jueves, 30 de octubre de 2014

LOS NUEVOS VIENTOS




Esta no ha sido una buena semana en lo que a artículos se refiere. No he sido capaz de encontrar un tema interesante para desarrollar, así que, dando ya las boqueadas la noche del jueves, sin nada interesante que llevar a la pluma y revisando mis archivos, me topé con un artículo que de forma novelada, escribí un día sobre una noticia que publicaba la prensa gaditana en aquellos duros años del asedio francés.
Y es que las mujeres de Cádiz habían decidido confeccionar uniformes y calzado para los distintos regimientos que formaban la guarnición de la ciudad.
Se me ha ocurrido publicarlo para llenar el hueco, porque en parte sigue un poco la línea de los demás artículos, solo que esta vez relatado de forma diferente.
Todos los personajes, lugares y circunstancias que figuran en él son reales.
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-¡Maldito Levante! -Exclama tras los cristales de la ventana el diputado Andrés Morales.
Desde hace más de una semana un tórrido viento de levante, el Levante, como se le llama en Cádiz, sopla sin misericordia, levantando, en calles y plazas, nubes ardientes de tierra que se cuelan por las rendijas asfixiando a los habitantes de toda la zona que, como única protección, cierran puertas y ventanas, corren las cortinas para aislar en lo posible sus viviendas y cuando caminan por la calle, sujetan faldas y sombreros para evitar que el viento se los lleve.
El calor no da respiro de día ni de noche y lo que es peor, produce mal humor en muchas personas y Andrés es una de ellas.
Vestido para marchar al Oratorio, espera que la sirvienta le traiga el panfleto que se edita cada día y que gusta leer antes de salir a cumplir con su misión de Diputado del Común. Lo ha elegido el Ayuntamiento por su doble condición de comerciante y capitán de los Artilleros Voluntarios Distinguidos, para que represente los intereses de la ciudad en la redacción de la Constitución.
Apoyado en el alféizar de la ventana, en el primer piso del número ciento sesenta y cuatro de la calle de Linares, observa los remolinos de tierra, hojas y papeles que el viento forma, mientras piensa en la jornada que tiene por delante.
Le duele la grave situación del país, o lo que de él está quedando, pero eso no es más que un acicate para esforzarse en el trabajo que le ha tocado desarrollar y, mientras que los escasos ejércitos españoles y las abundantes guerrillas, se oponen con sus menguadas fuerzas al ejército más poderoso del mundo, cosechando milagrosamente más éxitos que fracasos, los diputados, venidos de los confines del imperio, se reúnen cada día para dar forma a una Constitución que permita a todos vivir en paz y armonía y que a la vez proteja los derechos de los ciudadanos frente al poder absoluto.
Unos golpes en la puerta lo sacan de sus pensamientos. La sirvienta entra ofreciéndole el número cincuenta y seis de El Redactor General, correspondiente a aquel nueve de agosto del año 1811.
Aunque sabe perfectamente la fecha en la que está, a Andrés le gustaba leer desde la primera hasta la última palabra de aquel periódico que empieza como si fuera la orden general de servicios de un cuartel que es en lo que casi se ha convertido aquella plaza sitiada y nombra a los jefes militares, los regimientos que harán la guardia y a los que les toca el baño.
Su amigo Agustín es el Coronel Jefe de día. Hace unas semanas que no lo ve, pero esa tarde, cuando terminen las sesiones irá a la Capitanía General a tomar una copa de vino de Chiclana con él.
“A las damas de Cádiz una gaditana”; así empieza el primer artículo que lee con interés y que firma  L.M.P.

Fotocopia del panfleto


Tira distraídamente de la leontina y saca del bolsillo del chaleco un reloj de plata. Un regalo de su padre cuando allá, en su Nueva España natal, cumplió los veintiún años. Desde entonces no se ha desprendido de él.
Mira la hora alzando la tapa. Faltan pocos minutos para las nueve de la mañana y aún no ha sonado el primer cañonazo. El maldito Levante, además de volver tarumba a las personas, arremolinar toda la suciedad y asfixiar a las gallinas que se apretujan en los gallineros de las azoteas de cada casa, empuja tanto las bombas francesas que casi llegan a Puerta de Tierra.
Como artillero, sabe perfectamente que para llegar hasta la ciudad, los franceses tendrían que construir cañones más grandes. Con los que tienen han hecho todo tipo de experimentos, incluso ahuecando las bolas de hierro que usan de proyectil y rellenándolas de plomo para que pesen más y que así puedan llegar a la ciudad, pero desde el Trocadero les resulta inalcanzable.
¿Qué es lo que dice esta supuesta gaditana? Se pregunta, coincidiendo con el primer cañonazo y volviendo a releer el periódico.  El artículo comenta que le han cambiado el nombre al Regimiento, que desde ahora llevará el de la ciudad de Cádiz y sigue hablando del deseo de esa gaditana de proteger a los beneméritos soldados y confeccionarles uniforme y calzado.
¿Qué es lo que quiere esta mujer? ¿Montar un taller de sastrería para hacerles uniformes a los soldados? ¿Una talabartería para trabajar el cuero? ¿Quién se esconde tras estas tres iniciales? ¿De dónde sacará los paños?
A lo mejor la idea no es mala –piensa–. ¡Seguro que el cura Terrero ya sabe algo de este asunto!
A la hora en punto, como cada día, sale de su casa para dirigirse al Oratorio. Él mismo fue quien propuso aquel lugar para continuar con las sesiones, cuando en la Isla ya era imposible continuar.
Por la calle de los Sacramentos alcanzó a ver la sotana parda y la teja desteñida del cura Terrero, diputado por Algeciras, caminando delante. Apresuró el paso para ponerse a su altura.
–Buenos días, padre Vicente –saludó–. ¿Habéis leído el Redactor? ¿Qué os parece esa idea de proporcionar vestimenta a los soldados?
–Como todos los días, querido Andrés, lo he leído y la idea ya la conocía y me parece bien. Hay una dama gaditana que de momento no se quiere dar a conocer, que propone a otras señoras de la ciudad la creación de una Sociedad Patriótica, como tantas de las que están funcionando en las zonas ocupadas.
–Sí, pero esas sociedades son para otras cosas, no para vestir soldados. De eso tiene que ocuparse el Gobierno. A lo sumo que cada regimiento se procure la uniformidad, tal como he hecho yo con los Artilleros Voluntarios, que incluso he ayudado a diseñar el uniforme.
–La escasez es tal que hasta a los soldados hay que vestirlos, amigo Andrés. ¿Por qué te parece mal la iniciativa? Ahora estamos en verano y hace calor, pero llegarán los fríos y las lluvias y nuestros soldados van casi desnudos y descalzos. ¡Así no podemos hacer frente a los franceses!
–¡Nosotros no podemos hacerle frente a nadie, padre Vicente! Solamente podemos resistir hasta que vengan en nuestra ayuda o los franceses se harten y se marchen. ¡O se muera ese maldito Napoleón!
–Pero mientras que eso ocurra no es malo que las mujeres estén ocupadas en algo productivo y vestir a nuestros soldados es una buena idea.
–¿De dónde van a sacar las telas para los vestidos y los cueros para los zapatos? ¿Lo ha pensado ya esa dama? –preguntó algo airado ante la prepotencia del cura.
–¡Ahí estará el mérito de toda esta operación, querido Andrés! Ya lo he hablado con algunas de las que están dispuestas a colaborar. Se trata de vaciar los armarios de viejas ropas inservibles, descoser vestidos guardados desde años atrás para aprovechar trozos de paños, arreglar pantalones, chalecos, camisas y casacas y luego teñir todas las prendas con un mismo color para que la idea de uniformidad no se pierda. En cuanto al cuero, desde hace ya algún tiempo se están curtiendo los cueros de todos los caballos y burros que mueren en la ciudad.
–Pues a mi me parece que poca ropa queda guardada. Ya no sé cuando fue la última vez que un sastre me confeccionó una casaca y no recuerdo haber visto una pieza de paño en mucho tiempo. Y pocos cueros habrá procedente de los escasos caballos hambrientos que quedan. Yo mismo tuve que sacrificar mi yegua porque no tenía nada que darle de comer. Y acuérdese de aquellos caballos que se comieron todas las cortezas de los árboles del paseo del Perejil. Luego nos los hemos comido a todos
–Seguro que en tu casa hay mucha ropa que ya no usas y aunque esté desgastada, siempre habrá trozos aprovechables. Es de eso de lo que se trata, de descoser y cortar las piezas que puedan servir. Luego volverlas a coser y confeccionar algo de ropa.
–¡Pero es un esfuerzo inútil, baldío! Es mejor reunir fondos y encargar a algún barco que nos traigan paños de Gibraltar o de Mahón. ¡Afán de notoriedad! Seguro que detrás está Frasquita Larrea, ¿verdad, señor cura?
–¡Te equivocas, Andrés! Detrás de esta idea está la de organizar una Sociedad Patriótica que contará con mujeres de la altura de la marquesa de Villafranca, la de Astorga y muchas otras damas que quieren actuar por sí mismas, sin ninguna tutela masculina, como viene ocurriendo siempre que por su iniciativa se crean sociedades: que luego los hombres pasan a dirigirlas, desplazándolas de manera intolerable. ¡Es la hora de la mujer!

Andrés se ha quedado pensativo. Él, que ha propuesto tantas cosas dispares, como que el ejército lo mande quien esté más preparado y no el de mayor graduación, se encuentra que no sabe qué decir ante la idea de que las mujeres tomen la iniciativa.

viernes, 24 de octubre de 2014

LA RAYA CONTÍNUA




No me estoy refiriendo a la elegante raya del pantalón o a esa otra raya, menos exhibida, también de círculos elegantes pero más peligrosa que hace estragos en el cerebro, sino a la modesta raya de pintura blanca reflectante, que divide las carreteras y que afortunadamente, por la proliferación de autovías y autopistas, cada vez se usa menos.
Dividir en dos una carretera dibujando en su centro una raya continua es algo a lo que estamos muy habituados y sabemos que pisarla, aun sin romperla, cuesta unos cientos de euros y algunos puntos del carnet de conducir. La vemos tan cotidiana, tan frecuente en nuestras ciudades y carreteras, que nunca nos hemos parado a averiguar por qué existe, ni quien la puso en uso por primera vez.
Quizás hayamos pensado que es una solución lógica para diferenciar el tráfico que va en una dirección y el que va en la contraria y que como tal solución, se ha puesto en práctica desde que las carreteras dejaron de ser caminos de tierra o piedras, para convertirse en asfalto, pero la realidad es que no ha sido así.
En primer lugar, la raya blanca pintada en el pavimento es muy antigua; tiene siete siglos de vida y nunca obedeció a la necesidad de dividir el tráfico en un sentido y en otro, sino a la de separar el tráfico rodado de carretas y de caballerías, del de personas.
Pero es necesario hacer un poco de historia y centrar el tema.
Hubo en la historia de la Iglesia de Roma, momentos en que las finanzas estaban por los suelos. Muchos Papas y otros prelados distinguidos no hicieron, durante sus mandatos, otra cosa que enriquecerse y vaciar las arcas vaticanas que llegaron a pasar por momentos de tremenda angustia económica, tanto que se puede considerar un “milagro” la forma en la que a veces salieron del tremendo atolladero económico en el que se encontraban.
La falta de finanzas gravitaba fundamentalmente sobre dos pilares, ambos de suma trascendencia: el poder terrenal, basado fundamentalmente en el ejército y las grandes construcciones a que la santa organización tenía acostumbrado a sus seguidores.
Desde que Constantino el Grande trasladara la corte de Roma a Bizancio, rebautizada como Constantinopla, cedió al papado casi toda la península italiana, convirtiendo al Papa en un verdadero rey sobre sus territorios. Para poder gobernarlos era preciso tener un ejército que garantizara toda las acciones del estado y otra cosa más importante, una obediencia civil y religiosa de todos los habitantes del “reino”, usando al ejército cuando la segunda premisa fallaba.
No existía ninguna razón para que Roma fuese la capital de la cristiandad, pero los afanes expansionistas de Pablo de Tarso y sus seguidores y la creencia, quizás infundada, de que el apóstol Pedro hubiera muerto en dicha ciudad, de lo que no hay constancia en un sentido ni en el contrario, supuso a la postre que la necesidad, ya vislumbrada por los primeros cristianos de estar cerca del poder, era más factible trasladándose a Roma que permaneciendo en la mísera y arrinconada Jerusalén.
Como centro de la cristiandad Roma debía convertirse en la ciudad monumental que es y a ello contribuyeron algunos de los Papas, como los que construyeron la Capilla Sixtina o la Basílica de San Pedro, por no hablar de la infinidad de templos y grandes monumentos que la ciudad eterna acoge.
La capilla Sextina, enciclopedia de la pintura renacentista, se debe al Papa Sixto IV y es anterior a la Basílica de San Pedro, para cuya construcción no había en las arcas vaticanas ni un real, pero como muchos de los que se sentaron en el solio vaticano pensaban que más se le iba a recordar por sus obras arquitectónicas que por las espirituales, Julio II, sobrino del de la capilla Sextina, quiso ensombrecer a su antecesor y emprendió la construcción de la basílica.
Para ello no tuvo más que corregir y ampliar una disposición que su tío había puesto en práctica y que no era otra que la de legalizar, vía impuestos, la prostitución en Italia.
Nunca había sido una actividad legal, pero desde que el Papa les exige un impuesto si quieren desempeñar el oficio más antiguo del mundo, se convierten en unas trabajadoras toleradas, además del sostén de la economía vaticana. Julio, al comprobar los inmensos beneficios que reportaba aquel impuesto, lo hace extensivo a todos los miembros del clero que quisieran tener queridas, o simplemente estuviesen casados; y para que aquellos que no tenían votos de castidad, pudiesen deslizarse en la cama de cualquier mujer, sin cometer ninguna falta, otro pequeño impuesto que todos pagaban con sumo placer.
Era una fuente de ingresos fabulosas, lo que da idea de hasta que punto llegaba la concupiscencia de la época, pero no era suficiente para todos los gastos del estado vaticano, así que Julio se dio a pensar y se le ocurrió una gran idea.
No era otra cosa que la de aliviar los daños de las almas sufrientes en el purgatorio, mediante la aportación de un “pequeño óbolo”: las indulgencias.
En palabras del propio Papa: “Los que murieron en la luz de la caridad de Cristo pueden ser ayudados por la oraciones de los vivos. Y no solo eso. Si se dieren limosnas para las necesidades de la Iglesia, las almas ganarán la indulgencia de Dios.”
El negocio era redondo y miles de clérigos marcharon por todo el orbe cristiano vendiendo aquellas panaceas espirituales por cantidades en dinero a veces miserable, pero no importaba porque todo era negocio, ya que la contraprestación, además de inacabable, era gratis.
En aquella época oscura, donde el temor a Dios imperaba sobre todo lo terrenal, la venta de indulgencias era un negocio fabuloso.
Actualmente está en desuso, pero recuerdo que de pequeño mi madre compraba unas indulgencias que permitía a los españoles comer carne todos los viernes  del año, salvo los de cuaresma y que había sido consecuencia de la aportación española en la lucha contra el turco. Bula de la Santa Cruzada, creo que se llamaba, y como mi madre, muchos españoles contribuían así al mantenimiento de las cargas.
Para disimular un poco la desfachatez de ofrecer la remisión de la sagrada condena al purgatorio, mediante una limosna, antes de que las indulgencias se hubieran puesto de moda, otros papas habían inventado diferentes procedimientos que encubrían la misma transacción: tu me das una limosna y yo te garantizo que tu paso por el purgatorio va a ser de lo más liviano.
Claro que si después no resulta así, las reclamaciones al maestro armero, pero la limosna ya estaba en la faltriquera del cura.
Otra forma de ganar indulgencia era peregrinando a los lugares santos, cosa que hacían muchos cristianos a su buen arbitrio y sin organización alguna, hasta que en el año 1300, el Papa Bonifacio VIII tuvo una brillante y feliz idea.
Bonifacio trasladó la corte papal desde Nápoles, a donde la había llevado su antecesor, Celestino V, un ermitaño que quiso alejarse de las intrigas de Roma, y que renunció al papado tras cinco meses desde su coronación.
Además de la sede papal de Nápoles, Bonifacio se encontró las arcas completamente vacías, pues su antecesor era de los de verdad, de pobreza, castidad y rezo, y había repartido entre los pobres todo el dinero que se encontró en la caja fuerte.
Pobre como las ratas, Bonifacio tuvo una idea y promulgó el primer Año Santo que consistía en que todos los peregrinos que visitasen el templo de San Pedro, en Roma, obtendrían indulgencia plenaria.
Eso quería decir que iban a pasar por el purgatorio como la luz por el cristal, sin romperse ni mancharse.
Una verdadera ganga, total, por hacer una excursioncita de nada a Roma. La idea fue aceptada inmediatamente por posaderos, comerciantes, vendedores y todos los demás comprendidos en las categorías de “gentes de mal vivir” que entendieron que aquella congregación de fieles cristianos podría proporcionar pingües beneficios y así, putas y ladrones también acudieron gozosos a recibir su indulgencia.

Plaza de San Pedro abarrotada de peregrinos

Pero algo falló en la logística porque unas semanas después de la proclamación, fue tal la afluencia de peregrinos a la ciudad de Roma que se organizó un caos monumental del que era imposible salir.
Posadas y casas de comidas abarrotadas, obligaban a la gente a dormir a la intemperie y alimentarse como mejor pudieran; infinidad de robos, riñas y pendencias por cualquier motivo se daban en todas partes y lo que resultó más alarmante, un colapso total de las calles en las que resultaba imposible transitar, tal era el revuelto de carruajes, caballerías y caminantes.
Tras varios días de verdadero calvario, el autor de la idea del Año Santo, tuvo otra, quizás no tan magnífica, pero sí mucho más eficiente: ordenó que en todas las calles de Roma se pintase en el centro una línea blanca que separase a los caminantes del resto de los que transitaban por ellas y ordenó a sus guardas hacer cumplir aquella disposición y castigar la contravención con una multa.
No quitarían ningún punto del carnet de conducir, porque eso se inventó más tarde, pero sí que inventaron la raya continua y la multa por pisarla.
¡Y eso a principios del siglo XIV!


sábado, 11 de octubre de 2014

GIMBERNAT Y LOS REALES FALSOS





Seguro que la inmensa mayoría de españoles no ha oído nunca hablar de Carlos Gimbernat. Por mi parte confieso que el primer contacto con este personaje fue hace pocos días y con objeto de documentarme sobre cierta falsificación de monedas españolas ocurrida a finales del siglo XVIII.
Al profundizar en su vida quedé gratamente sorprendido de la proyección internacional de este científico al que en su propia tierra no se le ha hecho ninguna justicia .
Carlos Gimbernat y Grassot nació en Barcelona el 17 de septiembre de 1768, en el seno de una distinguida familia catalana.
Su padre, Antonio Gimbernat, era médico cirujano y fundador de la Escuela de Cirugía de San Carlos, creada en 1787, en Madrid, por iniciativa del rey Carlos IV.
Estudió ciencias naturales, matemáticas, física, química y botánica en Madrid y Salamanca, convirtiéndose en geólogo e historiador natural con sólo veintitrés años, momento en el que como compensación a la dedicación de su padre, fue pensionado por el rey para perfeccionar sus estudios en Inglaterra, Francia y Alemania.
Desde entonces vivió casi siempre en el extranjero, donde fue protegido de Maximiliano José I, rey de Baviera y principal aliado de Napoleón, pero sin desvincularse nunca de España, en donde se le nombró para varios cargos.
Su mayor contribución a la ciencia fue en el estudio de los gases procedentes de las erupciones volcánicas y de las aguas termales, que hizo siguiendo muy de cerca las erupciones del Vesubio.
Más tarde realizó una amplia investigación geológica sobre la formación de la cordillera de los Alpes, demostrando cómo se había producido el cataclismo que dio lugar a los picos más altos de Europa.
Pero no solamente en la historia natural o en la geología destacó este español universal, porque en otras ramas bien dispares, como realizar los primeros estudios sobre la litografía, sistema de impresión aun no puesto en práctica o sobre la estampación de los tejidos con la ayuda de aguas sulfúreas, procedentes de manantiales termales.
De toda su obra, que yo no he leído más que los títulos, lo que más despertó mi curiosidad es un informe que se le encargó recién llegado a Inglaterra para perfeccionar sus estudios, sobre unas falsificaciones de monedas españolas que estaba haciendo mucho daño a nuestra economía.
Para contar lo sucedido es necesario primero hacer un breve recorrido por la historia.
Durante las guerras que trajo como consecuencia la Revolución Francesa, la violencia y la animosidad que las naciones demostraron fue extrema.
La recién nacida república quería aniquilar, extinguir, a todos los reyes y las casas reales, a los que calificaba indiscriminadamente de tiranos. Por su parte, reyes y emperadores europeos se consideraban con todo el derecho a defenderse de aquellos que los querían destruir.
Toda Europa, menos España, declara la guerra a Francia, mientras nosotros nos doblegamos, primero a las ideas “ilustradas” y luego al poderío militar.
Hasta que el pueblo se alzó contra el invasor, nuestros reyes y sus gobiernos estuvieron en brazos de los franceses.
Esto hizo que Gran Bretaña declarase la guerra no solo a Francia, sino también a España y aprovechando su inmenso poderío naval, pretendieron apoderarse por la fuerza de las colonias españolas, a la vez que perturbaban el orden y la economía españolas.
Para esto último, unos “negociantes” de la ciudad de Birmingham, aprovecharon la situación internacional para falsificar la moneda española, concretamente los reales de a ocho, también llamado peso de a ocho y que los británicos conocían como “dólar español”, que era la moneda de plata más fuerte de la época, hasta tal punto que fue la primera moneda de curso legal de los incipientes Estados Unidos. Actualmente, el dólar canadiense, el estadounidense, el yuan chino y muchas monedas hispanoamericanas, tienen su origen en aquella prestigiosa moneda de plata española.


Las dos caras del Real de a ocho de finales del siglo XVIII

Es evidente que una falsificación masiva de esta moneda producía un quebranto más que considerable en la economía española, ya de por sí muy tocada desde siempre y a pesar de las ingentes cantidades de oro y plata procedente de las colonias.
Preocupados por la situación, el embajador de España en Londres, Simón de las Casas y Aragorri, encargó al joven estudiante Carlos Gimbernat que se desplazase a Birmingham al objeto de estudiar las diferentes falsificaciones que allí se estaban produciendo y poder atajarlas.
Gimbernat cumple con su cometido y de manera exhaustiva, informa al embajador de las circunstancias de la falsificación.
En primer lugar establece que ésta se realiza a sabiendas del gobierno inglés, que no toma ninguna medida contra los falsificadores y que algunos de los fabricantes de Birmingham habían llegado a poner en circulación cien mil monedas por semana, haciendo la salvedad de que algunos fabricantes de aquella ciudad eran personas honradas que incluso le habían ayudado en la investigación que había realizado.
Hasta tal punto era la connivencia del gobierno británico que un fabricante llamado Garbett, al enterarse de que un colega suyo había recibido instrucciones de fabricar moneda falsa, se dirigió a las autoridades británicas denunciando los hechos, de las que ni siquiera obtuvo contestación.
En vista de la actitud gubernamental, junto con otros fabricantes honrados, anunciaron que se daría un premio a quien denunciara a un falsificador de monedas.
Solamente se presentó una denuncia que se pasó al único magistrado de la ciudad para que tomara juramento al denunciante, pero resulta que el magistrado estaba ausente y cuando volvió, el que se había ausentado era el denunciante, así que no fue posible seguir procedimiento judicial contra la falsificación.
Tal descaro de permisividad existía en la política británica que incluso un tribunal aceptó la reclamación de un falsificador que pedía al gobierno el pago por su trabajo y terminó sentenciando que “la reclamación del falsificador es justa, fundada y legal, porque debe juzgarse permitida la falsificación”.
Como siempre, Gran Bretaña usaba cualquier argucia para atacar los intereses españoles, de igual manera a cuando fomentaba el corso.
Gimbernat descubrió que había cinco clases diferentes de falsificaciones de los reales de a ocho, habiendo estudiado minuciosamente muchas de aquellas monedas, a los cuales cortaba, limaba, analizaba su composición y cualquier otra práctica para determinar su forma de producción.
Se queja de la dificultad para conseguir especímenes de las monedas, pues aun contando con la connivencia gubernamental, todo el proceso está rodeado de un halo de secretismo que hace que las monedas falsas salgan del país sin que apenas lo perciban las autoridades y por supuesto ignorándolo el resto de la ciudadanía.
Había dos formas de falsificar: una usando monedas legítimas manipuladas; la otra falsificándolas por completo.
En el primer caso se prensaban las monedas, adelgazándolas e imprimiéndole nuevamente cada cara. Así resultaba un sobrante de ochenta y cuatro granos de plata por cada moneda (unos cuatro gramos y medio).
Otra forma era limar una cara de la moneda hasta dejar una finísima hoja con la otra cara, para hacer lo mismo al contrario. Así se obtenían las dos caras de la moneda que eran auténticas, entre las que se soldaba una pieza de cobre, cubriendo el canto con un “cordoncillo” igual al original, así se conseguía una moneda muy difícil de detectar, pues incluso sonaba como las monedas auténticas y solamente por el peso era detectable y el beneficio era el de siete octavos del peso de la plata.
La segunda forma de falsificación era total. No usaba partes legítimas y procedían de la siguiente manera: sobre una plancha de cobre prensaban una finísima lámina de plata a dos caras. Luego se cortaba en círculos del mismo tamaño que la moneda y se imprimían sus dos caras con unas laminadoras en forma de cilindros. El cordoncillo del borde se hacía de igual manera a como se mencionaba más arriba.
Eran estas muy malas falsificaciones, pues las monedas no daban ni el peso, ni el sonido de las auténticas, pero su beneficio era muy alto.
Otra forma era la utilización de estaño chapeado, más burda aún que la anterior y más beneficiosa en su producción.
Estas monedas falsificadas eran utilizadas exclusivamente por la Compañía de las Indias en todas sus transacciones comerciales con Estados Unidos y sobre todo con China y la India y no usaban otra moneda que el real de ocho.
La investigación llevada a cabo por el joven Gimbernat fue sin duda completa y difícil de realizar aunque sirvió de bien poco a los intereses de España porque como ya apuntaba él en su informe, una ley británica sancionaba la falsificación de moneda extranjera, que no circulara por el Reino Unido, como “crimen contra el tesoro” y sus autores y cómplices serían castigados con prisión perpetua y confiscación de todos sus bienes.
Por tanto, concluía el informe, no es por falta de leyes que los gobernantes no quieran castigar esta ilícita actividad y es por eso que continúa, envalentonada por la protección que gobierno y Compañía de Indias ofrecen a los falsificadores.
Otra razón más para calificar a la “pérfida Albión”, como ella misma se merece, a la vez que se intenta sacar del anonimato a un científico español sumamente ignorado.

viernes, 3 de octubre de 2014

¡VIAJEROS AL TREN!




Durante muchos años con esta exclamación comenzaban los viajes en tren. Negras locomotoras soltando humo y carbonilla, tiraban de largos trenes formados por vagones de madera e incómodos asientos, hasta que otros más confortables vinieron a sustituirlos y a estos los sustituyeron las camas que hicieron el viaje de lo más confortable. Solamente así se explica la existencia de trenes tan emblemáticos como el Transiberiano o el Orient Espress, con larguísimos recorridos.
Pero, ¿que se hacía antes, cuando no existían estos medios de locomoción?
Pues a recorrer caminos, andando o a caballo, o cruzar los mares a remo o a vela. ¡No había más! Y aun así hubo quien tuvo el valor de recorrer medio mundo y lo que es más importante, dejar por escrito las crónicas de esos largos periplos.

Tren de mediados del siglo XIX

Desde siempre se nos ha presentado al célebre Marco Polo, como el primer gran viajero de la historia de occidente; un mercader veneciano que en el último tercio del siglo XIII viajó hasta el Extremo Oriente en un largísimo itinerario de veinticuatro años y muchos miles de kilómetros. Su aventura nos llegó en una obra titulada El libro de las maravillas, más conocida como Los viajes de Marco Polo que el veneciano dictó a un escritor de la época llamado Rustichello, mientras estuvo preso en Génova, implicado en cuestiones políticas.
Sin desmerecer la epopeya de Marco Polo, con la que nos deleitamos en nuestra juventud, no es cierto que este fuera el primer gran viajero de la Era Cristiana, ni tampoco el primero en dejar por escritos las memorias de sus viajes.
Nueve siglos antes de que el ilustre viajero hubiera nacido, cuando todavía el imperio romano extendía su dominación en una gran parte del mundo conocido, nació y vivió en la provincia romana de “Gallaecia”, una mujer llamada Egeria, escondida durante siglos en los entresijos de la historia y a la que recientemente se la ha rescatado para otorgarle la consideración de primera gran viajera mujer de la que se tiene noticia.
Los datos biográficos que de ella se conocen son bien escasos lo que se da a la especulación sobre sus orígenes y su familia, por eso hay quien la relaciona con la familia de la primera esposa del emperador romano Teodosio el Grande, que había nacido en Cacabelos (antigua Cauca), cerca de Ponferrada, en la comarca de El Bierzo y por tanto en la provincia de Gallaecia, hacia el año 350; otra opinión, también puramente especulativa, es que fue la esposa, o al menos, pareja, del obispo hispano Prisciliano, ejecutado por la Iglesia como hereje y del que en la actualidad se tienen serias sospechas de que sea su cadáver el que tantos peregrinos veneran en Santiago de Compostela ( ver mi artículo
De cualquier forma al pertenecer a una familia adinerada y muy poderosa, gozó de gran predicamento en la sociedad de su época, entre la que destacó por ser una mujer extremadamente religiosa y de una curiosidad ilimitada, habiendo llegado a ser abadesa de algún convento importante de aquella provincia romana, de ahí que se la relacione con Prisciliano, pues en aquella época no existían votos de castidad entre los religiosos.
Se sabe de ella y esta vez con certeza, que visitó los Santos Lugares, en un viaje que realizó en 381 y que duró tres años, recogiendo sus impresiones en un manuscrito en latín vulgar llamado Itinerario a los Santos Lugares (Itinerarium ad Loca Sancta).
Aunque viajar es una actividad que siempre se tiene por arriesgada, en aquella época, hacerlo dentro de los límites del Imperio Romano, no revestía graves dificultades. La Pax romana proporcionaba unos índices de seguridad más que aceptables y, como se verá más adelante, la viajera no lo hacía en solitario, sino fuertemente acompañada.
Aprovechando las vías romanas y el establecimiento en todos los itinerarios de las denominadas “mansio”, o casa de postas que jalonaban los caminos, viajar era relativamente confortable, máximo en el caso de esta abadesa que usó de su influencia para acogerse a la hospitalidad de conventos, monasterios y cuantas instalaciones religiosas iba encontrando en su camino.
Contaba, por añadidura de algún tipo de salvoconducto oficial que debía estar expedido por una alta personalidad del imperio, pues le autorizaba a recurrir a protección militar si llegaba el caso, por lo que en muchas de las etapas del viaje, iba acompañada de una escolta de soldados romanos.
Hay constancia de que en 381 llegó a Constantinopla, desde donde partió hacia Jerusalén, visitando todas las ciudades mencionadas en los Evangelios y describiendo los ritos y ceremonias religiosas que se observan en cada lugar, por lo que su Itinerario tiene el doble valor de libro de viajes y catálogo de cultos y ceremonias de los inicios del cristianismo.

Imperio romano en el siglo IV


En las orillas del Mar Muerto, visita el lugar donde la tradición situaba la estatua de sal de la mujer de Lot, no hallando vestigio alguno de dicha estatua y sube a lo más alto de la montaña en donde la tradición dice que ardía permanentemente la zarza a cuya luz recibiera Moisés las Tablas de la Ley.
En su cumbre, situada a más de mil quinientos metros de altura, esta ubicado el monasterio de Santa Catalina, hasta el que llega, sudorosa y jadeante, pero sin ayuda alguna, mientras que sus acompañantes han de ser socorridos.
Subió también al monte Nebo, lugar desde el que Yahvé permitió a Moisés que contemplase la Tierra Prometida y en el que se dice que está enterrado el patriarca.
Cuando ya se disponía a regresar a Gallaecia, oyó hablar de unos santos monjes de Mesopotamia y sin dudarlo cambió su itinerario para conocerlos.
Así llegó al río Eufrates, del que cuenta que es tan impetuoso como el Ródano, pero mucho mayor.
Acompañada del obispo Eulogio de Siria, visitó a aquellos monjes anacoretas que tanto despertaron su interés, los cuales vivían en pleno desierto y en unas condiciones extremadamente inhóspitas.
De todo aquello que observaba, tomaba buena nota en una colección de relatos que a modo de diario, pero mucho más detallado, iba escribiendo.
Había llegado al extremo oriente del imperio. A partir de aquel punto, se acababa la hegemonía romana y el terreno era peligroso, además, ya no podía contar con escolta militar, por lo que fue convencida de que se volviera y aunque ella quería adentrarse en Persia, fue convencida de que se diera la vuelta, que su viaje estaba cumplido y que le quedaba mucho que contar sobre su experiencia.
Llevaba cuatro años de viaje cuando decidió regresar a Constantinopla en donde siguió escribiendo con la ilusión de que aquellas páginas suyas fuesen leídas por sus queridas monjas de Gallaetia, aunque es más que probable que en ese momento se sintiese mal, pues no intentó siquiera regresar a su tierra.
Falleció con toda posibilidad en aquellas tierras próximas a Constantinopla y allí debe estar enterrada en algún lugar desconocido, perdido en aquel vastísimo territorio.
Lo mismo que su sepultura, su obra literaria también se perdió y durante más de quince siglos, nadie supo de ella.
A finales del siglo XIX, concretamente en 1884, en la ciudad italiana de Arezzo, apareció un códice en pergamino, de treinta y siete folios, que contenía una obra ya conocida de San Hilario de Poitiers y una segunda obra, desconocida e incompleta, a la que faltaban folios del principio y del final y en la que se relataba el viaje a Tierra Santa. Tras muchos estudios y especulaciones, se ha determinado que es una copia del manuscrito del Itinerarium.
Es fácil comprender que Egeria “nació” después de haberse descubierto su libro. Es decir, nadie había vuelto a hablar de ella desde que desapareciera en las postrimerías del siglo IV; la única referencia escrita que de ella se conoce es una carta de San Valerio, obispo de Zaragoza y personaje coetáneo, a unos monjes e El Bierzo, en la que se la menciona profusamente. Fue al descubrirse su libro cuando la autora afloró en la historia, que hubo que recomponer a su medida y más por las propias apreciaciones que ella formula en sus escritos que por verdadera constatación rigurosa.
Por eso hay quien la ha identificado con Pulcheria, hija del emperador Teodosio, del que ya antes se dijo que debió ser familia, lo que justificaría sus enormes privilegios.
A principios del siglo XX, un monje benedictino y destacado hispanista llamado Marius Ferotin, fue quien definitivamente centró el personaje y la autoría del Itinerarium, pues San Valerio había usado muchos de sus datos en aquella carta mencionada más arriba, usando incluso el mismo estilo y vocabulario en la descripción de los trayectos.
Desde entonces nadie duda de la autoría del libro, como nadie lo hace de que estamos ante la primera viajera de la historia que por más de cuatro años y sin descanso, recorrió todos los límites orientales del imperio romano, confeccionando un libro de viajes tenido por el primero escrito por mujer.
Posteriormente se han ido encontrando otras referencias a la obra de Egeria, como la hallada en el Liber de Locis Sanctus que escribió Pedro Diácono, monje benedictino, historiador y escritor del siglo XII.
Es momento de reivindicar para nuestra compatriota el honor que le cabe, tanto como viajera, como de persona de profundas convicciones y sobre todo, de transmisora de sus experiencias.