La reina consorte de Aragón,
la duquesa Marta de Armanyach, fue una mujer extraordinaria para su época. Era
amante de la literatura, de la música y de todas las artes en general y dio al
reino de Aragón el impulso necesario para entrar en el Renacimiento con buen
pie.
Pero no solamente era la reina
amante de las artes, también era una apasionada por la astrología y por la
alquimia, pseudo ciencia en la que creía tan fervientemente como su esposo, el
infante Don Juan de Aragón, futuro rey a la muerte de su padre Pedro IV, el
Ceremonioso, o el del Puñalito.
El príncipe Juan era
alquimista y astrólogo en una sociedad aragonesa y catalana profundamente
supersticiosa que a finales del siglo XIV, no conocía más ciencia ni más
investigación que la que realizaban los ardorosos seguidores de aquellas dos
profesiones.
Tan convencida estaba la
entonces princesa Marta, del poder de la alquimia, de las propiedades curativas
de las piedras preciosas y de otras muchas cosas más por el mismo estilo, que
yendo de viaje de Lérida a Zaragoza cayó enferma de no se sabe muy bien qué
padecimiento de los muchos que en la época asolaban a la población y para
curarse pidió a su esposo que le enviase el zafiro que para combatir
determinadas dolencias utilizaban. En otra ocasión, cuando su amiga la condesa
de Ampurias había caído enferma de fiebres tercianas, le envió el anillo de su
esposo, eficaz remedio contra las fiebres.
Tercianas y cuartanas eran
unas fiebres que diezmaban la población, si no en cuantiosas muertes si en
numerosas bajas y en jornadas laborales perdidas. No se sabía cual era la
causa, ni siquiera se había puesto nombre a la verdadera enfermedad que
empezaba con malestar general, fiebre que iba aumentando progresivamente y ya
un cuadro crítico con fuertes escalofríos y sudores, pero sobre todo, con un
decaimiento que impedía cualquier actividad.
Después, pasaban unos tres o
cuatro días en los que el paciente parecía haber sanado, pero tras ese lapso de
tiempo, volvían las fiebres, los escalofríos y los sudores. De ahí el nombre
que durante siglos tuvo esta desconocida enfermedad, contra la que no existía
cura alguna: fiebres tercianas o cuartanas.
Parece ser que estas fiebres
llegaron a Europa con los ejércitos de Aníbal, que venían de África y contagiaron
a numerosos iberos y romanos, conociéndose desde entonces como la enfermedad
italiana, o del mal aire, de ahí el nombre de malaria, con el que aún se
conocen estas fiebres.
No fue hasta finales del siglo
XIX cuando se demostró científicamente que la enfermedad, que empezó a llamarse
“paludismo”, se producía por la picadura de las hembras del mosquito “anopheles”. Paludismo procede del latín palus, que
quiere decir pantano, el lugar en el que los mosquitos se reproducen, pero
hasta que todo esto fue bien conocido, las civilizaciones pasadas
experimentaron métodos curativos de lo más curioso y descabellado.
Plinio opinaba que el cuchillo
ensangrentado con el que había degollado a un hombre era un buen antídoto
contra la enfermedad y consideraba que la sangre menstrual era la mejor
curación de las tercianas. Repetir la palabra “abracadabra” durante cierto
número de veces, era en la Edad Media un buen sistema curativo, lo mismo que el
zafiro de la reina consorte o el anillo que envió a su amiga.
Sin embargo, no todo era
disparatado e ignorante, porque en la mayor época de esplendor del Islam, ya
advirtió el afamado Avicena que las fiebre intermitentes tenían su origen en
las aguas estancadas, pero pensando no en la reproducción de los mosquitos,
sino en los miasmas que de ellas se desprendían. También se pensaba que los
eucaliptos eran capaces de absorber esas emanaciones, de ahí la gran presencia
de estos majestuosos árboles en las riberas de ríos, lagos o pantanos.
Como es natural, sin conocer
las causas, es imposible aplicar remedios concretos y los paliativos que se
usaban no producían nada más que mayores desgracias, como era el de practicar
sangrías que dejaban exhaustos a los pacientes.
Fue a partir del siglo XVII,
cuando los conquistadores españoles encontraron un remedio eficaz contra la
enfermedad. Y no lo descubrieron ellos, ya lo había descubierto siglos antes
los indígenas amerindios, cuando pulverizaban la corteza del árbol llamado
“quino” y la consumían para combatir cualquier clase de fiebres, o temblores.
Árbol de la quina o
quino
Con ese conocimiento, los
españoles empezaron a usar lo que desde entonces se ha llamado quinina, para
combatir las fiebres y cuartanas,
observando que era un sistema eficaz contra la enfermedad, alcanzando su máxima
popularidad cuando la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, cayó
enferma de tercianas y el confesor del virrey, un jesuita llamado Diego Torres,
le comunicó el sistema que los nativos empleaban para combatirlo. No se
atrevieron a hacerle tomar quinina a la condesa hasta que experimentaron en
varios enfermos del hospital de Mareantes de Lima y al ver los resultados, se
decidió que la condesa la tomara, la cual, en pocos días, empezó a experimentar
una notable mejoría.
Cuando se hizo pública la
curación de la condesa, se empezó a enviar a España pequeñas cantidades de
quinina por medio de los jesuitas que regresaban a la patria tras su estancia
en las Américas. Éstos introdujeron la sustancia en Europa, donde se
consiguieron curaciones notables, como la del rey Sol, Luís XIV y aquellos
polvos empezaron a conocerse como “el de los jesuitas”.
Pero la época no era proclive
al progreso y tan milagrosas curaciones empezaron a atribuirse a un supuesto
pacto que los indios tenían con Satanás, por lo que cualquier físico que
recetase la quinina contraía un pecado mortal.
La mojigatería de la época
llegaba a límites insospechados y todo progreso era atribuible a Dios o al
demonio.
La corteza de la quina tenía
un grave problema: era sumamente amarga y tragar una porción, por mínima que
fuese, suponía un trago de lo más desagradable, lo que en el lenguaje popular
se ha establecido como una exclamación: “tragar quina”, cuando se ha de pasar
por una dura situación.
La mayor concentración de
alcaloides de este árbol está en su corteza, la que se muele para obtener el
polvo; la masiva obtención de éste producto empezó a producir deforestación en
las zonas en donde se daba el árbol que es entre los mil y tres mil metros de
altitud. La progresiva desaparición de árboles hizo que se viera la necesidad
de trasplantarlo a otros lugares de climas parecidos, como algunas partes de la
India, las islas de Ceilán o Java, pero esa operación no la realizaron ya los
españoles, descubridores del producto que no se habían protegido adecuadamente
para su explotación y holandeses, ingleses y alemanes fueron los que llevaron a
cabo los trasplantes.
Cortezas de quino
preparadas para la molienda
Con el paso del tiempo empezó
a usarse la quinina como profiláctico del paludismo y los soldados del ejército
británico en la India la tomaban a diario y para pasar mejor su sabor, le
añadían agua carbónica, azúcar y unas gotas de lima, dando lugar posteriormente
a la invención del agua tónica, que usa esos ingredientes.
Es lamentable que España que
introdujo este producto en el resto del mundo, no haya sacado ningún partido de
él, cuando ya los médicos decían que la quinina era más valiosa que el oro y la
plata y sigue siendo el método más eficaz para prevenir y curar la temida enfermedad.
Los polvos de quinina se
conocieron en España como los de la condesa, pues a ella a la que se atribuye
su popularidad, tanto que el gran botánico sueco, Carlos Linneo, cuando
clasificó el quino y sus diferentes especies, le puso por nombre genérico “Chinchona”, en honor a la condesa de Chinchón, aunque
deformada la pronunciación por el italiano, lo escribió como “Cinchona”
Perú tiene incorporado en su
escudo un quino, el árbol que más eficaz se ha mostrado para la medicina.
Muy interesante e instructivo!! Un abrazo!
ResponderEliminarMe gusta es el origen del Gin Toniic
ResponderEliminarCurioso e interesante. No tenia ni puñetera idea
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