jueves, 4 de septiembre de 2014

EL PAN DE LAS EMBARAZADAS





Sin duda alguna, el mayor avance que la medicina ha experimentado en el campo de los medicamentos, ha sido el descubrimiento de la penicilina.
Es este un tema muy estudiado y publicado y sobre el que pocas cosas nuevas se pueden decir, si no es contar alguna anécdota que haya resultado poco conocida, o desmentir otras, tan extendidas como falsas.
Empezaré por esto último porque sobre el descubridor de la penicilina se han contado muchas cosas y bueno es que éstas se sepan, pero también se han contado falsedades que no venían a cuento ni hacían falta ninguna para dar brillantez a una historia tan deslumbrante como la de Alexander Fleming.
Como casi todo el mundo conoce, Fleming nació en el Reino Unido, concretamente en una pequeña aldea de Escocia, donde vivía su padre con su segunda esposa, de la que tuvo cuatro hijos, al tercero de los cuales pusieron de nombre Alexander.
Su padre murió cuando nuestro protagonista tenía solamente siete años y fue su madre y la ayuda de los hijos mayores, habidos en un matrimonio anterior, los que sacaron adelante a Alexander y sus hermanos pequeños.
Nace aquí un leyenda, demostrada recientemente como falsa, que cuenta que en aquellos bellísimos parajes de Escocia, la familia Churchill acostumbraba a pasar largas temporadas veraniegas y que en una de esas vacaciones estivales, el jovencísimo Winston, que llegaría a ser el más conocido de todos los primeros ministros británicos, jugaba junto a un pantano. El joven resbaló y cayó al agua cenagosa, en la que pronto empezó a hundirse.
A los gritos de auxilio que el joven lanzaba, acudió Hugh Fleming, campesino que cuidaba su ganado que pastaba en las proximidades y que, con habilidad y gran riesgo de su vida, consiguió sacar del absorbente cieno al joven Winston.
Conocido por el padre del muchacho la heroicidad de aquel campesino, cuentan que cierto día se presentó en la casa de los Fleming y reconociendo la enorme deuda que su familia tenía con él, le hizo entrega de cierta cantidad de dinero para que los hijos de aquellos humildes labriegos pudiesen tener la misma educación que su hijo Winston recibiría llegado el momento.
La historia es bonita y emotiva, pero es falsa. Al quedar huérfano, Alexander tenía siete años, iniciando los estudios primarios que acabó con trece, momento en el que se trasladó a Londres, donde vivía el mayor de sus hermanos, producto del primer matrimonio de su padre y que trabajaba en un hospital, el cual lo acogió mientras realizaba dos cursos de estudios superiores en un instituto de la capital, concluidos los cuales, encontró un empleo en las oficinas de una compañía naviera.
Con diecinueve años se alistó como voluntario en el llamado Regimiento Escocés de Londres que se iba a desplazar a Sudáfrica para participar en la Guerra de los Boers, pero antes de que partiera el regimiento, terminó la guerra, por lo que Alexander se quedó con las ganas.
Pero le había gustado la vida militar que llevó aquellos meses y no se desenroló, sino que permaneció agregado al Regimiento Escocés, con el que participó, más tarde, en la Primera Guerra Mundial.
Siempre admiró el trabajo de su hermano en el hospital, por eso, cuando a los veinte años recibió cierta cantidad de dinero, probablemente de la venta de las tierras que la familia tenía en Escocia, decidió emplearlos en estudiar medicina.
Esa fue la verdadera procedencia del dinero que le permitió dedicarse a la actividad que le proporcionaría fama mundial y no un regalo de los Churchill, con quien se le volvió a relacionar muy posteriormente en otra anécdota que también resulta ser falsa.
Contaban que durante la Segunda Guerra Mundial, siendo Winston Churchill primer ministro, enfermó de neumonía, temiéndose seriamente por su vida.
Ya estaba descubierta la penicilina, si bien su uso no se había extendido, quizás por dificultades técnicas, quizás porque otras preocupaciones más importantes ocupaban los planes británicos, pero lo cierto es que hasta que Estados Unidos se interesó por el medicamento, al que consideraban muy superior al poder que tenían las sulfamidas, única medicina contra las infecciones, el antibiótico no despegó realmente.
Esa leyenda dice que Fleming ofreció su penicilina para curar a Churchill y que gracias a ella, sanó.
Hoy, y consultados los archivos médicos del hospital en el que estuvo ingresado el primer ministro, se sabe que no es cierto que se le inyectase penicilina, sino que siguió un tratamiento a base de un medicamento llamado “Sulphapyridine” de los laboratorios May&Baker, al que se refirió Churchill en una entrevista en la que decía que aquel medicamento le había salvado la vida.
Tras muchos esfuerzos, Fleming consiguió que la penicilina se produjese masivamente, no habiendo querido nunca patentar su descubrimiento que muy pronto se mostró como el principal agente para combatir las infecciones, sobre todo en las guerras, en donde el científico había comprobado que la mayoría de los heridos no morían por la gravedad de las lesiones sino por las infecciones producidas, entre ellas la “gangrena gaseosa”, causante de una gran mortandad.

Una de las últimas fotografías del Dr. Fleming

Estas son las dos anécdotas a las que quería referirme sobre la vida de Fleming, las cuales, aun no siendo verdad, no desmerecen para nada el trabajo de este sabio al que se le reconoció su valía con la concesión del Premio Nobel, entre otros muchos reconocimientos.
Pero ¿qué hacía la humanidad antes de que a su disposición estuvieran herramientas poderosas para luchar contra las enfermedades?
Pues hacía lo que podía, eso sí, con un poco de sentido común y mucha menos técnica, aunque hubiera muchos avispados galenos, adelantados a su tiempo que comprendieran, aunque de manera rudimentaria, algunos procesos de las enfermedades.
Se encendían hogueras y antorchas para combatir la propagación de la peste, de eficacia discutible, pero con la lógica finalidad de purificar por el fuego el aire que se había de respirar; también se quemaban los cadáveres y las ropas y enseres y algunos aprendieron que atando fuertemente un pañuelo empapado en agua a la nariz y la boca, la enfermedad no penetraba.
En otro campo, en el de las batallas, desde tiempo inmemorial, algunos curanderos que acompañaban a los ejércitos como médicos o ensambladores, preparaban un pócima cuyo resultado les era bien conocido, aunque no entendían el proceso.
Usaban masa de pan, con la levadura natural que en la época se usaba y dejaban la masa fermentar por unos días en un ambiente fresco y húmedo. Pasado ese tiempo disponían de ella de manera que a los heridos en las batallas, les aplicaban sobre las heridas aquella masa, comprobando que a muchos de ellos no se les infectaban las mismas.
Llegaban incluso a realizar terapias más que agresivas, como cuando algún noble o caballero hubiera sufrido una herida profunda y entonces el médico introducía en la masa fermentada del pan, una espada similar a la que le había herido, dejándola un tiempo, para extraerla e introducirla seguidamente en la herida, con lo que se lograba atajar la infección.
A veces los procedimientos eran más drásticos como el uso de larvas de moscas cadavéricas para devorar las células muertas por necrosis en las ulceraciones.
Se basaba esta práctica en una realidad que nuestros antepasados habían constatado y es que estas larvas solamente consumían la carne muerta, sin que el tejido vivo que la circundaba sufriera la agresión de estos gusanos.
Pero quizás el procedimiento más científico es el que se utilizaba en el sur de España.
En el este de la provincia de Málaga hay una zona intermedia entre la costa y las sierras del interior que se llama Axarquía, en donde durante muchos años se practicó una singular medicina con las parturientas.
Los índices de fallecimiento por fiebre puerperales han sido siempre muy elevados, dada la escasa higiene que se observaba en los partos, en los que se contraían infecciones que acababan, de manera trágica, con la vida de la madre.
Una bárbara costumbre que tuvo vigencia hasta bien entrado el siglo XIX era colocar un zapato viejo en las entrepiernas de la mujer, una vez producido el alumbramiento. Obviamente esta salvaje práctica acabó con la vida de muchas mujeres que en otro caso habrían sobrevivido al parto de manera natural.
Pero contra salvajadas como ésta, otra práctica era observada en la Axarquía, sin que se tenga información de que en otros lugares se empleara también.
Allí, cuando una mujer estaba próxima al parto, la comadrona o la familiar que la iba a asistir, preparaba unos trozos de pan, a los que humedecía y guardaba en un cuarto oscuro y húmedo. A los pocos días, el pan presentaba en toda su superficie un moho verdoso que se daba de comer a la embarazada que hasta el momento del parto, e incluso después, estaba consumiendo aquel pan enmohecido.

Situación de la Axarquía

Tras el parto, no solían presentarse las temidas fiebres y en pocos días las heridas normales del alumbramiento cicatrizaban y la madre podía hacer vida normal.
Este pan era conocido como se dice en el título de este artículo: “El pan de las embarazadas” y no era otra cosa que un aporte de antibióticos naturales procedente de las levaduras fermentadas en la masa de pan.

En definitiva, que la raza humana es inteligente, tanto para descubrir la penicilina, como para emplearla sin haberla descubierto: así de sencillo.

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