viernes, 7 de agosto de 2015

TERCIANAS Y CUARTANAS




La reina consorte de Aragón, la duquesa Marta de Armanyach, fue una mujer extraordinaria para su época. Era amante de la literatura, de la música y de todas las artes en general y dio al reino de Aragón el impulso necesario para entrar en el Renacimiento con buen pie.
Pero no solamente era la reina amante de las artes, también era una apasionada por la astrología y por la alquimia, pseudo ciencia en la que creía tan fervientemente como su esposo, el infante Don Juan de Aragón, futuro rey a la muerte de su padre Pedro IV, el Ceremonioso, o el del Puñalito.
El príncipe Juan era alquimista y astrólogo en una sociedad aragonesa y catalana profundamente supersticiosa que a finales del siglo XIV, no conocía más ciencia ni más investigación que la que realizaban los ardorosos seguidores de aquellas dos profesiones.
Tan convencida estaba la entonces princesa Marta, del poder de la alquimia, de las propiedades curativas de las piedras preciosas y de otras muchas cosas más por el mismo estilo, que yendo de viaje de Lérida a Zaragoza cayó enferma de no se sabe muy bien qué padecimiento de los muchos que en la época asolaban a la población y para curarse pidió a su esposo que le enviase el zafiro que para combatir determinadas dolencias utilizaban. En otra ocasión, cuando su amiga la condesa de Ampurias había caído enferma de fiebres tercianas, le envió el anillo de su esposo, eficaz remedio contra las fiebres.
Tercianas y cuartanas eran unas fiebres que diezmaban la población, si no en cuantiosas muertes si en numerosas bajas y en jornadas laborales perdidas. No se sabía cual era la causa, ni siquiera se había puesto nombre a la verdadera enfermedad que empezaba con malestar general, fiebre que iba aumentando progresivamente y ya un cuadro crítico con fuertes escalofríos y sudores, pero sobre todo, con un decaimiento que impedía cualquier actividad.
Después, pasaban unos tres o cuatro días en los que el paciente parecía haber sanado, pero tras ese lapso de tiempo, volvían las fiebres, los escalofríos y los sudores. De ahí el nombre que durante siglos tuvo esta desconocida enfermedad, contra la que no existía cura alguna: fiebres tercianas o cuartanas.
Parece ser que estas fiebres llegaron a Europa con los ejércitos de Aníbal, que venían de África y contagiaron a numerosos iberos y romanos, conociéndose desde entonces como la enfermedad italiana, o del mal aire, de ahí el nombre de malaria, con el que aún se conocen estas fiebres.
No fue hasta finales del siglo XIX cuando se demostró científicamente que la enfermedad, que empezó a llamarse “paludismo”, se producía por la picadura de las hembras del mosquito “anopheles”. Paludismo procede del latín palus, que quiere decir pantano, el lugar en el que los mosquitos se reproducen, pero hasta que todo esto fue bien conocido, las civilizaciones pasadas experimentaron métodos curativos de lo más curioso y descabellado.
Plinio opinaba que el cuchillo ensangrentado con el que había degollado a un hombre era un buen antídoto contra la enfermedad y consideraba que la sangre menstrual era la mejor curación de las tercianas. Repetir la palabra “abracadabra” durante cierto número de veces, era en la Edad Media un buen sistema curativo, lo mismo que el zafiro de la reina consorte o el anillo que envió a su amiga.
Sin embargo, no todo era disparatado e ignorante, porque en la mayor época de esplendor del Islam, ya advirtió el afamado Avicena que las fiebre intermitentes tenían su origen en las aguas estancadas, pero pensando no en la reproducción de los mosquitos, sino en los miasmas que de ellas se desprendían. También se pensaba que los eucaliptos eran capaces de absorber esas emanaciones, de ahí la gran presencia de estos majestuosos árboles en las riberas de ríos, lagos o pantanos.
Como es natural, sin conocer las causas, es imposible aplicar remedios concretos y los paliativos que se usaban no producían nada más que mayores desgracias, como era el de practicar sangrías que dejaban exhaustos a los pacientes.
Fue a partir del siglo XVII, cuando los conquistadores españoles encontraron un remedio eficaz contra la enfermedad. Y no lo descubrieron ellos, ya lo había descubierto siglos antes los indígenas amerindios, cuando pulverizaban la corteza del árbol llamado “quino” y la consumían para combatir cualquier clase de fiebres, o temblores.


Árbol de la quina o quino

Con ese conocimiento, los españoles empezaron a usar lo que desde entonces se ha llamado quinina, para combatir las fiebres  y cuartanas, observando que era un sistema eficaz contra la enfermedad, alcanzando su máxima popularidad cuando la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, cayó enferma de tercianas y el confesor del virrey, un jesuita llamado Diego Torres, le comunicó el sistema que los nativos empleaban para combatirlo. No se atrevieron a hacerle tomar quinina a la condesa hasta que experimentaron en varios enfermos del hospital de Mareantes de Lima y al ver los resultados, se decidió que la condesa la tomara, la cual, en pocos días, empezó a experimentar una notable mejoría.
Cuando se hizo pública la curación de la condesa, se empezó a enviar a España pequeñas cantidades de quinina por medio de los jesuitas que regresaban a la patria tras su estancia en las Américas. Éstos introdujeron la sustancia en Europa, donde se consiguieron curaciones notables, como la del rey Sol, Luís XIV y aquellos polvos empezaron a conocerse como “el de los jesuitas”.
Pero la época no era proclive al progreso y tan milagrosas curaciones empezaron a atribuirse a un supuesto pacto que los indios tenían con Satanás, por lo que cualquier físico que recetase la quinina contraía un pecado mortal.
La mojigatería de la época llegaba a límites insospechados y todo progreso era atribuible a Dios o al demonio.
La corteza de la quina tenía un grave problema: era sumamente amarga y tragar una porción, por mínima que fuese, suponía un trago de lo más desagradable, lo que en el lenguaje popular se ha establecido como una exclamación: “tragar quina”, cuando se ha de pasar por una dura situación.
La mayor concentración de alcaloides de este árbol está en su corteza, la que se muele para obtener el polvo; la masiva obtención de éste producto empezó a producir deforestación en las zonas en donde se daba el árbol que es entre los mil y tres mil metros de altitud. La progresiva desaparición de árboles hizo que se viera la necesidad de trasplantarlo a otros lugares de climas parecidos, como algunas partes de la India, las islas de Ceilán o Java, pero esa operación no la realizaron ya los españoles, descubridores del producto que no se habían protegido adecuadamente para su explotación y holandeses, ingleses y alemanes fueron los que llevaron a cabo los trasplantes.

Cortezas de quino preparadas para la molienda

Con el paso del tiempo empezó a usarse la quinina como profiláctico del paludismo y los soldados del ejército británico en la India la tomaban a diario y para pasar mejor su sabor, le añadían agua carbónica, azúcar y unas gotas de lima, dando lugar posteriormente a la invención del agua tónica, que usa esos ingredientes.
Es lamentable que España que introdujo este producto en el resto del mundo, no haya sacado ningún partido de él, cuando ya los médicos decían que la quinina era más valiosa que el oro y la plata y sigue siendo el método más eficaz para prevenir y curar la temida enfermedad.
Los polvos de quinina se conocieron en España como los de la condesa, pues a ella a la que se atribuye su popularidad, tanto que el gran botánico sueco, Carlos Linneo, cuando clasificó el quino y sus diferentes especies, le puso por nombre genérico “Chinchona”, en honor a la condesa de Chinchón, aunque deformada la pronunciación por el italiano, lo escribió como “Cinchona”

Perú tiene incorporado en su escudo un quino, el árbol que más eficaz se ha mostrado para la medicina.

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