viernes, 13 de noviembre de 2015

CON UNA ESPINA




 Al terminar el artículo de la semana pasada, me hice la firme promesa de no escribir más sobre el papado, en la certeza de que suficiente literatura se ha vertido ya sobre la más alta magistratura de la Iglesia, pero mientras buscaba documentación sobre aquel trabajo, me encontré una anécdota curiosa, que teniendo como trasfondo las actividades del papa Alejandro VI y de su familia, en realidad su protagonista era Leonardo da Vinci, el gran sabio del Renacimiento y no he podido sustraerme a relatar la historia que se encierra en una de las múltiples disciplinas en las que Leonardo participó activamente, destacando, como el genio que era.
Nació Leonardo en 1452 en el pueblecito de Vinci, cerca de Florencia. Después de su primera formación como pintor, escultor y artista en general, pasó a trabajar para los grandes mecenas italianos: los Medicis y los Sforza. Después de un breve pero fructífero paso por Francia, protegido del rey Francisco I, en el año 1502, fue contratado como ingeniero militar, para la construcción de las fortalezas pontificias que el papa Alejandro VI pretendía construir y al frente de cuyo proyecto se encontraba su hijo, el famoso César Borgia.
La fama ya precedía al insigne maestro florentino, pero sus aptitudes sorprendían constantemente a cuantos les rodeaban y en Roma, descubren la inmensa capacidad organizadora que posee Leonardo en relación con festejos, banquetes y otras grandes celebraciones y, lo que es más, sus magníficas cualidades culinarias.
Como un arte más que es la cocina, Leonardo despierta en el Vaticano la envidia de los cocineros tradicionales que habían servido a los papas, pues el sabio florentino era también un cocinero de máxima categoría, inventor de platos y genio y artista de los sabores y pronto la familia Borgia le encarga que se ocupe de cualquier celebración que se haya de realizar en sus propiedades, en la seguridad de que el sabio nunca defrauda.
En esa faceta, quizás la más desconocida de la vida de Leonardo, el maestro se dedicó por entero a experimentar con sabores tradicionales, mezclados con las especias desconocidas que llegaban del Nuevo Continente, así como a preparar platos completamente novedosos.
Pronto captó César Borgia la magnífica y nueva cualidad de su ingeniero y maestro de ceremonias y amparado en la necesidad que impulsaba la época de poseer venenos con los que quitar de en medio a los enemigos, o simplemente a los molestos, encargó al sabio que le proporcionara un veneno que fuera efectivo, pero no de efecto inmediato, que careciera de sabores y de olores y que fuera perfectamente diluible en agua, infusiones o vino.
Tantas precauciones obedecían a que ya no había personaje importante en Roma que no se hiciera acompañar de su probador; una persona dotada de cualidades, supuestamente, capaces de detectar cualquier sabor u olor extraño en las bebidas o alimentos que se servían en los infinitos banquetes romanos.
Un probador de comidas era un hombre muy bien pagado, pues sabía el riesgo que corría, tanto para su propia salud, como para la de su patrón, cuya vida dependía de su habilidad para identificar los venenos.
La tarea encomendada a Leonardo no era sencilla. La inmensa mayoría de los venenos conocidos tienen un fuerte olor o sabor, muy difíciles de escamotear entre otros sabores, otros son muy poco solubles y dejan posos en las bebidas y algunos eran de tan inmediata acción que el envenenado moría de manera fulminante, cosa que dejaba muy a las claras la actuación asesina y que nada beneficiaba al anfitrión del banquete.
Leonardo inició sus estudios por el veneno que los Borgia habían puesto de moda: “la cantárida”, producto de la ya famosa “mosca hispánica”. Sus efectos era muy conocidos así como sus características, por lo que desistió seguir trabajando con ella y empezó a practicar con otro producto, de nombre parecido que era conocido como “la cantarella” o “agua de Perugia”.
 No nos ha llegado la composición de este agua que, al parecer, contenía sales de cobre, de fósforo y arsénico, aunque también se le supone mezclado con vísceras de cerdo putrefactas, cuyos exudados era recogidos y tratados hasta que, la mezcla de todos los elementos, obtenía un aspecto como de azúcar y era mortal a dosis pequeñas.
Todos los venenos conocidos y de sabores u olores punzantes, eran descartados, lo que daba a la tarea del sabio un ingrediente de dificultad, nada fácil de superar.
César Borgia empezó a tener prisas. Quería de inmediato el veneno que le había pedido porque su primer uso ya estaba determinado.
Buena parte de la curia romana estaba harta de los excesos del papa y de toda la familia y esa facción la encabezaba el cardenal Franco Minetto. Este era un  hombre recto, temeroso de Dios y con ganada fama de inflexible.
En fin, que Minetto era un estorbo y había que eliminarlo, pero sin levantar ninguna sospecha, así que César dio un ultimátum a Leonardo: en cinco día tenía que tener preparado el veneno o se atendría a las consecuencias.
Abrumado por la responsabilidad de no poder cumplir con lo prometido, Leonardo vagó por las calles, plazas y mercados de Roma a la búsqueda de una solución para su veneno, pero no era aquella materia que se despachara abiertamente y a los ojos del público.
Por fin, tras mucho andar y parlotear con todos los mercaderes, encontró a una persona de lengua floja.
Se trataba de un viejo marinero que decía haber hecho el tercer viaje con Cristóbal Colón hasta las Indias, de donde habría traído hojas de una planta a la que los nativos caribeños llamaban “ichigua” y que por lo que conocemos debería ser una variedad de tabaco, pues el viejo marino contó a Leonardo que las hojas se enrollaban y prendían fuego por un extremo, mientras se chupaba por el otro, consiguiéndose un efecto de adormecimiento o borrachera, a lo que agregó que puestas a hervir, producían una infusión insípida y mortal.
Leonardo compró todas las hojas que el marino decía haber traído y corrió a su cocina, donde se encerró para preparar aquella infusión.
Trabajaba en absoluta soledad y secreto y no se podía permitir probar aquella pócima con ningún ser humano que luego pudiera contar lo sucedido, así que decidió utilizar un animal para probar la efectividad del veneno, y el tiempo que transcurría hasta que hiciera efecto.
Y en esa disquisición se encontraba cuando a sus pies se acurrucó un precioso gato de largo pelaje al que Lucrecia Borgia tenía mucho cariño y con el que paseaba en brazos por todo el palacio.
Sin pensarlo dos veces, mezcló la pócima con el plato que pensaba presentar en la cena: truchas con salsa de eneldo, que dio de comer al felino.
Aquella tarde en que Leonardo dio a probar su exquisito plato a los delicados labios del felino, Lucrecia echó de menos a su querida mascota, con la que pasaba horas acariciando el sedoso pelaje y por más que la buscó en toda la casa, no consiguió hallarla.
Buena noticia era esa para el florentino. Si el gato no aparecía quería decir que lo más probable es que estuviera en algún tejado, tumbado panza arriba, o escondido para siempre debajo de aquellos pesados muebles en los que el gato solía sestear. Es decir: el veneno había surtido su efecto.

Trucha con eneldos

Al día siguiente se celebraba el banquete en el que la figura preeminente era el cardenal Minetto y desde muy temprano las cocinas del palacio Vaticano eran un hervidero de personas que preparaban los platos, los proveedores que llegaban con las más espléndidas truchas, pinches y limpiadoras que mantenían todo en el orden perfecto que el maestro exigía. De vez en cuando aparecía por allí César Borgia, preguntando impaciente al maestro si la pócima estaría perfectamente dispuesta para servirla en la cena de aquella noche y al que tranquilizaba Leonardo, asegurándole que no habría sorpresa alguna y todo saldría según lo dispuesto.
Llegada la hora del banquete, fueron llegando los invitados que ocupaban, protocolariamente el lugar que el propio Leonardo les tenía asignado.
Como es de rigor, el cardenal Minetto, quizás la persona más importante, tras el papa, que concurría al banquete, ocupó su lugar frente al pontífice y sus hijos César y Lucrecia.
Con una suave música de flautas, laúdes, liras y cítaras, comenzó el convite sirviéndose los distintos vinos con las decenas de entrantes que era costumbre servir antes del plato principal.
Llegó el momento de servir las truchas y Leonardo escogió el plato que se serviría al cardenal, el cual roció con la infusión concentrada que se había llevado al gatito de Lucrecia al otro barrio.
Como es natural, el probador fue el primero en meter sus narices en el plato bellamente presentado, sin apreciar nada que excitara su pituitaria. Seguidamente probó la salsa y la jugosa carne de la trucha, haciendo un gesto afirmativo a su protegido, autorizándole a consumirlo.
Todos los comensales alabaron de inmediato la calidad del plato que devoraban con verdadero apetito, cuando a mitad de la trucha, el cardenal Minetto se levantó como impulsado por un resorte llevándose de inmediato las manos a la garganta.
Una exclamación surgió espontánea en toda la sala: veneno.
Asfixiándose, el cardenal cayó hacia atrás, mientras su probador trataba de socorrerlo, igual que hacía Leonardo, sorprendido del efecto tan inmediato de aquel veneno.
El papa dirigía a su hijo fulminantes miradas, alarmado por lo que le podía venir encima si el cardenal moría envenenado a su propia mesa.
Tumbado en el suelo el cardenal se debatía en sus últimos instantes de vida, mientras Leonardo trataba de auxiliarle, agachado a su lado.
El silencio del salón era tan denso que se escuchaban las entrecortadas respiraciones de los comensales, los cuales habían dejado sus platos en el mismo momento en que el cardenal se levantó angustiado.
En aquel gélido silencio, escuchó Leonardo un leve maullido que le hizo desviar la mirada hacia debajo del aparador que ocupaba la pared de la que estaban muy próximos y para su sorpresa, vio como el gatito se desperezaba como despertándose de un largo sueño.
El cardenal entregó su alma al Altísimo ante la certeza general de que había sido asesinado en la propia mesa del papa.
Sabiendo que su supuesto veneno no había producido aquella muerte, Leonardo buscó otras causas, encontrando una gran espina del pescado atravesada en la garganta del prelado que había sido la causa de la muerte. La tranquilidad reinó en todos los comensales, sobre todo en los Borgia.

Eso es, al menos, la historia que yo he conocido.

2 comentarios: