal de los Pellejeros, mandando parar el carruaje, so pretexto de entregar un recado urgente al conde que confiado, se expuso a la tremenda estocada que dicho individuo le propinó y que le atravesó el costado, saliendo por la espalda. Quiso bajar del carruaje para enfrentarse a su matador, pero cayó de bruces y expiró.
Lo trasladaron al zaguán de su casa donde sólo pudieron auxiliar su alma.

El asesinato del conde de Villamediana


Se abrió una investigación que llevaba implícita la orden de no averiguar nada, lo que ya sabido, acrecentaba las sospechas entre las más altas dignidades, máxime cuando se supo, poco tiempo después, que el temible Santo Oficio había abierto un procedimiento contra el conde por sodomía, lo que de haber continuado, habría acarreado serios problemas a numerosos hombres influyentes de la corte.

jueves, 11 de diciembre de 2014

TOROS PARA OLVIDAR LA AFRENTA, Y II





Sin dejar de mirar los cercados, el ganadero seguía rumiando lo que su cliente le decía. No sabía si en todo el mundo habría un solo inglés que fuera capaz de ponerse delante de cualquiera de los seis toros que les iba a vender y cuyos números llevaba apuntado en un trozo de papel. No quería confundirse y aquellos animales, aunque nobles, le estaban causando ya muchos problemas. Cuando una corrida no se vendía en su tiempo, era mejor sacrificarla, si no, todo eran contrariedades.
-Y ¿tienen ustedes concedidos los permisos para correr y lidiar los toros? –preguntó.
Por respuesta, Brands sacó un documento de su bolsillo. Era el acuerdo del consistorio por el que se autorizaba la corrida de toros que los ingleses habían solicitado.
-La vamos a celebrar en el baldío que hay junto a la Casa del Cabildo, arrimado a la obra del Hospital de San Juan de Dios y hasta el convento. Tenemos autorización para cerrar las calles y colocar andamios y tablones en toda la plaza, así como los asientos para el personal que serán muchos, pues han de venir nuestros convidados de Sevilla, Sanlúcar, Jerez y El Puerto de Santa María.
Todo lo que aquellos extraños compradores decían, causaba la natural sensación en el ganadero, que no cabía en sí de asombro.
-Y ¿ya tienen pensado quienes van a lidiar y lancear los bichos? –volvió a preguntar intrigado por todo aquello.
-Nuestro representante, mister Canibro, de Jerez, será el que se ocupe de todo lo relacionado con los lidiadores –respondió Comingan, mientras se retiraba un poco hacia el interior del carro porque la cercanía de un toro le imponía cierto respeto.
Brands quería hacerse simpático, le molestaba aquel ambiente tan tenso entre el ganadero y ellos. Pensaba que aquel hombre no les creía y que quizás estuviera rumiando que de alguna manera se iban a llevar las reses sin pagarlas u otra cosa similar que le pudiera perjudicar en sus ganancias.
-Las carnes de los toros las vamos a dar como limosna para ayudar a la obra y fábrica de la iglesia del Hospital.
Varios síes con la cabeza fue toda la respuesta que aquella obra de misericordia mereció del ganadero que, ensimismado en sus pensamientos, consultando el papel con los números y buscándolos en los costillares de los toros, detuvo su caballo e hizo parar al carro.
-Aquellos tres toros negros y los dos “coloraos”, junto con el que antes se acercó al carro, son los animales que les ofrezco. Ganado de primera calidad y toros bravos y encastados.
Los ingleses se miraron asintiendo entre ellos. Los animales eran formidables. Daba pavor verlos desde lejos y detrás de los varales del carro, ¡cómo sería aquello visto desde cerca!
-Si quieren, se los apartamos ahora mismo y los ven con más detalle –dijo el ganadero.
En menos de una hora, los seis toros se encontraban en un cercado junto a la cortijada. Desde lo alto de la tapia que hacía pared con el cortijo, vieron los seis ejemplares que, asustados e inquietos, se arrejuntaban, buscando protección en la manada.
-¡Da miedo verlos! –exclamó Comingan y el ganadero se sonrió.
-Y ¿dice usted que para dar ceremonia a su rey se va usted a hartar de pasar miedo con esta corrida? –preguntó sarcástico.
No esperaba respuesta, pero Brands se la ofreció.
-Todo sea para mayor gloria de su Majestad. Si supiera usted lo que ha pasado nuestro pueblo hasta llegar a este momento, comprendería que el rey quiera la mayor celebración que se pueda ofrecer y una corrida de toros es, en España, el mejor espectáculo que podemos dar.
-Eso es verdad, desde luego. No hay fiesta que iguale a la corrida de toros, ni en ambiente, ni en emoción –convino el ganadero, que seguía a la vez el hilo de sus pensamientos y volvió a preguntar-. Y ¿qué pasó con su rey, si es que puede saberse?
Ya no podía aguantar más su intriga y aun a fuerza de ser considerado descortés, formuló aquella pregunta que los ingleses no parecían tener mucho interés en aclarar.
-Cosas de las monarquías. Jacobo sucede a su hermano Carlos II, el cual sucedió a su padre, Carlos I que murió…-el suspenso de la frase tuvo en el ganadero el efecto de un resorte y como una alimaña del bosque, miró fijamente a los ojos de Brands reclamando la terminación de la frase de una manera urgente-, ejecutado por los rebeldes. Lo subieron al patíbulo y le cortaron la cabeza –concluyó el inglés con la cabeza gacha.
-¿Qué habéis matado a vuestro rey? –preguntó el ganadero en el colmo de su asombro.
-Así fue, pero de eso hace ya algunos años –respondió Comingan abochornado.
No hizo ninguna otra pregunta pero acababa de comprenderlo todo. Para lavar una afrenta como la de matar a su rey, sería suficiente con que en cada rincón del mundo ofrecieran un agasajo capaz de compensar la magnicida atrocidad que habían cometido.
-¡Si lo llego a saber antes, le hago caso al corredor! –dijo para sus adentros el ganadero.
El alba los sorprendió arropados en las cobijas, calados de rocío y entumecidos los cuerpos.
El ganado ya pastaba tranquilo y algunos peones se habían levantado pronto para atender a las reses.
Una hora después estaban nuevamente en marcha y por la orilla de la mar, se acercaban a la ciudad que por momentos se recortaba, al fondo, con más detalles.
A la altura de las murallas que protegen la única entrada en Cádiz, subieron una cuesta, para dejar la playa y volver al camino real que llevaba a la ciudad. A poco, el camino se explayaba en un llano al que, en días de fiestas, acudían los ciudadanos a solazarse. Allí, arrinconaron las reses contra el cantil que daba al mar, dejando descansar a la manada en aquel erial arenoso, antes de cruzar las murallas y entrar en las primeras casas de la ciudad.
Rápidamente se arremolinaros algunos curiosos: zagales, militares de la guarnición que defendía la muralla, furcias y jornaleros desocupados y marineros, tripulación de los buques que en el puerto esperaban llenar o vaciar sus bodegas, que merodeaban por la zona en busca de compañía femenina con la que dar satisfacción a sus apetitos. Una multitud variopinta, entre la que no faltó quien, de inmediato, arrojase un pedrusco a los toros.
El ganadero dio instrucciones de no moverlos, ni dejar que nadie se acercara, mientras que él y su hijo emprendieron un galope para alejar a la multitud y luego, continuaron con un trotecillo ligero para dirigirse al cabildo y entrevistarse con la autoridad.
Ante las puertas de las Casas de Cabildo, desmontaron, preguntaron a los alguaciles quienes eran las personas responsables del festejo y el más señalado, les indicó que el Consistorio había elegido entre sus capitulares al Teniente General don Manuel Enrriquez de Figueroa y a don José Fantoni Sobranis, caballero de la Orden de Calatrava, que se encontraban comprobando el estado de las instalaciones.
Hacia ellos se dirigieron padre e hijo, caminando, pero sin abandonar sus garrochas que les identificaban entre el gentío que ya empezaba a congregarse. Apenas los vieron acercarse, los capitulares abandonaron su tarea y se dirigieron a darles encuentro.
-Muy buenos días tengan los señores capitulares -saludó cortésmente el ganadero con una leve inclinación, llevándose la mano al chambergo.
Los capitulares, ataviados de toda gala, respondieron al saludo con afectados modales cortesanos. Luego, tras informarse de cómo y donde había quedado la manada, explicaron al ganadero el recorrido que harían los toros en la corrida.
-Bajarán por la cuesta de Las Calesas, hasta la iglesia de Santo Domingo y desde allí, hemos preparado andamios y tablones para cerrar la calle de Plocia hasta el Hospital de San Juan de Dios. Antes de llegar al hospital se ha construido la corraleta para encerrar a los toros esperando la lidia, que será esta tarde. No creo que haya ningún problema.
-Si el pueblo sabe correr toros, no lo habrá, pero si no saben, le advierto que traigo un ganado muy recio -respondió el ganadero-. Son toros ásperos, encastados y con sus años, lo mejor que tenía en mis dehesas. Pero lo primero que tienen que hacer ustedes es mandar alguaciles a que nos ayuden a tener a la gente alejada de las bestias. Antes de venir hemos tenido que darles una corrida porque empezaban a apedrear a las reses.
-A partir de este momento la responsabilidad es nuestra –manifestó el Teniente General Enrriquez-. Los alguaciles están preparados, así que, a las doce de la mañana, soltamos un cañonazo que indica que empieza la corrida de los toros y a las cinco de la tarde, otro cañonazo señalará el principio de la lidia.
El ganadero comprobó el recorrido de las reses, la corraleta, la plaza y todo fue de su agrado.
-Muy grande me parece el coso -comentó por todo desacuerdo.
-Vendrá mucha gente. Casi todos los escaños están vendidos a tres pesos el asiento -respondió el Caballero de Calatrava.
-Parecen ustedes contentos de celebrar esta corrida para que los ingleses se olviden de que mataron a su rey -reprochó el ganadero.
-Bueno, a nosotros eso no nos importa. Ellos corren con todos los gastos, hemos dado la vara de sitio a tres pesos y además, van a dar de limosna las carnes, para terminar la obra de la Iglesia. No nos piden cuenta de nada: ¡Qué más le podemos pedir, si el pueblo se va a divertir sin que nos cueste ni un solo real!
El ganadero miró a su hijo que a un lado, contemplaba la escena admirado de cuanto se desarrollaba ante sus ojos. Nunca antes había visto una ciudad como aquella, ni tanta gente, ni tan bien vestida; ni había percibido el sabor de un aire salino que olía tan extraño. Su padre se le acercó y echándole un brazo por el hombro, le incitó a caminar hasta donde habían dejado las caballerías.
Por el camino pensaba en sus toros, allá arriba de la cuesta, bravos y peligrosos. ¡Ojalá que aquel día la única sangre humana que hubiera que dar al recuerdo fuera la de aquel rey ajusticiado por su pueblo!
¡Que sus toros no hicieran ningún daño!, le pidió al santo que daba nombre a aquel hospital y que él nunca había oído nombrar.

SSS

Lo narrado en este relato es una ficción, pero en el Libro de Actas del Ayuntamiento de Cádiz, en el tomo correspondiente al año 1685, folios 276 a 278, consta que el caballero inglés Diego Comingan, de la Orden Militar y dignidad en el Reino de Inglaterra y Escocia, solicitó del Cabildo la autorización para correr y lidiar seis toros para conmemorar la coronación de su graciosa Majestad Jacobo II, cuyas circunstancias reales quedan expresadas en el texto anterior. El Cabildo autorizó el festejo que se celebró el sábado veintiocho de julio de 1685.

Los nombres asignados a los Capitulares, son los que figuran en el Acta.

sábado, 6 de diciembre de 2014

TOROS PARA OLVIDAR LA AFRENTA, I




Pocos meses antes de jubilarme, allá por 2010, un amigo me pidió que colaborara en una obra que se estaba gestando en San Fernando (mi pueblo natal) y que escribiera algo sobre toros. El tema era totalmente libre, pero en la trama debían entrar a formar parte los toros y el humor.
De hecho la recopilación de historias iba a llevar el nombre de “TaHumoraquia”.


Portada de la recopilación

Sobre toros se ha escrito y mucho y además yo no soy ningún entendido en la materia, sobre humor, no me encuentro capacitado para escribir, así que estando ante un gran dilema, me puse a buscar, entre mis archivos, algo relacionados con los toros y con la historia.
Y lo encontré en forma de un acta del cabildo de Cádiz, fechada en 1685, sobre la que con más imaginación que arte, construí esta historia que por ser demasiado larga dividiré en dos partes.


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La noche cayó casi de golpe tras aquel caluroso viernes veintisiete de julio de 1685 que ya daba sus últimos coletazos. El frío y la humedad se enseñorearon del ambiente y el calor del viaje se olvidó de pronto, como si nunca lo hubieran pasado.
Entre las dunas, coronadas de juncos y salpicadas aquí y allá de arenarias, lechetreznas, cardos marineros y barrones, la manada remoloneaba junto a los abrevaderos que peones y vaqueros habían preparado, unos con heno recién cortado, otros con agua. Los seis toros se miraban recelosos, nerviosos y alterados ante cualquier ruido o movimiento, encelados con los compañeros de manada, embistiéndose a cada momento, cabeceando al aire con pitones aguzados, buscando al rival sin que los vaqueros puedan hacer nada por tranquilizarlos, sólo hablarles y dejarles que entre ellos resuelvan sus diferencias.
El monótono sonar de los esquilones de los mansos servía como música de fondo acompasada con el bramido de las olas del mar al chocar contra las rocas o reventar de espumas en la playa.
Al fondo, por donde se había puesto el sol, las tenues luces de la ciudad decoraban tristemente una noche oscura.
Los dos jinetes que conducían la manada permanecían a lomos de sus caballos, garrocha en mano, mientras que peones y vaqueros, improvisaban una empalizada en donde encerrar las reses.
El más joven se puso de pie sobre los estribos, mirando a la playa cercana.
-Nunca había visto el mar. Es bonito -dijo casi en una meditación.
-No te acerques a él. Es peligroso y nosotros, los de tierra adentro, no lo entendemos. Desmonta y atiende al caballo; yo voy a dar una vuelta a ver si todo está en orden –dijo el más viejo de los jinetes.
El joven obedeció de inmediato; nunca cuestionaba las órdenes de su padre. Descabalgó, soltó la cincha de su caballo y le quitó la silla. Por el ronzal, lo condujo hasta un apartado en el que habían dejado el carro en el que transportaban las pacas de heno y los aperos necesarios para la conducción de la manada. Ató el caballo a uno de los varales y le acercó un cubo de madera con agua limpia que el animal bebió con avidez. Luego, sobre un saco de arpillera extendido en la arena del suelo, amontonó paja fresca. Con un trapo áspero empezó a cepillarle el lomo mientras el caballo comía lentamente.
-¿Cuántas leguas hemos caminado? -preguntó a su padre cuando se acercó para atar su montura al carro.
-Muchas; más de veinte y aún nos queda otra para llegar a Cádiz. Podríamos llegar esta noche, pero es mejor para el ganado que lo dejemos descansar aquí y mañana, cuando estén menos cansados y nerviosos, meterlos en la ciudad.
La ganadería estaba más allá de Medina, casi cerca de Alcalá, pero se había comprometido con aquellos señores tan raros que llegaron a comprarle una corrida, a que él mismo les llevaría los toros hasta la capital.
Con las primeras horas del día se habían puesto en camino y aparte del rato que pararon para almorzar, no dejaron de caminar ni un momento. A veces, cuando la trocha era ancha, daban una carrera a la manada, pero casi siempre iban al paso cansino de los cabestros, evitando pasar por aldeas y cortijadas, dejando tras de si una densa nube de polvo cuyo color cambiaba como cambiaba el paisaje por el que pasaban.
Cruzaron vaguadas y subieron alcores, incluso alguna que otra colina más pronunciada hasta que, muy a lo lejos, desde un viso, observaron la tierra llana que se extendía hasta el mar que, al fondo, como una cinta azul, adornaba la tierra.
-Allí, en aquella lengua de tierra, está la capital –dijo el ganadero, llevándose la mano a la altura de los ojos para protegerlos de los rayos del sol, mientra apoyaba la garrocha en una piedra junto al camino.
Descendieron hasta la tierra llana y tomaron un cordel entre marismas, dejando Chiclana a un lado.
Lo peor fue cruzar La Isla de León. No había ni trocha ni cañada, sólo el camino real que pasaba por el centro del pueblo.
El jinete más viejo se había adelantado para advertir a las autoridades que llevaban una manada de toros bravos para lidiar en Cádiz y lo que él no quería que ocurriese, ocurrió. Pusieron la manada a un trotecillo cansino, para tener a los animales entretenidos y que no percibieran mucho de su alrededor, pero aún así, decenas de personas se habían arremolinado en las calles para ver pasar a los toros y varios mozalbetes corrieron a su lado hasta que las fuerzas les abandonaron y otros, los más osados, apedrearon a las reses, alguna de las cuales se revolvió fieramente, necesitando de todo el oficio de los vaqueros y los cabestros para reconducirlos a la manada.
A la salida del pueblo, en una zona que llaman El Canal, pararon a descansar un rato. Dieron de beber a la manada y a los caballos y enseguida continuaron. Quedaban pocas horas de sol y el jinete viejo quería estar aquella noche lo más cerca posible de Cádiz.
Luego, por zonas marismeñas, fueron buscando la playa.
-Si el mar los aguanta por un lado, nosotros tenemos que hacer la mitad del trabajo -le dijo su padre, cuando le preguntó porque no seguían el camino real.
Y así habían llegado hasta la playa que llaman de Santibañez, en donde al amor de una buena lumbre, dispusieron las viandas para reconfortar el cuerpo, maltrecho y dolorido de la larga caminata y exhausto por el esfuerzo y tantas horas de vigilia.
-¿Porqué van a celebrar una corrida de toros en Cádiz, si no es tierra de campo y ganado? –preguntó el joven entre uno y otro bocado de tasajo que cortaba, sobre una rebanada de pan asentado, con la faca que sacó de la faja con que sujetaba el calzón.
El padre lo miró comprensivo. Era un buen hijo, pero no demasiado listo. No serviría para llevar el negocio cuando él faltara; gracias al cielo que tenía otros hijos que continuarían con la ganadería, porque aquél, capaz de trabajar hasta deslomarse, no perdía ni un segundo en hacer sus propias conjeturas. Era más fácil preguntar que pensar.
Antes de responder agarró la bota de vino rancio y bebió un largo chorro que rebosó por las comisuras de los labios, resbaló por el cuello y tiñó de rojo sucio el cuello de la camisa.
-Quieren celebrar la coronación de un rey, me parece -le contestó pensativo.
Tampoco él se lo explicaba cuando al cortijo llegaron en calesa, mediada la tarde, dos extraños individuos acompañados por un conocido corredor de ganado de Medina.
-Quieren comprar una corrida de toros bravos y yo les he dicho que los tuyos son los más bravos de toda esta zona –le había dicho el corredor tras el saludo de rigor y mientras le guiñaba un ojo en señal de complicidad.
Con un grave acento extranjero, el más alto de los dos caballeros que acompañaban al corredor, se descubrió levemente mientras tendía su mano presentándose.
-Soy Richard Brands y mi acompañante es mister Comingan, de la delegación de su Majestad el Rey de Inglaterra y Escocia en Cádiz.
El ganadero respondió al saludo descubriéndose y tendiendo su mano, mezcla de sarmientos resecos y ásperos reptiles, que el forastero apretó con cortesía.
-Los señores dirán -fue su tosco saludo.
El corredor quiso mediar en la conversación pero el inglés al que llamaban Comingan, no estaba dispuesto a dejarse embaucar y fue al grano. Con un fuerte acento, pero empleando correctamente cada una de las palabras, construyendo las frases con cierto estilo, se encaró al ganadero.
-Queremos comprar una corrida de toros bravos -dijo-. No vamos a regatear el precio, pero queremos los ejemplares más bravos que tenga y que los lleve hasta Cádiz.
El ganadero estudió a sus dos clientes. Su indumentaria demostraba palpablemente que disfrutaban de buena posición: casacas de terciopelo, jubones ajustados y abotonados en pedrerías, calzones cortos, con medias y zapatos adornados de innecesarias hebillas plateadas. Al más joven no le faltaba siquiera un lunar de terciopelo negro en el carrillo derecho, que era la moda del momento y con los que los cortesanos trataban de desviar la atención de las cicatrices que la viruela había dejado en sus rostros ¿Qué entenderían de toros aquellos dos vestidos para un salón de baile?
El corredor comprendió lo que estaba pensando y en un apartado le soltó lo que había venido mascullando desde que se le presentó la ocasión de terciar en la venta.
-¡Estos no tienen ni idea de toros! Véndeles lo que te sobre de por ahí y cóbrales como si fuera ganado de primera.
El ganadero lo miró con desdén. No era esa su forma de proceder. Lo bueno tenía un precio y lo malo o regular otro, pero cada uno el suyo.
-Y ¿cuándo piensan los señores celebrar esa corrida de toros? –preguntó rascándose la cabeza por debajo del chambergo.
-El sábado veintiocho, si es posible que estén los toros allí –respondió mister Comingan.
-¡Estarán! –fue la respuesta escueta y precisa-. Si quieren, me acompañan a ver el ganado y ustedes mismos elijen lo que desean comprar. En el precio no vamos a discutir, les digo ahora lo que valen y si están de acuerdo empezamos a apartarlos.
Los ingleses se miraron, oyeron el precio de cada toro y no les pareció excesivo, luego, subidos en un carro de altos varales, acompañaron a los vaqueros a escoger los toros.
-Y ¿qué dicen los señores que piensan celebrar? –preguntó el ganadero, cabalgando junto al carro.
-La coronación de nuestro rey, Jacobo II de Inglaterra, Irlanda y Escocia –respondió mister Comingan.
-Y ¿por una cosa que ha pasado tan lejos, van ustedes a hacer una corrida de toros en Cádiz? –preguntó incrédulo el ganadero, mientras apoyaba la garrocha sobre el hombro.
-Es deseo de su Majestad que todo el mundo sepa que ha sido coronado rey y las órdenes que hemos recibido son las de hacer, en cada lugar, la fiesta más sonada con la que el pueblo pueda divertirse, por eso, junto con otros muchos ingleses que viven en esta zona, hemos pensado que lo mejor es una corrida de toros –le explico el inglés.


(continúa)

jueves, 27 de noviembre de 2014

¿QUIÉN MATÓ AL EMPERADOR?




Bajito, regordete, con un mechoncillo de pelo sobre la frente, pintado siempre con una mano introducida entre los botones de su casaca…, esa es la imagen que tenemos de Napoleón Bonaparte, uno de los mejores estrategas de todos los tiempos, comparable únicamente a Alejando Magno o Julio César.
Es posible que sea verdad, que su capacidad como militar estuviera por encima de toda cuestión, pero que en el campo de batalla fuera un genio no implica que en las demás vertientes de la vida se comportase con la misma brillantez.
De hecho no fue así y algunas de sus estúpidas acciones le llevaron a ser tan odiado, como antes había sido querido.
Su nacimiento, gris, y su encumbramiento vertiginoso, casan perfectamente con su rápido declive y su sombrío fallecimiento.
Porque, como todo el mundo sabe, Napoleón, el hombre más importante de su tiempo, murió oscuramente en la isla de Santa Elena, el día cinco de mayo de 1821.
Santa Elena está por allí abajo, perdida en el Atlántico sur, a casi tres mil kilómetros de las costas de Angola y sin nada más alrededor. Tiene poco más de cien kilómetros cuadrados y es un territorio británico de ultramar, como gustan ellos llamar a las colonias.
Cuando, recluido en la isla de Elba, Napoleón consiguió fugarse y llegar hasta París, para volver a proclamarse emperador, el mundo volvió a temblar, pero afortunadamente para el resto de Europa, la improvisación con la que tuvo que actuar condujo a la derrota de Waterloo, tras la cual, los ingleses se buscaron otra isla de la que no pudiera salir y lo enviaron a Santa Elena.

Pintura de Napoleón en Santa Elena

Una vez en la isla, a donde había llegado en compañía de un numeroso séquito de aduladores y hombres fieles, la salud del general empezó a resentirse, entrando en un progresivo deterioro del que nunca se repuso, a pesar de la gran cantidad de médicos que le trataron, unos enviados por los británicos y otros, franceses de su entera confianza.
El clima insano de la isla y la fuerte depresión que sufría, agravaron indudablemente el otro padecimiento que era mucho más preocupante.
Él estaba seguro de que lo estaban envenenando y cuando comprendió que su muerte estaba cercana, exigió a su médico personal que practicara una autopsia de su cadáver, para decir al mundo cual había sido la causa de su muerte.
El médico cumplió las órdenes del emperador y confeccionó un informe en el que aseguraba que había fallecido de cáncer de estómago, como también había fallecido su padre.
La noticia de su muerte, por causas naturales, llegó a Europa con el consiguiente retraso y en buena parte de Francia y, sobre todo, entre las potencias extranjeras, fue recibida con una sensación de alivio, porque se había acabado un problema peliagudo, como era la constante amenaza de un nuevo regreso y nadie salía manchado con aquel desenlace.
Pero el genio militar de Napoleón había trazado una estrategia, aunque sería necesario esperar más de un siglo para que se pudiera poner en marcha.
Jamás rehuyó una batalla y no iba a quedarse de brazos cruzados ante la más importante batalla de su vida y convencido como estaba de que lo envenenaban, ha podido, por fin, señalar a su verdugo.
En 1955, un médico sueco llamado Sten Forshufvud, experto en toxicología y en química, estaba leyendo las memorias de Louis Marchand, fiel ayuda de cámara de Napoleón que le acompañó hasta su último momento.
Marchand, hombre minucioso, como se espera que sea el ayuda de cámara de un personaje de la altura de Napoleón, anotó, con todo lujo de detalles, cómo fueron los últimos años del emperador y como progresaba su enfermedad.
El sueco, voy a llamarlo así porque su nombre es demasiado complicado, se quedó muy sorprendido con aquella lectura, pues fue capaz de reconocer claramente veintiocho síntomas que definen perfectamente el envenenamiento lento por arsénico, además de apreciar otras circunstancias claramente reveladoras de la falsedad del informe de la autopsia, como era que el estado de obesidad que presentaba, incompatible con un fallecimiento por cáncer de estómago.
Pero si esto era poco, el sueco siguió una profunda investigación, comprobando que, cuando veinte años después de su muerte, su cadáver se trasladó a Francia, al exhumarlo se comprobó que el cuerpo se mantenía en aceptables condiciones de conservación, no así las ropas y otros enseres que había en el ataúd, los cuales había seguido el proceso lógico de descomposición, más rápido en aquella isla de clima extremadamente húmedo.
El cuerpo casi incorrupto justificaba la presencia de arsénico en su organismo y se sumaba así a todos los demás síntomas que ya había advertido.
Por fortuna, casi todos los acompañantes del exilio había escrito sus vivencias, incluso algunos, publicado su memorias de aquellos últimos años, las cuales fueron reunidas por el médico sueco y estudiadas en profundidad. Aquellas lecturas lo afianzaron más, si cabe, en su ya certeza, aunque pensaba que no habría forma de probar que aquella muerte había sido un asesinato.
Pero unos años más tarde, una nueva técnica de análisis se había desarrollado con resultados sorprendentes. Era el análisis del cabello que podría proporcionar datos como el tipo de veneno empleado, la cantidad ingerida y el tiempo que había estado suministrándose.
El problema estaba en localizar cabello del emperador, sabiendo que las autoridades francesas no iban a autorizar exhumar el cadáver para realizar los análisis, por lo que era necesario buscar otros caminos, que afortunadamente se hallaron y de una forma relativamente sencilla.
En aquella época era muy corriente, entre enamorados, o entre personas con otro tipo de relación, obsequiarse con mechones de cabello, o conservar uno de estos como recuerdo. Incluso habían aparecido unos pequeños estuches de bella estructura que se colgaban al cuello y que recibían el nombre de “guardapelos” .
Guardapelo de la época


La familia de Marchand, en la que se profesaba una verdadera veneración al emperador, conservaba todos los objetos personales de aquel que había sido ayuda de cámara de quien, para ellos, era el personaje más importante de la historia y así, en un sobre en el que se leía: “Cabellos del emperador, 5 de mayo de 1821”, se encontró un mechón, cortado, precisamente el día de su muerte.
El sueco consiguió analizarlos y encontró concentraciones de arsénico tres veces superiores a lo normal, pero aún habría más. Como Marchand había anotado las fechas de cada una de las crisis de la enfermedad de su idolatrado emperador, el médico sueco pudo hacer una curva sobre las trazas, comprobando que en aquellos momentos, la cantidad de arsénico llegaba a ser sesenta veces lo normal.
La conclusión fue que el veneno se le suministraba una vez al mes, en una dosis muy estudiada que no producía la muerte inmediata pero iba deteriorando su organismo progresivamente.
El sueco publicó sus investigaciones en una revista científica e inmediatamente surgieron voces a favor y en contra de las conclusiones.
Por los ortodoxos, se trató de justificar la presencia de arsénico, como componente de una crema que usaba para el cabello, o suministrado con fines curativos para tratar la depresión, pero Marchand y otros que escribieron sus memorias en forma de crónicas de aquellos años, habían sido muy explícitos: Napoleón no fue tratado nunca contra la depresión, ni consentía en tomar medicamento alguno.
Además, durante el destierro lo trataron cinco médicos distintos, uno de ellos enviado por su propia madre, que mal iban a coincidir en tratamientos a base de arsénico.
Por tanto, solamente quedaba la teoría del asesinato, cosa muy difícil de investigar, como cualquiera puede suponer, partiendo de los escasos conocimientos que pudieran parecer indubitados.
Uno era que durante los cinco años que estuvo en el exilio había recibido con cierta periodicidad, una dosis de veneno. El otro era que quien lo suministraba lo hacía a escondidas de todas las personas que había en la isla, pues algunas de ella no lo hubiesen permitido.
Nos encontramos entonces con que el asesino acompañó al emperador durante todo el tiempo que estuvo en la isla y que tenía toda su confianza.
Con esto se concluía que tuvo que ser envenenado por uno de los suyos, no de sus carceleros y de entre su séquito, solamente cinco personas cumplían los requisitos: su ayuda de cámara, Marchand, y sus subordinados Abram Noverraz, Etienne Saint Denis, el mariscal Henry Bertrand y el general Charles Tristan, marqués de Montholon, al que acompañaba su esposa, la bellísima Albine de Vassal y su hijo mayor.
Napoleón y Albine tuvieron un tórrido romance en la isla, del que nacieron dos hijas, ante el estupor de todos y la complacencia del marido.
Todas estas personas comían juntos y todos bebían el mismo agua y los mismos vinos, salvo un vino rumano que se le enviaba exclusivamente al emperador y del que bebía un par de vasos diarios.
Este era el único vehículo posible para hacerle llegar el veneno, sin que afectase a los demás.
Todos los acompañantes eran fanáticos del emperador. Todos habían llegado desde la nada y todos le habían servido durante muchos años.
Todos menos el marqués de Montholon, de origen aristocrático, ascendió a general cuando Napoleón estaba prisionero en Elba. Tras la derrota final, el marqués, para sorpresa del propio emperador, se pone incondicionalmente a sus órdenes y se ofrece para acompañarlo al destierro, junto con su familia.
 Fue Montholon el único de los acompañantes del emperador que cuando cinco días antes de su muerte, su estado de salud se agravó y las autoridades británicas enviaron a su médico para que lo tratase, estuvo a favor de la teoría del galeno inglés de suministrarle un vomitivo que a la postre le acarreó la muerte.

Lo que nunca se sabrá es si el aristócrata francés, de quien se detectaron contactos posteriores con la familia real francesa, primera interesada en la desaparición del emperador, se movió por fines políticos o lo hizo por resentimiento y celos de ver a su hermosa mujer en brazos del emperador.

jueves, 20 de noviembre de 2014

LA QUINTA ESENCIA




Nos estamos volviendo locos. Cada semana salta a los titulares un nuevo caso de corrupción política en nuestro país. Ahora, hasta de partidos que solamente han concurrido una vez a las elecciones y cada día se analizan por los expertos que pululan por los medios de comunicación, las irregularidades cometidas por tantos desaprensivos como nuestra querida España alberga.
¡Y nosotros que pensábamos que éramos un pueblo noble y sacrificado! Pues resulta que no era así. Nunca se ha visto tanto golfante suelto y hasta el más tonto, del rincón más mísero de la piel de toro, es capaz de hacer relojes de madera que andan.
Y con esta frase hecha lo que quiero decir es que cada cual es capaz de inventar una forma de “llevárselo crudo” mientras se mantiene en su puesto político y nos da a todos los demás unas amplias lecciones de moral.
El sentir unánime es que los corruptos, los sinvergüenzas de la política, tienen que pagar por lo que han hecho y devolver lo distraído, pero me temo que pagarán poco y de devolver, nada de nada: lo mío es mío y lo que hay en España es de los españoles.
Pagan, eso sí, con el descrédito y con la vergüenza de ser públicamente señalados con el dedo, pero esta es una pena intangible que hay a quien le afecta mucho y a quien le resbala.
No es suficiente pasar el agobio de ese dedo que te señala, hay que ir mucho más allá, volver a la justicia pública y al castigo ejemplar, para que se sepa que quien la hace, no solamente la paga, es que se le va a caer el pelo.
Corruptos los ha habido desde siempre y la historia está bien documentada de ellos, pero cuando se les pillaba lo pagaban y lo hacían con penas durísimas, de las que las más de las veces no salían con vida.
Así pagaron Juan de Tovar y Antonio Ortiz, con la sentencia dictada el 24 de abril de 1591 de la que más adelante hablaré.
¿Y qué habían hecho estos dos individuos? Pues habían testificado en el caso de un político corrupto y asesino que, por sus muchos y buenos contactos, había conseguido evadirse siempre de la justicia.
Se trataba nada más y nada menos que del poderosísimo Antonio Pérez, secretario y ministro de Felipe II, cuya historia es de sumo interés para los amantes de las intrigas palaciegas y de los sucesos oscuros de la historia.
Para refrescar un poco la memoria, me voy a dirigir a un artículo que publiqué hace ya unos años sobre la princesa de Éboli, amante de Antonio Pérez y que puedes encontrar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html.
Involucrado en el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hermanastro del rey Felipe II, el cual trataba de colocar en la cabeza de su señor la corona de Portugal, en aquel momento vacante. La intención de Antonio Pérez era evitar que se especulase con esa posibilidad.
La cuestión es que fue acusado de instigador de ese crimen y de otro que se cometió a continuación, consiguiendo salvar la vida al huir a Aragón, de donde era procedente su familia y acogerse a la protección del Justicia Mayor, una especie de Defensor del Pueblo.
Pero mucho antes de eso, el infiel secretario había usado hasta los venenos para deshacerse de sus enemigos políticos o de cualquier otra persona que estorbase a sus asuntos.
Una de estas personas que después de haberle servido ampliamente empezaba a estorbarle, pues ya conocía demasiados secretos sobre su pasado y sus actividades, era el clérigo y astrólogo Pedro de la Hera.
El secretario Pérez era un hombre sumamente extraño, muy cuidadoso con su aspecto físico, presumía de tener la dentadura completa a pesar de haber pasado la línea de los treinta años, a partir de los cuales eran pocas las personas que conservaban unos cuantos dientes; aficionado a los perfumes y a la ropa de gran calidad, llegó a tener fama de homosexual, cuando en realidad eran un mujeriego empedernido. Pero también tenía otra afición oculta y esta era la astrología, en la que se apoyaba para la toma de decisiones.

Antonio Pérez vestido con gran lujo

Y en esta afición conoció al clérigo de la Hera, el cual le había trazado muchas cartas astrales y le había hecho innumerables vaticinios sobre las cuestiones que Pérez le solicitaba.
Tras la muerte de Escobedo y antes de su huída a Aragón, primero y después a Francia, donde murió, el clérigo había manifestado su apoyo a las autoridades para esclarecer, por medio del conocimiento de los astros, la autoría del asesinato de Escobedo.
Sabía Antonio Pérez que, en realidad, el clérigo no necesitaba consultar a las estrellas para saber quien era la mano que movió los hilos y conseguir acallar para siempre a Escobedo. Por eso la actitud del clérigo llegó a ponerle muy nervioso.
Días después, Pérez fue a casa del clérigo para hacerle una de las rutinarias visitas que le hacía. Encontrándolo enfermo y en cama, se ofreció para darle una extraña medicina “cúralo-todo” a la que él llamaba “Quinta esencia” y sin pensarlo dos veces, mandó a su casa a recoger la pócima que más tarde ingirió el clérigo, causándole la muerte.
Antonio Pérez tenía aquella pócima sobradamente probada en muchas y controvertidas ocasiones anteriores, si bien nadie se había atrevido a señalarle como envenenador, dada la ascendencia que sobre el rey tenía.
Pero en aquel momento las cosas eran diferentes. Había perdido la confianza del rey, era solapadamente acusado de la muerte de Escobedo y el fulminante fallecimiento de su amigo y depositario de tantos secretos, como el padre de la Hera, acabaron por derribar al árbol que ya se tambaleaba y a estas dos últimas muertes se le unieron las de otras personas como las de Insausti y Bosque, los autores materiales de la muerte de Escobedo y la de Rodrigo Morgado, confidente y recadero de la princesa de Éboli, con la que había tenido Pérez muchísima relación y conocía sus secretas inclinaciones.
Así las cosas, se le había incoado una causa, en el momento en que se quita de en medio; no obstante, la investigación continúa y se cita a declarar a las dos personas que se mencionan al inicio de esta historia: Tovar y Ortiz, los cuales declararon en su favor, diciendo que el “agua milagrosa” que Pérez dio de beber al clérigo era de todo punto inocua y que ellos mismos la habían probado antes de suministrarla al paciente y que otras personas que estaban en la casa, también la habían probado sin que nada les hubiese ocurrido.
Pero las pesquisas del alcalde de Casa y Corte, el doctor Pareja de Peralta, no concluyeron con aquellas confesiones exculpatorias, sino que continuaron con más testimonios, a cuyo final, el propio alcalde sacó por conclusión que el día de la muerte del clérigo, a eso de las cinco de la tarde, Antonio Pérez, acompañado de su mayordomo, Diego Martínez, se presentó en la posada de doña Juana Ribera, en la que el clérigo se hospedaba, precisamente en el momento en que iban a dar una taza de caldo al enfermo.
Entonces, Pérez dijo que no le diesen aquello, que él le daría una medicina mejor y entregando la llave de su casa al mayordomo, le ordenó ir a buscar un frasco que en su escritorio tenía preparado.
Un rato después volvió el mayordomo con el frasco, cuyo contenido echó en una copa a la que Pérez agregó unos polvo que guardaba en una caja que él mismo llevaba y que echó en la copa, dándola de beber al clérigo.
Éste se resistía a beber aquello que ya sabía el resultado que le iba a producir y entonces con la ayuda de Toribia Ribera, una hermana de la dueña de la posada que sujetó la cabeza del enfermo, se lo hizo tragar a la fuerza.
Enseguida el clérigo perdió el sentido y a eso de la medianoche, fallecía entre tremendos retortijones y bascas.
Las declaraciones de las dos hermanas fueron fundamentales para desmentir el testimonio de Tovar y Ortiz, a los que el alcalde decidió someterlos a nueva declaración, comenzando por el primero de ellos.
Empezó Tovar a contestar con respuestas evasivas y conforme le apretaban más las clavijas, empezó a no recordar nada, terminando por negarse a seguir declarando, momento en el que el alcalde (y aquí entra la contundencia del sistema inquisitivo) le previno de que se le sometería a tormento, al que Tovar pareció enfrentarse con gran presencia de ánimo.
Pero cuando, desnudo sobre el potro, atado de pies y manos, el verdugo dio una primera vuelta al artilugio con el empezaba a estirar sus miembros, la presencia de ánimo desapareció y Tovar empezó a cantar de plano y reconoció que la esposa de Antonio Pérez, había recibido una carta de su marido desde Zaragoza, en la que daba instrucciones de lo que tanto él como Ortiz debían decir en la causa y como descargo de la actuación del corrupto Pérez.
Convictos y confesos, como era imprescindible en aquel momento histórico, fueron condenados por testigos falsos a que fuesen hasta la “prisión sobre sendos asnos de albarda, con soga de esparto al pescuezo y voz de pregonero manifestando su delito, traídos a la vergüenza pública por las calles de Madrid y después llevados a galeras para servir a su majestad como galeotes al remo y sin sueldo por tiempo de diez años”.
Perder la confianza es lo peor que le puede suceder a un político y Antonio Pérez había perdido la de su rey al que tanto y tan bien había servido. Su poder, que aun conservaba incluso después de haber huido, le sirvió para conservar la vida, terminando sus días en Francia, enemiga mortal de España en aquellos momentos y en donde el infame secretario tenía muy buenos contactos. Murió en 1611, en la más absoluta pobreza.

Nuestros actuales políticos han perdido toda nuestra confianza y por eso están empezando a caer uno tras otro. No cumplirán condenas como las de los secuaces de esta historia, pero tampoco podrán escapar a ningún sitio. Tendrán que hacer frente a la situación y a la vergüenza pública y a falta de pregonero que manifieste sus delitos, seremos todos los que se los echemos en cara.