jueves, 27 de noviembre de 2014

¿QUIÉN MATÓ AL EMPERADOR?




Bajito, regordete, con un mechoncillo de pelo sobre la frente, pintado siempre con una mano introducida entre los botones de su casaca…, esa es la imagen que tenemos de Napoleón Bonaparte, uno de los mejores estrategas de todos los tiempos, comparable únicamente a Alejando Magno o Julio César.
Es posible que sea verdad, que su capacidad como militar estuviera por encima de toda cuestión, pero que en el campo de batalla fuera un genio no implica que en las demás vertientes de la vida se comportase con la misma brillantez.
De hecho no fue así y algunas de sus estúpidas acciones le llevaron a ser tan odiado, como antes había sido querido.
Su nacimiento, gris, y su encumbramiento vertiginoso, casan perfectamente con su rápido declive y su sombrío fallecimiento.
Porque, como todo el mundo sabe, Napoleón, el hombre más importante de su tiempo, murió oscuramente en la isla de Santa Elena, el día cinco de mayo de 1821.
Santa Elena está por allí abajo, perdida en el Atlántico sur, a casi tres mil kilómetros de las costas de Angola y sin nada más alrededor. Tiene poco más de cien kilómetros cuadrados y es un territorio británico de ultramar, como gustan ellos llamar a las colonias.
Cuando, recluido en la isla de Elba, Napoleón consiguió fugarse y llegar hasta París, para volver a proclamarse emperador, el mundo volvió a temblar, pero afortunadamente para el resto de Europa, la improvisación con la que tuvo que actuar condujo a la derrota de Waterloo, tras la cual, los ingleses se buscaron otra isla de la que no pudiera salir y lo enviaron a Santa Elena.

Pintura de Napoleón en Santa Elena

Una vez en la isla, a donde había llegado en compañía de un numeroso séquito de aduladores y hombres fieles, la salud del general empezó a resentirse, entrando en un progresivo deterioro del que nunca se repuso, a pesar de la gran cantidad de médicos que le trataron, unos enviados por los británicos y otros, franceses de su entera confianza.
El clima insano de la isla y la fuerte depresión que sufría, agravaron indudablemente el otro padecimiento que era mucho más preocupante.
Él estaba seguro de que lo estaban envenenando y cuando comprendió que su muerte estaba cercana, exigió a su médico personal que practicara una autopsia de su cadáver, para decir al mundo cual había sido la causa de su muerte.
El médico cumplió las órdenes del emperador y confeccionó un informe en el que aseguraba que había fallecido de cáncer de estómago, como también había fallecido su padre.
La noticia de su muerte, por causas naturales, llegó a Europa con el consiguiente retraso y en buena parte de Francia y, sobre todo, entre las potencias extranjeras, fue recibida con una sensación de alivio, porque se había acabado un problema peliagudo, como era la constante amenaza de un nuevo regreso y nadie salía manchado con aquel desenlace.
Pero el genio militar de Napoleón había trazado una estrategia, aunque sería necesario esperar más de un siglo para que se pudiera poner en marcha.
Jamás rehuyó una batalla y no iba a quedarse de brazos cruzados ante la más importante batalla de su vida y convencido como estaba de que lo envenenaban, ha podido, por fin, señalar a su verdugo.
En 1955, un médico sueco llamado Sten Forshufvud, experto en toxicología y en química, estaba leyendo las memorias de Louis Marchand, fiel ayuda de cámara de Napoleón que le acompañó hasta su último momento.
Marchand, hombre minucioso, como se espera que sea el ayuda de cámara de un personaje de la altura de Napoleón, anotó, con todo lujo de detalles, cómo fueron los últimos años del emperador y como progresaba su enfermedad.
El sueco, voy a llamarlo así porque su nombre es demasiado complicado, se quedó muy sorprendido con aquella lectura, pues fue capaz de reconocer claramente veintiocho síntomas que definen perfectamente el envenenamiento lento por arsénico, además de apreciar otras circunstancias claramente reveladoras de la falsedad del informe de la autopsia, como era que el estado de obesidad que presentaba, incompatible con un fallecimiento por cáncer de estómago.
Pero si esto era poco, el sueco siguió una profunda investigación, comprobando que, cuando veinte años después de su muerte, su cadáver se trasladó a Francia, al exhumarlo se comprobó que el cuerpo se mantenía en aceptables condiciones de conservación, no así las ropas y otros enseres que había en el ataúd, los cuales había seguido el proceso lógico de descomposición, más rápido en aquella isla de clima extremadamente húmedo.
El cuerpo casi incorrupto justificaba la presencia de arsénico en su organismo y se sumaba así a todos los demás síntomas que ya había advertido.
Por fortuna, casi todos los acompañantes del exilio había escrito sus vivencias, incluso algunos, publicado su memorias de aquellos últimos años, las cuales fueron reunidas por el médico sueco y estudiadas en profundidad. Aquellas lecturas lo afianzaron más, si cabe, en su ya certeza, aunque pensaba que no habría forma de probar que aquella muerte había sido un asesinato.
Pero unos años más tarde, una nueva técnica de análisis se había desarrollado con resultados sorprendentes. Era el análisis del cabello que podría proporcionar datos como el tipo de veneno empleado, la cantidad ingerida y el tiempo que había estado suministrándose.
El problema estaba en localizar cabello del emperador, sabiendo que las autoridades francesas no iban a autorizar exhumar el cadáver para realizar los análisis, por lo que era necesario buscar otros caminos, que afortunadamente se hallaron y de una forma relativamente sencilla.
En aquella época era muy corriente, entre enamorados, o entre personas con otro tipo de relación, obsequiarse con mechones de cabello, o conservar uno de estos como recuerdo. Incluso habían aparecido unos pequeños estuches de bella estructura que se colgaban al cuello y que recibían el nombre de “guardapelos” .
Guardapelo de la época


La familia de Marchand, en la que se profesaba una verdadera veneración al emperador, conservaba todos los objetos personales de aquel que había sido ayuda de cámara de quien, para ellos, era el personaje más importante de la historia y así, en un sobre en el que se leía: “Cabellos del emperador, 5 de mayo de 1821”, se encontró un mechón, cortado, precisamente el día de su muerte.
El sueco consiguió analizarlos y encontró concentraciones de arsénico tres veces superiores a lo normal, pero aún habría más. Como Marchand había anotado las fechas de cada una de las crisis de la enfermedad de su idolatrado emperador, el médico sueco pudo hacer una curva sobre las trazas, comprobando que en aquellos momentos, la cantidad de arsénico llegaba a ser sesenta veces lo normal.
La conclusión fue que el veneno se le suministraba una vez al mes, en una dosis muy estudiada que no producía la muerte inmediata pero iba deteriorando su organismo progresivamente.
El sueco publicó sus investigaciones en una revista científica e inmediatamente surgieron voces a favor y en contra de las conclusiones.
Por los ortodoxos, se trató de justificar la presencia de arsénico, como componente de una crema que usaba para el cabello, o suministrado con fines curativos para tratar la depresión, pero Marchand y otros que escribieron sus memorias en forma de crónicas de aquellos años, habían sido muy explícitos: Napoleón no fue tratado nunca contra la depresión, ni consentía en tomar medicamento alguno.
Además, durante el destierro lo trataron cinco médicos distintos, uno de ellos enviado por su propia madre, que mal iban a coincidir en tratamientos a base de arsénico.
Por tanto, solamente quedaba la teoría del asesinato, cosa muy difícil de investigar, como cualquiera puede suponer, partiendo de los escasos conocimientos que pudieran parecer indubitados.
Uno era que durante los cinco años que estuvo en el exilio había recibido con cierta periodicidad, una dosis de veneno. El otro era que quien lo suministraba lo hacía a escondidas de todas las personas que había en la isla, pues algunas de ella no lo hubiesen permitido.
Nos encontramos entonces con que el asesino acompañó al emperador durante todo el tiempo que estuvo en la isla y que tenía toda su confianza.
Con esto se concluía que tuvo que ser envenenado por uno de los suyos, no de sus carceleros y de entre su séquito, solamente cinco personas cumplían los requisitos: su ayuda de cámara, Marchand, y sus subordinados Abram Noverraz, Etienne Saint Denis, el mariscal Henry Bertrand y el general Charles Tristan, marqués de Montholon, al que acompañaba su esposa, la bellísima Albine de Vassal y su hijo mayor.
Napoleón y Albine tuvieron un tórrido romance en la isla, del que nacieron dos hijas, ante el estupor de todos y la complacencia del marido.
Todas estas personas comían juntos y todos bebían el mismo agua y los mismos vinos, salvo un vino rumano que se le enviaba exclusivamente al emperador y del que bebía un par de vasos diarios.
Este era el único vehículo posible para hacerle llegar el veneno, sin que afectase a los demás.
Todos los acompañantes eran fanáticos del emperador. Todos habían llegado desde la nada y todos le habían servido durante muchos años.
Todos menos el marqués de Montholon, de origen aristocrático, ascendió a general cuando Napoleón estaba prisionero en Elba. Tras la derrota final, el marqués, para sorpresa del propio emperador, se pone incondicionalmente a sus órdenes y se ofrece para acompañarlo al destierro, junto con su familia.
 Fue Montholon el único de los acompañantes del emperador que cuando cinco días antes de su muerte, su estado de salud se agravó y las autoridades británicas enviaron a su médico para que lo tratase, estuvo a favor de la teoría del galeno inglés de suministrarle un vomitivo que a la postre le acarreó la muerte.

Lo que nunca se sabrá es si el aristócrata francés, de quien se detectaron contactos posteriores con la familia real francesa, primera interesada en la desaparición del emperador, se movió por fines políticos o lo hizo por resentimiento y celos de ver a su hermosa mujer en brazos del emperador.

jueves, 20 de noviembre de 2014

LA QUINTA ESENCIA




Nos estamos volviendo locos. Cada semana salta a los titulares un nuevo caso de corrupción política en nuestro país. Ahora, hasta de partidos que solamente han concurrido una vez a las elecciones y cada día se analizan por los expertos que pululan por los medios de comunicación, las irregularidades cometidas por tantos desaprensivos como nuestra querida España alberga.
¡Y nosotros que pensábamos que éramos un pueblo noble y sacrificado! Pues resulta que no era así. Nunca se ha visto tanto golfante suelto y hasta el más tonto, del rincón más mísero de la piel de toro, es capaz de hacer relojes de madera que andan.
Y con esta frase hecha lo que quiero decir es que cada cual es capaz de inventar una forma de “llevárselo crudo” mientras se mantiene en su puesto político y nos da a todos los demás unas amplias lecciones de moral.
El sentir unánime es que los corruptos, los sinvergüenzas de la política, tienen que pagar por lo que han hecho y devolver lo distraído, pero me temo que pagarán poco y de devolver, nada de nada: lo mío es mío y lo que hay en España es de los españoles.
Pagan, eso sí, con el descrédito y con la vergüenza de ser públicamente señalados con el dedo, pero esta es una pena intangible que hay a quien le afecta mucho y a quien le resbala.
No es suficiente pasar el agobio de ese dedo que te señala, hay que ir mucho más allá, volver a la justicia pública y al castigo ejemplar, para que se sepa que quien la hace, no solamente la paga, es que se le va a caer el pelo.
Corruptos los ha habido desde siempre y la historia está bien documentada de ellos, pero cuando se les pillaba lo pagaban y lo hacían con penas durísimas, de las que las más de las veces no salían con vida.
Así pagaron Juan de Tovar y Antonio Ortiz, con la sentencia dictada el 24 de abril de 1591 de la que más adelante hablaré.
¿Y qué habían hecho estos dos individuos? Pues habían testificado en el caso de un político corrupto y asesino que, por sus muchos y buenos contactos, había conseguido evadirse siempre de la justicia.
Se trataba nada más y nada menos que del poderosísimo Antonio Pérez, secretario y ministro de Felipe II, cuya historia es de sumo interés para los amantes de las intrigas palaciegas y de los sucesos oscuros de la historia.
Para refrescar un poco la memoria, me voy a dirigir a un artículo que publiqué hace ya unos años sobre la princesa de Éboli, amante de Antonio Pérez y que puedes encontrar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html.
Involucrado en el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hermanastro del rey Felipe II, el cual trataba de colocar en la cabeza de su señor la corona de Portugal, en aquel momento vacante. La intención de Antonio Pérez era evitar que se especulase con esa posibilidad.
La cuestión es que fue acusado de instigador de ese crimen y de otro que se cometió a continuación, consiguiendo salvar la vida al huir a Aragón, de donde era procedente su familia y acogerse a la protección del Justicia Mayor, una especie de Defensor del Pueblo.
Pero mucho antes de eso, el infiel secretario había usado hasta los venenos para deshacerse de sus enemigos políticos o de cualquier otra persona que estorbase a sus asuntos.
Una de estas personas que después de haberle servido ampliamente empezaba a estorbarle, pues ya conocía demasiados secretos sobre su pasado y sus actividades, era el clérigo y astrólogo Pedro de la Hera.
El secretario Pérez era un hombre sumamente extraño, muy cuidadoso con su aspecto físico, presumía de tener la dentadura completa a pesar de haber pasado la línea de los treinta años, a partir de los cuales eran pocas las personas que conservaban unos cuantos dientes; aficionado a los perfumes y a la ropa de gran calidad, llegó a tener fama de homosexual, cuando en realidad eran un mujeriego empedernido. Pero también tenía otra afición oculta y esta era la astrología, en la que se apoyaba para la toma de decisiones.

Antonio Pérez vestido con gran lujo

Y en esta afición conoció al clérigo de la Hera, el cual le había trazado muchas cartas astrales y le había hecho innumerables vaticinios sobre las cuestiones que Pérez le solicitaba.
Tras la muerte de Escobedo y antes de su huída a Aragón, primero y después a Francia, donde murió, el clérigo había manifestado su apoyo a las autoridades para esclarecer, por medio del conocimiento de los astros, la autoría del asesinato de Escobedo.
Sabía Antonio Pérez que, en realidad, el clérigo no necesitaba consultar a las estrellas para saber quien era la mano que movió los hilos y conseguir acallar para siempre a Escobedo. Por eso la actitud del clérigo llegó a ponerle muy nervioso.
Días después, Pérez fue a casa del clérigo para hacerle una de las rutinarias visitas que le hacía. Encontrándolo enfermo y en cama, se ofreció para darle una extraña medicina “cúralo-todo” a la que él llamaba “Quinta esencia” y sin pensarlo dos veces, mandó a su casa a recoger la pócima que más tarde ingirió el clérigo, causándole la muerte.
Antonio Pérez tenía aquella pócima sobradamente probada en muchas y controvertidas ocasiones anteriores, si bien nadie se había atrevido a señalarle como envenenador, dada la ascendencia que sobre el rey tenía.
Pero en aquel momento las cosas eran diferentes. Había perdido la confianza del rey, era solapadamente acusado de la muerte de Escobedo y el fulminante fallecimiento de su amigo y depositario de tantos secretos, como el padre de la Hera, acabaron por derribar al árbol que ya se tambaleaba y a estas dos últimas muertes se le unieron las de otras personas como las de Insausti y Bosque, los autores materiales de la muerte de Escobedo y la de Rodrigo Morgado, confidente y recadero de la princesa de Éboli, con la que había tenido Pérez muchísima relación y conocía sus secretas inclinaciones.
Así las cosas, se le había incoado una causa, en el momento en que se quita de en medio; no obstante, la investigación continúa y se cita a declarar a las dos personas que se mencionan al inicio de esta historia: Tovar y Ortiz, los cuales declararon en su favor, diciendo que el “agua milagrosa” que Pérez dio de beber al clérigo era de todo punto inocua y que ellos mismos la habían probado antes de suministrarla al paciente y que otras personas que estaban en la casa, también la habían probado sin que nada les hubiese ocurrido.
Pero las pesquisas del alcalde de Casa y Corte, el doctor Pareja de Peralta, no concluyeron con aquellas confesiones exculpatorias, sino que continuaron con más testimonios, a cuyo final, el propio alcalde sacó por conclusión que el día de la muerte del clérigo, a eso de las cinco de la tarde, Antonio Pérez, acompañado de su mayordomo, Diego Martínez, se presentó en la posada de doña Juana Ribera, en la que el clérigo se hospedaba, precisamente en el momento en que iban a dar una taza de caldo al enfermo.
Entonces, Pérez dijo que no le diesen aquello, que él le daría una medicina mejor y entregando la llave de su casa al mayordomo, le ordenó ir a buscar un frasco que en su escritorio tenía preparado.
Un rato después volvió el mayordomo con el frasco, cuyo contenido echó en una copa a la que Pérez agregó unos polvo que guardaba en una caja que él mismo llevaba y que echó en la copa, dándola de beber al clérigo.
Éste se resistía a beber aquello que ya sabía el resultado que le iba a producir y entonces con la ayuda de Toribia Ribera, una hermana de la dueña de la posada que sujetó la cabeza del enfermo, se lo hizo tragar a la fuerza.
Enseguida el clérigo perdió el sentido y a eso de la medianoche, fallecía entre tremendos retortijones y bascas.
Las declaraciones de las dos hermanas fueron fundamentales para desmentir el testimonio de Tovar y Ortiz, a los que el alcalde decidió someterlos a nueva declaración, comenzando por el primero de ellos.
Empezó Tovar a contestar con respuestas evasivas y conforme le apretaban más las clavijas, empezó a no recordar nada, terminando por negarse a seguir declarando, momento en el que el alcalde (y aquí entra la contundencia del sistema inquisitivo) le previno de que se le sometería a tormento, al que Tovar pareció enfrentarse con gran presencia de ánimo.
Pero cuando, desnudo sobre el potro, atado de pies y manos, el verdugo dio una primera vuelta al artilugio con el empezaba a estirar sus miembros, la presencia de ánimo desapareció y Tovar empezó a cantar de plano y reconoció que la esposa de Antonio Pérez, había recibido una carta de su marido desde Zaragoza, en la que daba instrucciones de lo que tanto él como Ortiz debían decir en la causa y como descargo de la actuación del corrupto Pérez.
Convictos y confesos, como era imprescindible en aquel momento histórico, fueron condenados por testigos falsos a que fuesen hasta la “prisión sobre sendos asnos de albarda, con soga de esparto al pescuezo y voz de pregonero manifestando su delito, traídos a la vergüenza pública por las calles de Madrid y después llevados a galeras para servir a su majestad como galeotes al remo y sin sueldo por tiempo de diez años”.
Perder la confianza es lo peor que le puede suceder a un político y Antonio Pérez había perdido la de su rey al que tanto y tan bien había servido. Su poder, que aun conservaba incluso después de haber huido, le sirvió para conservar la vida, terminando sus días en Francia, enemiga mortal de España en aquellos momentos y en donde el infame secretario tenía muy buenos contactos. Murió en 1611, en la más absoluta pobreza.

Nuestros actuales políticos han perdido toda nuestra confianza y por eso están empezando a caer uno tras otro. No cumplirán condenas como las de los secuaces de esta historia, pero tampoco podrán escapar a ningún sitio. Tendrán que hacer frente a la situación y a la vergüenza pública y a falta de pregonero que manifieste sus delitos, seremos todos los que se los echemos en cara.

jueves, 13 de noviembre de 2014

EL COCODRILO





Nunca había escrito un artículo relacionado con temas de mi profesión. Ni tampoco he participado en tertulias radiofónicas o programas de difusión de actividades policiales, salvo cuando ha sido totalmente necesario hacerlo y eso ha ocurrido en escasas ocasiones. No es que no me guste hablar o escribir sobre lo que, se supone, es la materia que mejor domino, pero es que hay tanto advenedizo dogmatizando sobre lo que creen saber que a mi siempre me han dado reparos entrar a debatir sobre esos temas, en la certeza de que me podía encontrar con alguna de estas personas y conociéndome, como me conozco y me conocen mis amigos más cercanos, seguro que la cosa no iba a terminar bien.
Ciertamente que tendría muchas anécdotas que relatar de los veinte años vividos como policía –no cuento los otros veinte de comisario, porque esa actividad ya es otra cosa muy distinta-, que coincidieron con las primeras aprehensiones de haschís que se dieron en España, allá por el inicio de los años setenta, pues hasta entonces el único “cannavis” que se consumía era la popular y legionaria griffa; coincidiendo también con la aparición de la heroína, la cocaína y, por supuesto, con la reina de las drogas de diseño, el LSD.
Luego nos han venido infinidad de nuevas drogas, naturales y de laboratorio, tantas que casi no merece la pena enumerarlas y todas buscando fundamentalmente dos cosas, volver locos a los consumidores, abstrayéndoles de su realidad y hacer ricos a traficantes y distribuidores. Pongan estas dos premisas en el orden que prefieran.
En el final de la década de los setenta y principio de los ochenta, la heroína era la estrella de las drogas, cierto que, en un principio, su consumo esta constreñido a estratos sociales marginales pero que se fue extendiendo con la velocidad del reguero de pólvora y alcanzó a muchos otros segmentos de la sociedad.
Entonces se decía que lo pernicioso de aquella droga era la dependencia física que producía, pero lo realmente letal era que destrozaba las vísceras desde dentro. Contra aquella plaga, los dogmatizadores del momento recomendaban cambiar el consumo por el de cocaína, menos adictivo y sin tanto poder de dependencia.
Pero mira por donde se descubre que los daños que produce la cocaína son similares a los de aquella y que al final, una y otra, acaban con la economía y con la salud del adicto.
En el Congreso, algunos diputados “progresistas” (léase imbéciles sin escrúpulos) habían llegado a la desfachatez de fumarse algún que otro “porro” porque aquella droga alimentaba la imaginación, la producción artística, aligeraba el ingenio y no hacía ningún daño al organismo. Magnífico ejemplo para una juventud que acababa de liberarse de las ataduras en las que habíamos vivido los últimos cuarenta años. Y el mal ejemplo cundió.
Y entramos en una espiral en la que, contra el tráfico de drogas, solamente la policía se sentía implicada y eso a costa de ser muy mal vista por gran parte de la sociedad irresponsable e ignorante.
Pero el tiempo llega a ponerlo todo en su sitio y lo que se anunciaba como paradigma de la felicidad, empezaba a cobrarse su tributo. No es necesario volver a relatar lo que tantas veces hemos visto y leído: ahí están las hemerotecas; pero sí que se hace necesario decir que poco o nada hemos aprendido de todo aquello. Millares de jóvenes y no tan jóvenes, murieron por sobredosis, por deterioro progresivo, por hepatitis o por Sida, como consecuencia de la nula asepsia al compartir jeringuillas.
Todavía, cada año, varias personas, jóvenes casi siempre, pagan con su vida por el consumo de MDA, del estramonio, como lo ocurrido hace un par de veranos, y de mil cosas más que de manera temeraria introducen en sus cuerpos sin considerar los riesgos que están corriendo. Otros muchos quedan tocados cerebralmente por el consumo de ketamina, éxtasis y tantas otras.
El joven que practica el consumo en fines de semana, se arriesga a un mal viaje, incluso a morir, en una búsqueda de lo que considera la felicidad del momento, aunque al día siguiente no se acuerde si llegó a conseguir la ansiada felicidad o si por el contrario fue víctima de un viaje a los infiernos, producto del consumo de drogas y alcohol en cantidades desaforadas.
Pero sin que esto se pueda justificar, cabría introducir el beneplácito de una duda, poco razonable, pero duda, al fin y al cabo, al considerar que en cuanto, perdida la conciencia y el equilibrio emocional, un joven es capaz de jugarse la vida en un instante de locura; lo que de ninguna de las maneras tiene justificación, es el consumo de drogas que, sin explicitarlo en sus prospectos, porque no los tienen, llevan en su esencia escritos sus efectos, sin que sus consumidores, desde la frialdad de su reflexión, se inmuten ni les importe el resultado final.
Rusia es de los pocos países en donde no ha decaído el consumo de heroína, pero su precio es muy alto y parte de los jóvenes que la consumen no se pueden permitir ese costo, ni aun robando o traficando con otras drogas para financiar su consumo. Por eso, en un rincón de Siberia, se ha inventado un sucedáneo de la heroína, una sustancia que se obtiene a partir de un derivado del opio, la codeína, mezclada con yodo, gasolina y fósforo rojo.
Todo un cóctel explosivo, como se puede ver por sus ingredientes, que produce efectos parecidos a la heroína, pero que pasan mucho más rápido y que obliga a quien la consume a inyectarse más dosis que de la heroína tradicional, pero a un precio infinitamente inferior.
La codeína es un alcaloide derivado de la morfina que se utiliza, a dosis muy bajas, como antitusígeno, porque seda las vías respiratorias y para atajar la diarrea, pues conserva las propiedades astringentes del opio y sobre todo, como analgésico en casos de dolores severos, pero también tiene muchas contraindicaciones importantes, más si se usa durante largo tiempo, en cuyo caso puede afectar la función renal, producir temblores, trombosis, convulsiones y muchos otros efectos.
El fósforo rojo es el que se utiliza en las cerillas, que se incinera por fricción y arde con llama viva y desprendimiento de mucho humo. Es insoluble en agua o alcohol, pero se disuelve fácilmente en los derivados del benceno, lo que obliga a los fabricantes de este cóctel explosivo a mezclarlo con gasolina, para que quede disuelto.
Y todo eso, sin ningún escrúpulo, se pone a la venta y a la disposición de los jóvenes que faltos de información, empiezan a usarlo.
Esta droga ha sido bautizada como “Cocodrilo” y por dos razones distintas aunque íntimamente relacionadas. La primera porque en las fases iniciales del consumo, produce en la piel unas manchas verdes y escamosas que dan a brazos y piernas el aspecto de la piel de dicho reptil. Pero ese no es el más pernicioso de los efectos, pues al cabo de dos o tres años de consumo, en la siguiente fase, el cocodrilo termina sacando su verdadera identidad y, literalmente, devora los miembros de las personas adictas a su consumo.
Sé que es duro exponer fotografías del resultado del consumo de esta droga, pero creo que la ocasión lo justifica.
                                                                                             

               Brazo de un joven ruso consumidor de “cocodrilo”

Si alguna de las personas que ven esta fotografía la consideran de extrema dureza, les puedo asegurar que es de las menos agresiva de cuantas he manejado para ilustrar este escrito y para muestra de cuanto digo están las páginas de Internet en donde podrán encontrar videos y fotos mucho más duras e ilustrativas.
Actualmente muchos países se han echado a temblar al pensar que una cosa así pueda llegar hasta ellos. Afortunadamente parece que el “cocodrilo” está muy localizado en Rusia, más concretamente en algunas zonas de Siberia y que no ha trascendido de sus fronteras, pero no bajemos la guardia; la pertinaz crisis en la que estamos inmersos, puede llevarnos a una situación económica como la del país de los zares y en épocas de vacas flacas es cuando más prolifera la desaprensión y en cualquier momento, dada la permeabilidad actual de las fronteras, el “temible saurio” se nos presenta aquí.

¿Hay alguien que todavía defienda el consumo o la legalización de las drogas?

jueves, 6 de noviembre de 2014

LOS TRÁGICOS FINALES DE MAFALDA




Aparte de la entrañable Mafalda del genial Quino, esa chica que no comprende a los adultos y que odia la sopa, nunca he conocido a nadie que se llame así. Ni siquiera sabía que era un nombre de verdad, hasta que me enteré que en castellano antiguo, portugués o italiano, es el mismo nombre que Matilde.
Esta acepción es poco común y lo cierto es que las escasas referencias de mujeres llamadas Mafalda que he conseguido encontrar, estaban relacionadas con la realeza, menos una portuguesa, que era cantante de fados.
Quien sabe si un nombre tan poco corriente le fuera inspirado al propio humorista argentino por la historia que voy a referir.
Nació en el año 1902 la segunda hija del rey de Italia Víctor Manuel III, a la que pusieron por nombre Mafalda, conocida en la historia como Mafalda de Saboya y a la que se auguraba un futuro de lo más espléndido y prometedor, pero quiso la fortuna, o mejor dicho, el infortunio, que Italia entrase en guerra junto a Alemania y que Hitler se enemistase con su padre, el rey Víctor Manuel, por haber encarcelado a Musolini.
El resultado fue que antes de retirarse de Italia, los alemanes hicieron prisionera a Mafalda de Saboya y la trasladaron al campo de concentración de Buchenwald, en donde murió a consecuencia de las heridas sufridas en un bombardeo aliado. Fue enterrada en una fosa común del cementerio de Weimar y hasta años después no fue posible recuperar sus restos y darles una sepultura definitiva y digna.
Triste final para una princesa que parecía tenerlo todo a su favor, desde su ascendencia familiar, su belleza, su matrimonio y sus hijos.

Mafalda de Saboya de niña

En homenaje a la familia real italiana, la compañía naviera Navigazione Generale Italiana, que era la compañía transoceánica más importante de Italia y de las más competentes de Europa, encargó a principios del siglo XX, a los astilleros de Nápoles la construcción de dos transatlánticos gemelos que llevarían los nombres de “Princesa Yolanda”, la mayor de las hijas de rey y “Princesa Mafalda” .
Corría el año 1908 cundo el primero de los buques estaba listo en las gradas, pero para no dilatar mucho el tiempo entre su botadura y la de su gemelo, decidieron terminar la obra interior a falta de las maquinarias y empezaron por amueblar camarotes, acondicionar salones, preparar cocinas, etc.
No calcularon los ingenieros que aquellas instalaciones habían producido un notable desequilibrio entre el casco y la obra muerta y en el momento de su botadura, al entrar en el agua, el buque, por otro lado espléndido, empezó a escorarse irremisiblemente y en cuanto la primera cubierta entró en contacto con la superficie del mar, a entrarle agua y por consiguiente, a hundirse.
Solamente la pericia de los remolcadores que consiguieron arrastrarlo hasta una zona de bajos fondos, evitó que el trasatlántico se hundiera completamente.
Triste empezaba la historia de los gemelos que homenajeaban a las princesas, pero al menos en esta ocasión no hubo que lamentar desgracias personales.

El Princesa Yolanda, hundiéndose


El dedicado a Mafalda fue botado sin contratiempo en abril de 1909 y se convirtió en el más lujoso y rápido paquebote de su tiempo, realizando la ruta Génova-Barcelona-Brasil (Río de Janeiro y Santos)-Montevideo-Buenos Aires, en un tiempo record de catorce días y a una velocidad de crucero de dieciocho nudos.
Su prestancia, el lujo de a bordo, el confort y la velocidad, hicieron de él el barco preferido de todas las familias pudientes de América del Sur en sus viajes a Europa.
Noventa travesías llevaba anotadas en el cuaderno de bitácora, cuando se disponía a partir, nuevamente, del puerto de Génova, el día 11 de octubre de 1927.
Pero aquel viaje nunca se debió iniciar y su capitán Simón Guli, un avezado marino de cincuenta y cinco años que empezó su vida profesional como grumete para llegar a capitán, dejó constancia por escrito de las malas condiciones en las que el buque se encontraba, sobre todo en las máquinas, en las que se hacían algunas reparaciones que no satisfacían a su capitán y que no llegaban, ni con mucho, a paliar las graves deficiencias.
La mañana de la partida, embarcaron un total de novecientos setenta y tres pasajeros de distintas categorías y que sumados a los doscientos ochenta y ocho tripulantes, hacían en total mil doscientos sesenta y una personas a bordo, en su mayoría emigrantes italianos en busca de mejores horizontes y casi todos con destino a Buenos Aires, aunque algunos se quedarían en Río de Janeiro o Santos.

Princesa Mafalda

La Compañía decidió que fuese la última travesía antes de hacerle importantes reformas, pues el barco iba a cumplir los veinte años de servicio ininterrumpido y a más de haberse quedado anticuado en algunos detalles, necesitaba una puesta a punto de todo lo que componían sus “entrañas”.
Los viajeros de tercera clase eran en su mayoría de los que en aquel tiempo se les llamaba “golondrinas” y cuyo objetivo era trabajar duramente en la Argentina, juntando unos pesos y volver a casa.
También se embarcó un cuarto de millón de liras en oro que el gobierno italiano enviaba al argentino y que era custodiado permanentemente por cinco policías.
Pero pasó la hora fijada para zarpar y el barco no se movía; mientras, los oficiales se disculpaban ante el pasaje con diversas excusas, como que se estaban ultimando unas actuaciones no demasiado importantes, pero que era preciso terminar antes de zarpar.
Por fin, con más de cinco horas de retraso, zarpó el Mafalda con rumbo a Barcelona.
A pesar de que el capitán había recibido la orden de navegar a velocidad de crucero, las máquinas no pudieron mantenerla y llegaron a la ciudad condal con retraso y lo que es peor, con una bomba averiada, lo que les obligó a un nuevo retraso de veinticuatro horas.
Dos horas después de cruzar el Estrecho de Gibraltar, las máquinas de babor dejaron de funcionar.
Más de cinco horas estuvo el barco con las máquinas paradas, en lo que en términos marineros se llama al “garete” y tratando de reparar la avería, que no pudo ser arreglada, obligando al capitán a poner rumbo a las Islas de Cabo Verde, explicándose al pasaje que el cambio de rumbo era para cargar carbón, pero a aquellas alturas los pasajeros sabían que algo iba mal en las máquinas del barco.
Atracado en el puerto de San Vicente, los mecánicos consiguieron que las máquinas de babor volvieran a funcionar y el barco zarpó con rumbo a Brasil. Pero las máquinas seguían parándose con frecuencia, haciendo que el barco se escorase y perdiese velocidad.
La tensión y el miedo se fue apoderando de los pasajeros que incluso intentaron amotinarse y obligar al capitán a dirigirse al puerto más cercano, pero al final imperó la idea de algunos que no veían demasiado peligro en la situación, pues el barco con una sola máquina podía seguir navegando.
Y lo hacía en aquel momento a unas ocho millas al este del archipiélago de las Abrolhos, unas islas casi deshabitadas situadas frente a las costas de la provincia de Espírito Santo, al norte de Río de Janeiro, por tanto, muy cerca de su puerto de destino.
Navegando a velocidad reducida, desde su cubierta vieron como les pasaba un mercante holandés llamando Alhena que llevaba su mismo rumbo y que pronto se perdió por la proa del Mafalda.
Hacía siete años que había corrido una grave noticia y era que el Princesa Mafalda se había hundido precisamente en aquellas mismas aguas que ahora surcaba. La noticia resultó ser una confusión, porque el barco que en realidad se hundió era un pequeño carguero que, curiosamente, tenía el nombre de Mafalda.
Con lo que nunca se contó es con lo que ocurrió la tarde del día veinticinco, cuando un fortísimo ruido sacudió el barco, cuya estructura tembló como un flan, deteniéndose las máquinas de inmediato.
Se había roto el eje de la hélice de estribor que giraba a una velocidad superior a las noventa revoluciones por minuto y que al quedar libre, siguió girando, desprendiéndose y yendo a chocar con el casco al que produjo un tremendo desgarrón, por donde, de inmediato, empezó a entrar agua.
Aunque los tripulantes tratan de calmar a los asustados pasajeros, sólo consiguen a medias su objetivo. De inmediato el capitán ordenó apagar las calderas y tratar de reparar la avería que se había producido, pero sabía que lo sucedido podía ser muy grave y estar dañado el casco del buque, por lo que ordena al radiotelegrafista que empiece a mandar mensajes de socorro, mientras la tripulación prepara al pasaje para las maniobras de abandono del buque.
Con cuanto se tenía a mano: tablones, improvisadas soldaduras, colchones, lonas embreadas, cemento, etc., los marineros trataban de taponar la brecha y cuando parecía que estaba conseguido, la presión del agua acabó con la chapuza que se intentaba realizar y el mar entero se coló por el agujero del casco que ante la fuerza del agua fue aumentando de tamaño, mientras la sala de máquinas se iba inundando rápidamente.
Ante esta nueva contingencia, las labores de salvamento se aceleraron cundiendo el pánico en todos los pasajeros que se lanzaron sobre los botes salvavidas, sobrecargándolos y consiguiendo únicamente que se rompieran o se hundieran al llegar al agua.
A la petición de socorro, el Alhena viró en redondo acudiendo a auxiliar al barco en peligro y aproximándose hasta unos cuatrocientos metros, arriaron los botes salvavidas y remaron violentamente hacia donde los náufragos se debatían.
En el carguero holandés solamente quedó el capitán, como miembro de la tripulación, todos los demás acudieron en los botes a socorrer a los náufragos.
Desde el Alhena, su capitán vio que la popa del Mafalda estaba hundida y que su proa se alzaba al aire, hundiéndose completamente en menos de tres minutos.
No se sabe exactamente cuantas personas perecieron en el naufragio, pero se estima que fueron alrededor de trescientas ochenta, entre tripulantes y pasajeros, muchos de los cuales perecieron por la avaricia de saquear los camarotes que habían sido abandonados a toda prisa y en los que había muchos objetos de valor.
El Princesa Mafalda reposa a mil cuatrocientos metros de profundidad y en sus bodegas continúan las liras de oro que Argentina esperaba recibir.
Trágico final, como el de la princesa Mafalda de Saboya, abatida en plena juventud por fuego amigo.