jueves, 27 de febrero de 2014

LA REALEZA EN EL BANQUILLO (I)




Acabo de leer un interesante libro del periodista y escritor José María Zavala que se llama Bastardos y Borbones y me he quedado estupefacto. Hay narraciones de cosas tan increíbles que empecé a sospechar de su veracidad, así como del crédito que el autor merecía. Por eso me adentré en su vida para comprobar su trayectoria, su formación, su crédito literario, en una palabra y ver si lo que narraba era verdad o fruto de su invención. No me cabe ya ninguna duda de que el autor es una autoridad en la historia reciente de España y cuenta con numerosas publicaciones, todas de sumo interés, que iré leyendo cuando las vaya consiguiendo.
Usando los conocimientos que he adquirido con su lectura y algo más de mi propia cosecha, voy a tratar de confeccionar un artículo que voy a dividir en dos partes, pues es un tema que da para mucho.
Y sin más preámbulo vamos a comenzar.
Casi perplejos hemos asistido estos últimos años al derrumbe del mito de la familia real española. Mito que, como casi todos, son gigantes con pies de barro, pues también la realeza, como muchas de las instituciones que se hacen en extremo poderosas, rivalizan en altanería y prepotencia por arriba e inmoralidad y desvergüenza por abajo.
Hemos asistido impertérritos a estúpidos matrimonio de las dos infantas españolas, para culminar con el más increíblemente estúpido de todos, el del príncipe de Asturias, casado con una periodista de cuando menos y atendiendo a lo que de ella se ha escrito, de dudosa trayectoria.
Los españoles no podemos pagar el “encoñamiento” y quedarnos todos tan tranquilos de los tres hijos del rey, ninguno de los que ha contraído el matrimonio de estado que España necesitaba para fortalecer a una institución tan enclenque que de no haber sido por el miedo al pasado reciente, quizás no hubiese resistido ni su restauración, ni el paso de estas cortas décadas.
Para colmo de desastres y como quiera que el tiempo pone a cada cosa en su sitio, todo empieza a desmoronarse, cayendo en picado el prestigio del monarca tras la aireación de sus escarceos amorosos y el afán liquidador de fauna; le sigue su hija mayor con más devaneos amorosos después de separarse de su marido, cosa mal vista por muchos, para culminar viendo a la otra infanta sentada en el banquillo de los acusados y sometida a las preguntas de un juez que trata de averiguar si ella sabía y apoyaba a su marido, mientras se enriquecían traficando con las influencias propias de por ser vos quien sois.
Y es que una infanta no se puede casar con un don nadie, jugador de balonmano, por muy bueno que haya sido ni por muy guapo que a la señorita le parezca y continuar siendo infanta con todos sus privilegios como si la cosa fuera lo más normal del mundo.
Los matrimonios morganáticos han existido desde siempre y cuando uno se casa con un deportista o una periodista y luego quiere seguir aspirando a los privilegios de su nacimiento o, más aún, a la corona de España, debe haber alguien que le baje los pies a la tierra y le haga ver cuáles son sus obligaciones como miembro de la primera familia del país, o en otro caso y siguiendo sus deseos, le indique dónde está la puerta de la calle y que se apee del coche oficial y de la escolta, del protocolo, los palacios y que se ponga a currar como cualquier otro hijo de vecino.
Casarse por amor me parece lo más adecuado, pero no cometa usted un cuezo de ese tamaño a costa de todos los españoles y quédese usted tan tranquilo ciñendo la corona de España.
Yo soy de los convencidos de que si la princesa de Asturias no hubiera sido una periodista de rostro muy conocido y por tanto miembro destacado del llamado cuarto poder, ese poder se hubiera lanzado con saña sobre una presa tan vulnerable y en vez de haber acallado su pasado y casi su presente, se hubiera dedicado a bombardearlo con toda la artillería disponible.
Yo he leído el opúsculo que ha escrito el primo de la princesa y que lleva por título “Adiós princesa”, título por cierto que muy apropiado porque después de su publicación, la princesa y su entorno no podrán estar más alejados del joven Rocasolano que lo ha escrito. No me sale calificar los hechos que en el librito se describen si no es desde la perplejidad.
Por otro lado yo he visto al deportista huir corriendo, asustado como un pavo que escucha una pandereta, por las calles de Washington cuando unos periodistas lo habían localizado y querían, como no, meterle los micrófonos. Una escena lamentable e impropia de un miembro de la primera familia del país.
En fin, para que seguir relatando lo que ya todos sabemos y que ha dado el último disgusto imputando a la infanta Cristina en las maquinaciones de su marido que ya veremos como le saldrá.
Siempre es mejor ir de imputado que de testigo, aunque yo no entiendo como puede ser así. Un testigo tiene que contestar con la verdad o ya sabe a qué se expone, un imputado puede contestar como le de la real gana, nunca mejor dicho y no se expone a nada.
La justicia emana del pueblo y al pueblo se le puede mentir, ¿o es que no estamos acostumbrados a que se nos mienta de la manera más descarada? ¿Es que las leyes la han hecho personas distintas a las que nos mienten constantemente?
Nadie está obligado a declarar contra sí mismo, por eso entiendo que un acusado no quiera declarar, pero que mienta y no le pase nada es intolerable, pero en fin, así son las cosas.
Y no son así ahora, llevan mucho tiempo de esta forma y como dice el Eclesiastés: ¿Hay algo de que pueda decirse: he aquí esto es nuevo?
Todo ha sucedido ya antes y lo mismo que la infanta ha pasado por el banquillo y pasará más veces, otro miembro de la realeza española hubo también de contestar a las preguntas de un juez, aunque de eso hace ya más de un siglo.
Todo este preámbulo, en el que he dejado salir mi indignación por las cosas que están ocurriendo, no era para nada más que centrar lo que ahora quiero narrar.
Que los reyes y reinas de la casa Borbón han sido siempre muy calentitos de las partes bajas, es de sobra conocido y no es mi intención relatar, sino de pasada, cómo el Rey Felón (Fernando VII), hizo amistad con el aguador y más tarde proxeneta, Perico Chamorro que luego cambió su nombre por el de Pedro Collado cuando el rey, agradeciendo sus favores, le nombró para un cargo en el palacio real, después de haberle proporcionado muchas y muy buenas mozas de la noche madrileña, entre ellas a la famosa “Tirabuzones”, con la cual el rey tenía un antojo persistente. Léase mi artículo: Perico, la Tirabuzones y Candelas:
Pero la cosa no había hecho nada más que repetirse, porque su madre, la reina María Luisa de Parma, prima hermana de su padre, el napolitano Rey Cazador, como se conocía a Carlos IV, confesó en “artículo mortis” a fray Juan de Almaraz que ninguno de los catorce hijos que había tenido, eran de su marido, el rey.
En alguna ocasión, los historiadores habían hecho referencia a dicha confesión, pero nunca se tuvo constancia escrita de la misma porque Fernando VII optó por “matar al mensajero” y encarceló de por vida al fraile Juan de Almaraz en el castillo de Peñiscola, de donde no consiguió salir hasta las postrimerías de su vida.
En la obra de Zavala se describe cómo encontró en el Ministerio de Justicia un sobre en el que se indica la palabra “reservadísimo”, en el cual se incluye un escrito fechado el día ocho de enero de 1819 y en el que Almaraz cuenta cómo, seis días antes, recibió en última confesión a la reina viuda y ésta le hizo tan escalofriante y descarnada revelación, a la vez que pedía perdón y descanso eterno para su alma.

María Luisa de Parma

El fraile dispuso en el sobre que no se abriese hasta después de su muerte, poniendo a Jesucristo como testigo e implorando perdón por haber desvelado un secreto de confesión, pero circunstancias que luego narraré, le obligaron a adoptar otra estrategia.
Como opinar es gratuito, hay quienes opinan que es esta una historia increíble, porque no hay nada más sagrado para un sacerdote que el secreto de confesión, pero lo cierto es que el periodista especializado en la monarquía, Juan Balansó, ya en dos ocasiones y con mucha anterioridad, había mencionado que dicho documento existía y que por alguna razón que se nos escapa, ante la gravedad y trascendencia de lo confesado, el fraile se decidió a hacerlo público tras su muerte, sin duda alguna temiendo las represalias que efectivamente hubo de padecer.
Y para no cansar demasiado a los lectores, voy a suspender la narración en este punto, para continuarla en el siguiente artículo.