jueves, 28 de agosto de 2014

PRIMERO, EL ROSARIO




Durante muchos años, el mejor y casi único remedio anticonceptivo que conocían nuestras “abuelas”, era una jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”.
Y con esa frase confiaban no volver a quedarse embarazadas. ¡Ingenuas!, y bien intencionadas, pero sobre todo ingenuas porque olvidaban que el mensaje divino era justamente lo contrario: Creced y multiplicaos y llenad la Tierra. Y así, con jaculatoria o sin ella, volvían a quedarse embarazadas si el marido la pillaba en uno de sus días fértiles.
Algunas siguieron al pie de la letra el mandato divino, pero otras no consiguieron perpetuar la espacie, por mucho que lo intentaron y es que siempre han existido causas de esterilidad por ambas partes.
Tener muchos hijos era una “bendición de Dios”, no tenerlo podría ser un castigo también divino, pero en las familias normales, las del pueblo llano, ni una circunstancia ni la otra tenían importancia. Simplemente se aceptaban así las cosas y punto.
Curiosamente, en el estamento social en donde más se echaba de menos la capacidad reproductiva de la pareja, era en las familias reales, tan necesitadas ellas de un vástago, a ser posible varón, que perpetuase la línea sucesoria.
Quizás por el abuso de la consanguinidad, quizás por otras causas genéticas y hereditarias, seguro que por padecer ciertas enfermedades, lo cierto es que muchos monarcas españoles tuvieron grandes problemas reproductivos. Enrique IV, El Impotente, Carlos II, El Hechizado, Fernando VII, El Deseado y El Rey Felón…, en fin, y muchos más que pueblan la historia de nuestro país y de los que estos tres son los que me parecen más significativos, pues su falta de capacidad reproductiva trajo graves problemas, como divisiones de la sociedad, cambios de dinastía e incluso guerras y en cualquier caso, ruptura con la situación anterior.
Cuando una reina no se quedaba embarazada se recurría a los métodos tradicionales que eran las rogativas, como primera medida, las reliquias, como segundo ataque mucho más poderoso y por último, el único remedio medicinal que se conocía, el de los baños de aguas medicinales, alguna sangría para compensar los flujos y quizás una dieta alta en picantes, para exacerbar su líbido.
Casi nunca se pensaba que la imposibilidad de reproducción se debiera al varón, causa que solía ser la más común, pues aparte de los problemas hereditarios que ya presentaban por la consanguinidad, muchos estaban aquejados de sífilis congénita y otras enfermedades que devenían en una impotencia total. Cuando murió Carlos II, se descubrió que solamente tenía un testículo, completamente negro y con  el aspecto de un huevo de madera.
Lógicamente así no podía tener descendencia.
Y toda esta introducción para contar una de esas muchas situaciones de esterilidad que provocaron grave consternación en nuestro país.
Se trata precisamente de la del último de los reyes mencionados anteriormente: Fernando VII, que de Deseado, pasó a ser odiado y llamado el Rey Felón.
Después de casarse con su prima María Antonia que se le murió en cuatro años y con la que no tuvo descendencia, se casó en 1816 con su sobrina carnal (hija de una hermana), María Isabel de Braganza, que le duró menos que la anterior: dos años y con la que tuvo una hija que vivió poco más de cuatro meses.
Y en 1819 se casó, por tercera vez, con María Josefa de Sajonia, también pariente suyo y protagonista de esta historia.
María Josefa se quedó huérfana de madre cuando apenas contaba tres años de edad y su padre, loco por buscar otra esposa e incapaz de educar a la pequeña, la ingresó en un convento del que salió a los quince años, para casarse con el rey de España.
La elección de esta joven no había sido cuestión de azar, todo lo contrario, los consejeros del rey habían estudiado perfectamente a la familia de la madre, buena paridora, lo mismo que sus hermanas, primas y demás familiares, por lo que se presumía que al menos, por ese lado, la cosa podría salir bien.
La joven viajó hacia España y el día dos de agosto de 1819 fue recibida en Buytrago por el rey, con el que se casó el veinte de octubre de aquel mismo año.


Fernando VII y María Josefa de Sajonia

La joven María Josefa había recibido una profunda y esmerada educación religiosa, pues en los doce años que estuvo en aquel convento, a orillas del río Elba, no había hecho otra cosa que rezar y leer vidas de santos, sin que nadie le hablara nunca de otras cosas que no fueran de espiritualidad.
Es evidente que la pobre niña desconocía lo que era un matrimonio y las obligaciones inherentes al mismo, por eso, cuando en la noche de bodas, su tío-primo, el rey, veintiún años mayor que ella, con cara de bobo por su acusado prognatismo y al que la baba se le caía por la comisura de los desparejados labios, descubriera sus armas secretas que, al pertenecer de la estirpe de los borbones, deberían ser de cuidado y quisiera hacer uso del matrimonio, es comprensible que ella sintiera un terror que la hizo orinarse en la cama, seguido por un vacío interior que le produjo una vomitera que lo salpicó todo, incluso al rey, entrando a continuación en una crisis de histeria de la que tardo horas en reponerse.
De nada valió que las cortesanas le explicaran que su marido era como todos los hombres y que lo que pretendía era la consumación del matrimonio, cosa normal en todas las parejas.
Ella se había criado entre monjas y jamás había oído nada sobre ese particular, por lo que se pensó que quizás era conveniente que algún sacerdote le explicara cuales eran las obligaciones de la esposa.
Se fue probando con todo el escalafón curial y no había manera de convencer a la joven reina, la cual necesitó que el propio papa se le dirigiese para explicarle lo que una madre le habría dicho, preparándola para el altar.
Con la intervención del papa, la cosa le quedó clara a María Josefa, la cual puso algunas condiciones, como era que antes de realizar el acto carnal, su esposo y ella debían de rezar el rosario.
Como parece lógico, no es esta una situación que contribuya a fomentar el apetito sexual y la verdad es que después de un buen rosario y puesto en paz con Dios, a uno lo que le apetece es echarse a dormir y no empezar con escarceos amorosos.
De todas las formas, el Felón, que era un mujeriego muy aventajado, no iba a permitir que aquella pichoncita de quince años se le escapara virgen, así que con más dificultades que otra cosa por parte de la doncella, consiguió, por fin, consumar la coyunda, eso sí, después de rezar el rosario.
Pero pasaba el tiempo y la reina no se quedaba embarazada y la corona, cada vez más, necesitaba de un heredero que perpetuara por línea directa la monarquía, porque detrás de cada esquina estaba el hermano del rey, el infante Carlos María Isidro, en torno al cual se amontonaba una camarilla con todos los descontentos de la política gubernamental y que a la larga desembocó en la Primera Guerra Carlista.
Como ni las misas, ni las bendiciones, ni el brazo incorrupto de Santa Teresa o el báculo de Santo Domingo, muy milagrero él, consiguieron que la reina se quedara preñada, se recurrió a lo que la ciencia médica aconsejaba y cada año, durante el verano, la comitiva real se desplazaba a la localidad de Beteta, en la provincia de Cuenca, donde se encuentra el balneario de Solán de Cabra, famoso ya en aquellos tiempos.
Y cuenta César Vidal una anécdota que parece ocurrió en uno de aquellos viajes por tierras secas y polvorientas, con un calor de justicia. La comitiva real caminaba rumbo al balneario levantando una polvareda como la de una manada de búfalos en estampida, cuando su majestad, el rey, sacando la cabeza por la ventanilla del carruaje lanzó un escupitajo para despejar su boca del polvo que iba tragando y dirigiéndose al oficial de la guardia que cabalgaba al lado del carruaje le dijo: “De este viaje vamos a salir preñados todos, menos la reina”.
A los diez años de su matrimonio y pese a las buenas perspectivas que presentaban los prolíficos antecedentes de su familia, María Josefa murió de unas fiebres, sin dar descendencia al rey.
Como es natural, Fernando se volvió a casar, esta vez con María Cristina de las dos Sicilias, hija de su hermana menor María Isabel, por tanto, nuevamente sobrina carnal suya.
Con esta sí tuvo descendencia, aunque no a su gusto, seguramente porque no rezaban el rosario antes del fornicio, pues la reina parió dos niñas, la mayor de las cuales, Isabel, llegó a gobernar con el nombre de Isabel II, después de que el rey decretara y aboliera y volviera a poner en vigor la Pragmática Sanción, que permitía gobernar a las mujeres cuyo reinado estaba proscrito por la Ley Sálica.

Esta decisión real provocó la primera Guerra Carlista por la insurgencia del hermano del rey, el infante Carlos María Isidro, cuyo partido, los Carlistas, todavía tiene vigencia y que de haber reinado, como posiblemente le correspondía, habría cambiado la historia de España.

viernes, 22 de agosto de 2014

LA CULIANCHA




Hace unos años, cuando la efervescencia de una determinada inclinación a borrar todo lo que oliera al régimen anterior azotaba España, en el ayuntamiento de Bailén, a lo largo de un pleno, un concejal propuso quitar el nombre a una calle porque le traía malos recuerdos del reciente pasado.
La calle se llamaba, y se sigue llamando, 19 de Julio, pero no hace referencia a 1936, día siguiente al del alzamiento militar contra el gobierno de la república y que a aquel gárrulo concejal levantaba ampollas, sino al año 1808, fecha gloriosa en la historia de España en la que los ejércitos de Napoleón dejaron de ser invencibles a manos de un ejército muy inferior, pero con mucha más estrategia y afán de victoria.
Y es que en esa fecha se dio la famosa batalla de Bailén, en la que el General Castaños, venció a las muy superiores tropas francesas del general Dupont, que aun contando con menos soldados, estaban muchísimo mejor pertrechadas y entrenadas, ya que era un ejercito moderno y completamente profesional, veterano y bien pagado, frente a unas tropas formadas en sus dos terceras partes por restos de regimientos aglutinados: Regimiento de voluntarios de Madrid, de Infantería Mallorca, Ingenieros, Cuerpo de Fusileros, Milicias provinciales, regimiento de Dragones, Infantería Ligera de Barcelona, Húsares, Granaderos, todo ello con un tercio de civiles y guerrilleros, sin instrucción militar.
La batalla de Bailén se ha convertido en todo un mito que junto con la victoria de Los Arapiles y el asedio de Cádiz, son los tres más representativos de la larga contienda contra los invasores franceses.
Varias fueron las circunstancias que se aliaron a favor de las tropas españolas, sin dejar de lado que el valor y el coraje demostrado por nuestro ejército, jugó también un papel muy importante.
Pero fue quizás la climatología el principal aliado de nuestros soldados que junto con el coraje, inclinaron la balanza a favor. Y es que contra el calor es muy difícil combatir y su principal consecuencia, la sed, produce una situación anímica y física contra la que no se puede luchar si no es bebiendo agua.
Todos sabemos dónde se encuentra Bailén, pues ha sido, desde tiempo inmemorial, lugar de paso obligado en las rutas que comunican el norte con el sur de la Península y que atraviesan el paso de Despeñaperros, por la que todos los andaluces hemos pasado.
Es aquella una tierra llana y seca, donde el calor del verano aprieta con ganas de asfixiarte y del que no hay defensa posible, salvo en los tiempos modernos, con el aire acondicionado.
El verano de 1808 fue muy caluroso y aunque los españoles estaban más acostumbrados a la canícula, ésta, causaba estragos en las filas del general Castaños, que era el comandante en jefe de aquel ejército que se formó a la carrera.
Para tratar de dar siquiera un destello de formación militar, los muchos voluntarios que acudían a enrolarse en aquel ejército, eran sometidos a durísimas jornadas de entrenamiento, con una temperatura superior a los cuarenta grados y vestidos con la uniformidad adecuada.
Las tropas francesas estaban al mando del general Dupont, un experimentado y brillante general que había recibido órdenes de dirigirse hacia Cádiz, en donde la escuadra francesa del almirante Rosilly estaba bloqueada, liberar la escuadra y hacerla operativa, a la vez que se tomaba Cádiz, considerada llave del Mediterráneo por los asesores militares de Napoleón.
Tras esa campaña, que a todas luces se suponía un paseo militar, a Dupont le esperaba el ascenso a mariscal, el más alto grado del ejército francés.
Con esa misión, el veintitrés de mayo salió Dupont de Toledo hacia el sur, cruzando Despeñaperros, pero al llegar muy cerca de Córdoba, concretamente a la localidad de Alcolea, se encontró con una sorpresa y es que el gobierno de España, en ese momento instalado en Sevilla, había declarado la guerra a Francia y un contingente de unos tres mil soldados, pretendían impedir el paso de las tropas francesas hacia Cádiz.
Como es natural, las tropas españolas fueron arrasadas por los franceses que, furiosos por el retraso que le había supuesto aquella batalla, entraron en Córdoba donde durante tres días se dedicaron a saquear la ciudad y a violar y asesinar brutalmente a sus habitantes.
Con esta pérdida de tiempo, cuando llegaron a Cádiz no pudieron liberar la escuadra francesa, pues desde La Isla de León se habían cortado todas las comunicaciones por tierra y ya se habían preparado para resistir el asedio francés. Como todos sabemos, las dos ciudades resistieron sin claudicar hasta el fin de la guerra.
En ese momento, el General Castaños comprende que si es capaz, con su ejército, de cortar las comunicaciones y los abastecimientos con el sur, los ejércitos franceses tendrán muy difícil su situación, por lo que prepara a sus soldados para combatirlos, mientras que las partidas de guerrilleros hacen su labor de zapa incordiando cuanto pueden a las tropas y los convoyes franceses.
En vista del peligro que se les presenta por la retaguardia, Dupont retrocede con parte de su ejército, un cuerpo de más de veintitrés mil hombres de infantería y caballería y pensando, quizás, que el enfrentamiento sería un juego, como lo había sido la batalla de Alcolea, se encuentra con Castaños muy cerca de Bailén.
Con cuarenta y cinco grados a la sombra, el día 18, víspera de la batalla, había sido una jornada de verdadero fuego, pero lo había sido mucho más para los franceses, porque el suministro de agua no había sido debidamente planteado y el preciado líquido escaseaba, mientras que el ejército español, apoyado por los vecinos de Bailén y otras localidades cercanas, formaron una verdadera red de suministro de agua en la que participaban los mayores, las mujeres y los niños y todos aquellos que no podían empuñar un fusil o esgrimir un sable.
Los franceses recibieron de Porcuna, una reata de veinte mulas cargadas con cántaros de agua como único suministro.
Y aquí es cuando entra en la historia María “La Culiancha”, así llamada por lo que cualquiera se puede imaginar.
María Bellido Sánchez, “La Culiancha”, había nacido en Porcuna, cuarta hija de un matrimonio que tuvo nueve descendientes; se casó con un alfarero de Bailén llamado Luís Cobo de la Muela que se desplazaba por los pueblos de aquella zona vendiendo sus cántaros, lebrillos, botijos y otros objetos de barro que desde siempre, han tenido muchísima producción en la ciudad, a la que María se trasladó.
Cuando se preparaba la batalla, el general Castaños sabía que quien tuviese el agua, ganaría al final y así, se preocupó mucho en cuidar que pozos, norias, acequias y cuantas conducciones de agua de la zona pudieran servir para mitigar la sed y los calores, estuviesen perfectamente operativas.
Uno de esos pozos estaba en una hacienda muy próxima al río Rumblar, sobre el que se celebró gran parte de la batalla y que era propiedad del marido de “La Culiancha”, que en ese momento tenía sesenta y cinco años, la cual organizó a un grupo de mujeres a las que su esposo abasteció de cántaros con los que transportar el agua.
Cuando más apretaba el calor y más apretaban los franceses en un último esfuerzo por vencer, María, se dirigió con un cántaro hasta la tienda donde se encontraba el general Reding, segundo en el mando de Castaños, al que fue a ofrecerle un poco de agua.
En ese momento, una bala francesa, o quizás española, porque en aquellos momentos cada uno disparaba hacia donde podía, rompió el cántaro que María portaba, rompiéndose y cayendo al suelo, de donde, sin inmutarse apenas, María recogió un trozo que aún conservaba algo de agua y se lo ofreció al general, advirtiéndole que al momento regresaría con otro cántaro, cosa que hizo pocos minutos después.
Sorprendido de la sangre fría que aquella anciana mujer demostraba, el general Reding prometió recompensarla, cosa que se hizo, tiempo después, en la persona de una sobrina, pues María Bellido falleció a los pocos meses de la batalla, concretamente entre el siete y el ocho de marzo del año siguiente.
De todos los héroes de aquel día, es “La Culiancha” la única persona que tiene un monumento conmemorativo y no solamente eso es lo que la destaca del resto, es que la ciudad de Bailén decidió incorporar un cántaro agujereado por una bala al escudo de la ciudad.


Monumento a María Bellido y escudo de la ciudad de Bailén

Lamentablemente a la victoria de Bailén siguió una pésima negociación española, permitiendo a los más de dieciocho mil prisioneros franceses que se marchasen, algunos incluso con el botín de guerra que portaban.
A propósito del héroe de esta batalla, el general Castaño, se cuentan por César Vidal, dos anécdotas dignas de resaltar y que confirman su buen sentido del humor.
La primera es que tras la victoria, el general Dupont, con toda solemnidad y en señal de rendición, le entregó su sable diciéndole que era vencedor en cien batallas, a lo que Castaños le contestó escuetamente: Pues ésta es la primera que gano yo.
La segunda y de más calado es que, terminada la guerra, fue citado por el rey para comunicarle su agradecimiento, en una mañana del frío mes de enero madrileño. Castaño se presentó vestido con la uniformidad de verano y el monarca le preguntó cómo es que con el frío que hacía aquel invierno, iba vestido con aquellas ropas tan ligeras, a lo que Castaño, con ironía le contestó: ¿Invierno? ¡Pues ya ve, su majestad, aún no he cobrado la paga de julio!


jueves, 14 de agosto de 2014

¿QUIEN ERA EL ZORRO?




A los de mi generación se les plantearía una enorme duda: ¿Te refieres a Pepe Iglesias, aquel argentino que silbaba como nadie, creaba personajes cómicos y se presentaba con la cancioncilla de yo soy el Zorro, Zorro, Zorrito, para mayores y pequeñitos…? ¿O es aquel otro, vestido todo de negro, con capa, polainas, antifaz y pañuelo tipo corsario y sombrero de ala ancha?
¡Claro, es a este segundo! El personaje que la literatura, el cine y los comics han popularizado hasta la saciedad y que desde Douglas Fairbanks, hasta Antonio Banderas, han protagonizado diferentes actores.
Pero, ¿cómo nació el mito de este enigmático personaje? ¿Existió de verdad?
La cosa no está muy clara respecto a si es un personaje totalmente literario, como tantos y tantos héroes de ficción, o si su creador tuvo inspiración en un personaje real; parece que los que han profundizado en el tema se inclinan más por esta segunda opción.
De ser así, el personaje en el que se inspira la historia vivió en el siglo XVII. Era este un joven llamado William Lamport que había nacido en Irlanda, en el seno de una familia católica de clase alta pero venida muy a menos, lo que hizo que el joven William, después de algunos años de estudio en Londres, tuviera que buscarse la vida como buenamente pudiera y lo hizo primero como corsario y luego como soldado de fortuna.

         William Lamport, pintado por Rubens

Hastiado de su vida en el corso, no se sabe muy bien en qué fecha, recaló en España, parece ser que por Bilbao, si bien estuvo deambulando por toda la cornisa cantábrica hasta llegar a Galicia, concretamente a La Coruña, en donde su pelo, completamente rojo que le daba un aspecto extraño, su calidad de extranjero, su cultura y conocimiento de idiomas y sus modales y condición de aristócrata, le abrieron algunas puertas, entre ellas las de la casa del Marqués de Mancera, don Pedro Álvarez de Toledo que lo becó para que estudiara con alguna orden religiosa española, dada su condición de católico y de hombre culto.
Pero no era en el campo del estudio donde el joven William se encontraba más a gusto y muy pronto se enroló, a las órdenes del Conde Duque de Olivares, en los famosos Tercios que partían a la guerra contra Francia.
Allí,  el valido del rey Felipe IV se fijó en él como una persona de marcado aspecto exótico, que hablaba varios idiomas, era culto y de refinados modales y se desenvolvía tan bien sobre el campo de batalla como sobe las mullidas alfombras de los salones de palacio y entonces pensó que lo podría utilizar como espía a su servicio, pues nadie pensaría en aquel pelirrojo como una persona al servicio de España.
Entonces William Lamport cambió su nombre y empezó a llamarse Guillén Lombardo, nombre con el que llegaría a ser muy conocido.
Las primeras impresiones del Conde Duque de Olivares eran que había encontrado un filón, con el que conseguiría deshacer todas las intrigas palaciegas que contra él se tejían, pues la habilidad de Guillen para captar informaciones no tenía rival, pero no contaba con un inconveniente muy importante y es que el pelirrojo era muy débil de las partes húmedas y por las mujeres perdía la cabeza y eso le ocurrió con una bella dama, casada, de alta alcurnia, con la que protagonizó un ardoroso romance, fruto del cual se puso en boca de toda la alta sociedad que no vio con buenos ojos, la intromisión de aquel apuesto y desconocido extranjero en sus círculos más íntimos.
Con gran pesar de su mentor, el de Olivares, a Guillén le cabían solamente dos opciones: la cárcel o el exilio.
Como quiera que el irlandés ya había proporcionado importantes servicios al Conde Duque, éste consiguió que se le permitiera exiliarse en la Nueva España, el virreinato de Centro América, en donde el virrey, marqués de Villena, era un personaje del que en España se fiaban muy poco.
Con las credenciales que Guillén portaba, fue rápidamente admitido en todos los círculos de Méjico, la capital del virreinato, en donde muy pronto adquirió importantes conocimientos sobre las actividades del virrey y de otros personajes, que plasmaba en informes que periódicamente remitía al de Olivares.
Pero nuevamente las mujeres jugaron una mala pasada a Lombardo, cuando se engolfó con una dama de la nobleza, protagonizando nuevamente algún que otro escándalo.
Para ese momento, el marqués de Villena ya tenía algunas sospechas acerca de las actividades secretas del irlandés y con el fin de quitárselo de encima y cortar la cadena de comunicación con el Conde Duque de Olivares, fue a la Inquisición con la historia de que  Lombardo se dedicaba a la astrología, haciendo horóscopos a las damas de alcurnia, con lo que se introducía muy hábilmente en sus intimidades, además de que tomaba sustancias estupefacientes como la mescalina que para los indígenas americanos tenía una larga tradición de uso, tanto en ceremonias rituales como en el oscuro campo de la medicina, pero que para los españoles solamente tenía la vertiente estupefaciente.
Inflexible con las debilidades de los demás, la Santa Inquisición encerró a Lombardo en una mazmorra en donde lo tuvo preso por espacio de diez años, al cabo de los cuales consiguió fugarse, sin que se sepa demasiado bien qué ingredientes tuvo aquella fuga, tras la cual, Lombardo se vio obligado a vivir en la más absoluta clandestinidad, oculto permanentemente y sin otra finalidad en su vida que la de distribuir pasquines contra la inquisición, denunciando sus abusos y procurando entorpecerla cuando y como podía.
En esa época es cuando se le empezó a conocer como “El Zorro”, un personaje enigmático que aparecía enmascarado y que colgaba carteles acusando a la Inquisición, en la misma puerta de sus tribunales o en los edificios oficiales, demostrando una osadía poco común. Otra de sus actividades era la protección de los débiles frente a los poderosos, atacando siempre al virrey y a la Iglesia y posicionándose frente a la injusticia.
Quizás si hubiese cambiado sus actitudes, podría haber vivido una larga vida en libertad, pero Lombardo, ahora “El Zorro”, seguía sintiendo aquella innata inclinación hacia las damas y no podía vivir sin seducirlas.
Y en una de esas seducciones fue capturado nuevamente, cuando estaba viviendo un tórrido romance con la esposa de otro noble, el marqués de Cadereyta, que más tarde sería el primer virrey criollo, es decir, español nacido en el Nuevo Mundo.
En esta ocasión ya no le iba a resultar fácil a Lombardo eludir la acción de la “justicia inquisitorial” y tras siete años de proceso, fue condenado a la hoguera en la que murió, dicen que consiguiendo ahorcarse con las cuerdas que le sujetaban para acortar el sufrimiento, antes de que las llamas llegasen a él.
Murió la persona, pero se había creado un personaje de hondo calado en el pueblo y como quiera que casi toda su actividad en los últimos años había sido la de su frontal oposición y ataque a la Inquisición, después de la independencia de Méjico, la masonería, que jugó un papel capital en el proceso independentista, se apropió del personaje de “El Zorro”, como símbolo de la lucha contra la Iglesia y contra España.
Quiso la fortuna que un masón, Vicente Riva Palacio, general, político, escritor y participante en el proceso independentista, conocedor de la historia, por haber tenido acceso a toda la documentación de la Inquisición, escribió una novela sobre el personaje, titulada Memorias de un impostor, don Guillén de Lampart, rey de México, que no resultó ser muy conocida y en la que relataba parte de los hechos acreditados de “El Zorro”, e inventaba otros muchos, para dar mayor realce a la historia.
Se da la circunstancia de que este general era hijo del abogado que defendió al emperador Maximiliano I en el juicio cuando fue depuesto por Benito Juárez, con lo que puede tenerse una idea de lo importante que era su familia en el recién nacido país.
Sin embargo, aquella novela no tuvo éxito, pero años después llegó a las manos de otro escritor, esta vez norteamericano, llamado Johnston McCulley, también masón, que empezó a escribir sobre aquel personaje que había encontrado en el libro de su correligionario y fue el que verdaderamente creó la figura del buen bandido, espadachín y escurridizo que traía en jaque a las autoridades mejicanas.
La primera aparición del personaje “El Zorro” fue en 1919 en La maldición de Capistrano, un cuento de McCulley publicado en la revista All-Story Weekly, con tanta aceptación que se tradujo a más de veinte idiomas y fue leída en el mundo entero.
Se hizo tan popular el personaje que Douglas Fairbanks, otro masón, actor de fama en el incipiente Hollywood, quiso ser el protagonista del personaje en la pantalla y la historia fue llevada al cine con notable éxito.
Años más tarde, Tyrone Power, volvió a representarlo y últimamente lo ha hecho Antonio Banderas.



Fairbanks, Power y Banderas en el personaje de “El Zorro”

¿Realidad o ficción? Poco importa porque el personaje, como ya lo hiciera Robín Hood o la Pimpinela escarlata, era un redentor de pobres frente a los abusos de los ricos, las instituciones, los nobles o el Terror, historia que prende con mucha facilidad en todas las clases sociales y que casi garantiza un éxito.

Tampoco importa que “El Zorro” sea Guillén Lombardo o cualquier otra persona, lo que importa son las maravillosas horas de cine y lecturas que nos hizo pasar en nuestra juventud.

jueves, 7 de agosto de 2014

EL MISTERIO DE JUSTO ARMAS




Lo de la emancipación de las Colonias españolas es tema de difícil comprensión.
Que fueran precisamente españoles, o descendientes de españoles los que pusieran su vida en juego por emanciparse de España, para caer en barrizales mucho peores, es tan inaudito que yo diría que salvo a los españoles, a otro pueblo no le podría suceder.
San Martín, el libertador de Argentina, Paraguay, Chile, Peru…, era militar español e hijo de militar español {ver mis artículos “La cobardía del libertador” ( http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-cobardia-del-libertador.html) y “La otra historia del Libertador”(http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-otra-historia-del-libertador.html)}.
La familia de Simón Bolívar, libertador de Venezuela, Colombia, Bolivia, Panamá…, procedía del País Vasco y el cura Hidalgo, artífice de la independencia de Méjico (Ver mi artículo “El grito de Dolores”, (http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-grito-de-dolores.html), era hijo de un administrador real al servicio de España.
¡Qué razón tenía el conde de Aranda cuando le proponía a Carlos III deshacerse de los territorios americanos! Seguro que nos hubiese ido mucho mejor si el monarca absolutista le hubiese hecho caso, porque lo que vino y de manos de quienes vino, es lamentable.
Pero es mucho más lamentable cuando luego suceden cosas como las que voy a referir en este artículo y de las que, tristemente, estamos poco informados.
Este caso ocurrió con la independencia de Méjico, de la que quisieron sacar tajada todos los países europeos y los propios Estados Unidos, ante la pasividad de los mejicanos que se despojaban de un yugo para caer en otro.
Cuando Méjico alcanza la independencia en 1821, no se constituye en república, ni en otra forma de gobierno moderna, se convierte en Imperio Mejicano y da la corona del mismo a Agustín Iturbide, un militar al servicio de España (Ejército Realista, se llamaba). Naturalmente que el pueblo se levantó de nuevo y lo depuso. Terminó fusilado, una forma de acabar con la gente molesta que luego se convertiría en costumbre y seguidamente cambiaron el imperio por república.
Tras muchas vicisitudes y apoyado por los Estados Unidos y, sobre todo, por la masonería, accede al poder el general Santa Anna, que llegó a ser presidente de la república en once ocasiones y que al final, volvió a sus orígenes y fue el artífice para convertir al país nuevamente en Imperio de Méjico y ahora sentando en el trono a un personaje de sangre real, que encontró en el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador austro-húngaro, Francisco José I, al que claramente apoyaba Francia.
¡Vaya cosa más rocambolesca! Salir del dominio español, para entregar el país a una de las familias reales más antiguas de Europa y a un país colonizador como Francia.
Y aquí empieza realmente la trama de este artículo.
Maximiliano gobierna a disgusto de todos, desde 1863 hasta 1867, cuando al perder el apoyo de los franceses, es depuesto por los liberales de Benito Juárez, que se proclama presidente de la nueva república.
Como muchos de los integrantes de las familias reales europeas, Maximiliano era masón, cosa que compartía con el que era su opositor, el liberal y sedicioso Juárez que ocupaba un alto grado dentro de la secreta orden que observa reglas muy estrictas, una de las cuales es que entre correligionarios no se pueden atacar y mucho menos matarse.
Pero según cuenta la historia oficial, Maximiliano I, depuesto del trono, fue fusilado en el Cerro de las Campanas, cerca de Querétaro, el 19 de junio de 1867.
Poco tiempo después, un enigmático personaje apareció en San Salvador, la capital de la República de El Salvador.
Un individuo desconocido, de magnífica presencia y modales distinguidos, que hablaba varios idiomas y mostraba una cultura fuera de lo común.
Pronto enraizó en la alta burguesía local y se dedicó a asesorar a magnates y políticos, a educar en modales y urbanidad a los jóvenes de buena familia salvadoreños y a un negocio mucho más mundano, como era organizar convites y reuniones solemnes y a alquilar vajillas, cuberterías y cristalerías para grandes eventos, pues poseía un inagotable almacén de estos productos.
La nota más característica de este individuo es que a pesar de vestir siempre impecablemente, también, siempre, iba sin calzado.
Como es lógico, esa circunstancia causaba sorpresa a todas las personas que del desconocido solamente obtenían una respuesta bastante ambigua y era que tiempo atrás, había prometido a la Virgen que si salía de un mal trago en el que andaba metido, iría siempre sin zapatos.
Este personaje singular decía llamarse Justo Armas y ser el único superviviente de un naufragio, del que nadie tenía noticias. Desde que llegó al país, fue acogido por la poderosa familia de Gregorio Arbizú, un destacado masón y en aquel momento vicepresidente del país que no dudó en presentar a Justo Armas como correligionario, en los cerrados y secretos círculos masónicos.
El misterioso personaje fue pronto totalmente aceptado por la alta sociedad salvadoreña, entre la que murió, en 1936, a la edad de 104 años.
El asunto habría pasado desapercibido de no ser por un curioso arquitecto llamado Rolando Deneke, al que su abuela le hablaba del misterioso don Justo, al que había conocido por relatos de su madre, que le conocía personalmente y decía de él que había sido emperador de México y que siempre iba descalzo porque así se lo juró a la Virgen si lo salvaba de la muerte frente al pelotón de fusilamiento.
Deneke, ya en su mayoría de edad, no olvidaba aquellas historias y un buen día decidió dedicarse a investigar a fondo todo aquel asunto, habiendo llegado a algunas e interesantes conclusiones.
El primer detalle es el ya resaltado de que Benito Juárez y Maximiliano eran hermanos masones, lo que significa que Juárez no podía matarlo, ni ser responsable de su muerte, por lo que según Deneke, la única opción que tenía era matar al emperador y salvar al hombre.
Siempre siguiendo a Daneke, el fusilamiento de Maximiliano ocurrió en circunstancias irregulares. Solamente una veintena de persona asistieron al mismo, las cuales fueron mantenidas a gran distancia del lugar en el que, el pelotón de fusilamiento, un grupo de campesinos, que nunca habían visto al emperador se enfrentaban a las tres personas que habían de ejecutarse en el mismo acto, que eran el emperador y sus dos generales Miramón y Mejías. 
Hay  una cosa que le resulta curiosa a Daneke y es que a pesar del auge que la fotografía había tomado ya en aquellos años, ni una sola instantánea del acto fue tomada y el único recuerdo gráfico es un cuadro de Manet.
Esto no es cierto, pues parece que hay algunas fotografías, de muy mala calidad, pero testigos mudo del momento, mientras que el cuadro aludido es más una crítica al gobierno francés que un testimonio histórico, pues el pelotón de fusilamiento lo forman militares con el uniforme francés, caracterizados por el singular gorro llamado quepis, mientras el emperador luce un sombrero mejicano, en clara alusión de que a quien se agredía era al pueblo de Méjico, abandonado a su suerte.

El fusilamiento de Maximiliano I

La hipótesis es que Maximiliano fue sustituido por otra persona y a él se le dotó de una nueva identidad y un salvoconducto, con el que llegó a El Salvador.
Se basa esta teoría en que tras el fusilamiento, las potencias europeas exigieron el cuerpo, entrega que fue demorada durante más de siete meses y con distintos pretextos, que no eran otros que procurar que, a pesar del embalsamamiento al que habían sometido al cuerpo, la descomposición lo hiciese irreconocible, pero cuando los restos llegaron a Austria, fueron exhumados en presencia de la familia y la exclamación de su madre, la archiduquesa Sofía, fue inmediata: Este no es mi hijo.
El parecido entre el emperador y el señor Armas es incuestionable y un estudio antropológico realizado en Costa Rica, afirma la identidad de ambas personas. Posteriormente, y tras el fallecimiento de Armas, se obtuvo una prueba de ADN, que dio positivo al compararlo con parientes de Maximiliano.

Fotos que exhibe Deneke para mostrar el parecido

Otro estudio, esta vez grafológico, certificó que las letras de ambas personas eran idénticas y en una investigación sobre las cuberterías y vajillas que Armas tenía, en las que figuraban unas iniciales, se comprobó por la firma francesa “Christofle” que habían sido diseñadas por ellos exclusivamente para el emperador de Méjico.
Parece estar contrastado un dato muy importante y es que en plena Primera Guerra Mundial, embajadores austriacos se presentaron en El Salvador, para ofrecer a Justo Armas la corona del imperio austro-húngaro, dando por sentado que era el archiduque Maximiliano y ya que la salud de su hermano, el emperador Francisco José I, que carecía de descendencia porque su único hijo, Rodolfo, se había suicidado en Mayerling (ver mi primer artículo: Mayerling, un lugar de tragedia, http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/mayerling-un-lugar-de-tragedia.html), estaba en un momento de salud muy delicado. Armas habría declinado el ofrecimiento y nunca más volvió a tener contacto con su país.
Para Daneke, hasta el nombre adoptado por Maximiliano para marchar al exilio, tiene una justificación y según cuenta, tras la ejecución, el presidente Juárez había proclamado un edicto, una de cuyas frases entresaca el arquitecto y que anunciaba que el archiduque Maximiliano (no lo llama emperador) “había sido hecho justo por la armas”.
Una frase muy rebuscada para encajar el nombre adoptado por el depuesto emperador: “Justo Armas”.
Por supuesto que contra todas estas teorías hay revocaciones de quienes no creen nada más que lo que la historia ortodoxa cuenta, pero es bonito que la ortodoxia se salpique de enigmas que no la van a cambiar, pero la hacen más divertida.

viernes, 1 de agosto de 2014

CON VIENTO SOLANO




Verdad o mera leyenda, es lo cierto que varios escritores de la época, todos adornados de enorme prestigio, resaltaron en sus páginas esta historia que voy a contar y que seguro que muchos ya conocerán.
Pero antes de narrarla, es preciso desvelar las fuentes en las que he tomado, siquiera, el sorbo que me ha servido para vertebrar este artículo que no hace otra cosa que recoger lo que Fray Bartolomé de las Casas, López de Gómara y, sobre todo, el Inca Gracilaso, relataron.
La primera vez que tuve noticias de este hecho, fue precisamente leyendo Comentarios Reales, la famosa e ingente obra del Inca Garcilaso, que en su capítulo tercero del Libro Primero, trata de este tema que titula “Cómo se descubrió el Nuevo Mundo”.
El Inca, que fue el primer hombre culto de nacionalidad peruana (llamémosle así) por nacimiento, escribió que allá por el año mil cuatrocientos ochenta y cuatro u ochenta y cinco, es decir, siete u ocho años antes del descubrimiento del Nuevo Mundo, un avezado piloto de la villa de Huelva llamado Alonso Sánchez de Huelva, vivió una extraordinaria aventura.
Este piloto tenía un navío pequeño con  el que transportaba mercaderías desde la Península hasta las Islas Canarias, en las que descargaba y volvía a embarcar, esta vez, frutas y otros productos típicos de Las Afortunadas que trasladaba a la Isla de la Madera (Madeiras), en donde volvía a embarcar azúcar y conservas de pescado, con las que volvía a España en una triangulación que el piloto conocía a la perfección y de la que aprovechaba todos sus vientos para hacer el viaje rápido y beneficioso.
Pero quiso la desgracia que su último viaje fuese menos afortunado que los anteriores y cuando desde las Canarias se dirigía a Madeira, le cogió una fuerte tormenta con vientos solanos, llamados así porque proceden de donde el Sol sale y que soplan invariablemente desde el este, que le sorprendió en mitad de su travesía.
Viendo que era inútil luchar contra aquel desaforado temporal, optó por dejarse llevar por él y durante veintiocho o veintinueve días, se dejó arrastrar por los fuertes vientos, sin saber ni por dónde iba, ni dónde estaba, pues el cielo estaba tan cerrado que durante ese tiempo no divisaron ni el Sol ni la estrella Polar, que les sirviera para tomar altura y para orientarse.
Fueron días de una tremenda zozobra, pues el fuerte temporal impedía a los marineros comer y dormir, proporcionándoles por añadidura un gran trabajo en el achique de la embarcación y en la reparación de las cosas que el temporal iba averiando.
Pasados esos día, la tormenta se fue aplacando, cedió el viento y se calmó la mar, cuando milagrosamente se encontraron frente a una isla para ellos completamente desconocida.
No se sabe qué isla era aquella, aunque el Inca supone que era la llamada La Española, actual sede de la República Dominicana y de Haití, deducción a la que llega aplicando la lógica al considerar que dicha isla se halla al oeste de las Canarias, dirección hacia la que el viento les habría empujado.
Hoy sabemos que esa isla, la segunda más grande de todas las Antillas, se encuentra algo más al sur que las Canarias y que es una isla muy característica, pues tiene un pico montañoso con un poco más de tres mil metros de altura, lo que le da un aspecto muy singular en una zona en donde las islas se identifican por su escasa altitud. De cualquier forma se ignora si el piloto hizo una descripción de la isla, cosa que carece de importancia a los fines de esta historia.
Saltaron a tierra y el piloto tomó la altura del Sol, anotando todo con meticulosidad, desde que empezó la tormenta hasta que desembarcaron.
Hicieron luego agua y leña y volvieron en un viaje a ciegas, sin saber muy bien dónde estaban, nada más que su posición sobre el ecuador terrestre y desconociendo cualquier sistema de vientos que predominara en aquellas latitudes.
Es necesario considerar que desde que el vapor se incorpora a la navegación, los barcos pueden tomar el rumbo que deseen, pero en la navegación a vela se hace necesario conocer los regímenes de viento que imperan en cada latitud, para poder dirigirse a un lugar concreto. Por tanto, sin conocer con qué vientos se encontraría, la aventura de vuelta del piloto onubense fue muy meritoria. Optó por alejarse del ecuador, siguiendo una dirección noreste, esperando encontrar vientos favorables que no halló y que con los conocimientos de siglos después, casi se puede afirmar que su tornaviaje fue posible gracias a la corriente del Golfo.
Pero ese tornaviaje le llevó mucho más tiempo del que hubiera previsto. No encontró vientos de empopada que le habían alejado hasta allí y el agua, los víveres y demás bastimentos empezaron a escasear, lo que unido al mucho trabajo que tanto en la ida como en la vuelta estaban padeciendo, hizo que muchos de los diecisiete marineros que iban a bordo, empezaran a enfermar y luego a morir, de tal manera que cuando al cabo de muchos días avistaron una isla que resultó ser la llamada Terceira, del archipiélago de las Azores, solamente quedaban con vida cuatro marineros y el piloto.
Vivía por aquellos años en la misma isla, un genovés universal, por nombre Cristóbal Colón, ya en aquella época conocido como gran piloto, mareante y cosmógrafo, además de cartógrafo, el cual, enterado de la llegada de aquella nao y de la aventura que había corrido, se apresuró a recibir en su casa a los tripulantes que quedaban con vida, aunque tan escasos de fuerzas y tan diezmada su salud, que todos murieron en su casa, dejándole en herencia toda la documentación que concienzudamente había recopilado el piloto.
Nada pudo hacerse por sus vidas, pues ni una adecuada alimentación ni los cuidos especiales que Colón les prodigó, fueron suficientes para sacarlos del enorme deterioro que su salud presentaba y alguno que había llegado a la isla en estado de inconsciencia, ni capaz fue de recuperar la claridad.
Aquel tesoro en manos de Colón fue el decisivo acicate de su perseverancia en la tarea descubridora.
Ahora estaba seguro de que sus teorías eran ciertas, que se podía llegar a las Indias por occidente y que solo había que seguir una línea recta desde las Canarias hacia el poniente.
Para el Inca Garcilaso esta circunstancia fue el principio y el origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, en el que la villa de Huelva, habría jugado el papel fundamental de ser el lugar del que partieron sus dos descubridores.
La tozudez que desde ese momento demuestra Colón, que se ofrece a cualquiera que le quiera escuchar y tenga medios suficientes para ponerlos a su disposición, es una buena muestra de la certeza que abrigaba y cuando, por fin, los Reyes Católicos ponen aquella mísera escuadra a su disposición, lo hacen convencidos de que el navegante sabe de qué está hablando, pues Colón, que guardaba celosamente la preciosa información que poseía, había dejado caer pequeñas gotas en oídos de personas de mucha autoridad y cercanas a los Reyes.
Indudablemente, Colón debía ser un hombre muy convincente, a quien su fama como mareante arropaba cuando, con una certeza que solamente se explica por la circunstancia ya descrita, casi certificaba que navegando hacia poniente se encontraban las Indias.
Que solamente tardara sesenta y ocho días desde que salió del puerto de Palos hasta que puso pies en tierras caribeñas, después de hacer aguada en La Gomera, “solamente se explica porque de la relación que Alonso Sánchez le había entregado, sabía perfectamente qué rumbo debía tomar, pues de otra forma, en un mar tan grande, era casi milagro haber ido allá en tan breve tiempo.”
Así termina el relato el Inca Garcilaso, no sin antes hacer mención a las otras personas que mucho menos a fondo que él, recogieron la historia.
Poco se ha hablado de este piloto y de su aventura, desafortunada para él, pero muy beneficiosa para Colón que, sin lugar a dudas, le debe a Alonso Sánchez, buena parte de su descubrimiento.

            
Estatua erigida en Huelva al marino Alonso Sánchez