viernes, 28 de octubre de 2016

EL SABIO MALDITO




Uno de los marquesados más importantes e influyentes en la España de la Reconquista fue el Marquesado de Villena.
Villena era, a finales de la Edad Media, una importante ciudad de la actual provincia de Alicante que se convirtió en la sede del primer marquesado de Castilla, en 1366, cuando el rey castellano, Enrique de Trastámara, se lo concedió a Alfonso de Aragón, por haberle ayudado a destronar a su hermano, el legítimo rey Pedro I, El Cruel.
Su poder era inmenso y se dice que tenía bajo su hegemonía a más de ciento cincuenta mil hombres y abarcaba partes importantes de las actuales provincias de Almería, Murcia, Albacete, Alicante, Valencia y Cuenca, lo que puede dar idea de hasta que punto llegaba su potencial.
Su primer marqués, don Alfonso, se consideraba con derechos sucesorios a la corona de Aragón cuando Martín I, El Humano, murió sin descendencia y sin nombrar heredero, situación peliaguda que se resolvió con el compromiso de Caspe que nombró rey a Fernando de Antequera.
Heredo el marquesado su hijo Pedro, casado con Juana de Castilla, una hija del rey Enrique de Trastámara, pero la envidia castellana le hizo caer en desgracia y tras fallecer en la batalla de Aljubarrota, el rey lo desposeyó de su marquesado, pero sus herederos continuaron ostentando el título de señor de Villena.
Pedro tuvo varios hijos, pero a esta historia el que importa fue Enrique de Villenaque ya en su tiempo sería conocido como el “Astrólogo”, el “Sabio” o el “Nigromante”.
Por parte de su madre era nieto del rey castellano, por parte de su padre, su familia se consideraba con derecho a la corona de Aragón.
Como se ve, por su ascendencia, Enrique pertenecía a una de las familias más nobles e importantes de Castilla y de Aragón.
Es evidente que había nacido predestinado para ser caballero, pero nada de la nobleza, la caballería, la guerra o la política, interesaba al joven Enrique de Villena.
Él prefería las letras y sobre todo, las ciencias. Muy pronto destacó como traductor y como poeta, casi al mismo tiempo que se especializaba en el estudio de la alquimia, la astrología y las ciencias ocultas.
La dedicación a estas disciplinas en los finales del siglo XIV, le acarreó inmediatamente fama de brujo, creándose un ambiente nada propicio que, sin embargo, inspiró y mucho, a autores posteriores.
Su obra se ha perdido casi en su totalidad, pues a su muerte, el obispo de Segovia, fray Lope Barrientos, por orden del rey de Castilla, Juan II, ordenó que hiciese un profundo expurgo en su biblioteca y taller de trabajo y se mandase a la hoguera todo aquello que no estuviera en orden con la religiosidad y sanas costumbres de la época.
No era precisamente el obispo hombre desalmado e inculto sino que, al contrario, versaba en materias diferentes, pero sobre todo relacionadas con el ocultismo, por lo que deseaba preservar buena parte de lo que ante sus ojos tenía. Por un lado la obediencia a su rey y por otro el amor a la cultura, hizo que encargase a la hoguera muchos de los libros allí encontrados, pero que preservarse muchos otros para “provecho de sabios venideros”.
Lo que no se quemó, fue celosamente guardado o no dado a conocer, por lo que decir de la obra de Villena que prácticamente desapareció, se ajusta a la realidad.
Dice de él Marcelino Menéndez Pelayo que no existe duda alguna de que Villena cultivó la ciencia verdadera y positiva, pero desconocemos, desgraciadamente, con qué adelantos contribuyó a engrandecerla. El filólogo e historiador español  se hace eco de un poema de Juan de Mena, poeta cordobés contemporáneo de Villena que dice:
Aquel que tú vees estar contemplando
En el movimiento de tantas estrellas,
La fuerza, la orden, la forma daquellas,
Que mide los cursos de cómo e de quando;
E uvo noticia filosofando
Del movedor e los conmovidos;
De fuego, de rayos, de son de tronidos,
E supo las causas del mundo velando;
Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
Aquel que en el Cástalo monte resuena,
Es D. Enrique, señor de Villena,
Onra de España e del siglo presente.
!O ínclyto sabio, auctor muy sciente!
Otra e aun otra vegada yo lloro
Porque Castilla perdió tal tesoro
Non conoscido delante la gente.
Perdió los tus libros sin ser conoscidos,
E como en exequias te fueron ya luego
Unos metidos al ávido fuego,
E otros sin orden no bien repartidos.

Uno de los pocos libros que nos han llegado trata sobre astrología y otro sobre el mal de ojo, temas estos que en la época no eran bien recibidos, sobre todo si la astrología se distanciaba de la práctica de la Iglesia.
Sus dos obras más importantes son Los doce trabajos de Hércules y Arte Cisoria que no es otra cosa que el arte de cortar los alimentos a cuchillo, en donde no solo se explica como trinchar el pavo, sino que es un compendio de costumbres curiosas y un completo libro de cocina que, además, contiene normas de urbanidad y etiqueta en la mesa, tan alejadas en estos tiempos actuales.

Portada del libro

Entre otras cualidades, fue Enrique de Villena el primero en traducir al castellano la Eneida de Virgilio y las obras de Dante.
Por estas circunstancias sus contemporáneos no prestaron demasiada atención al personaje pero, a los pocos años de su muerte, numerosos alquimistas comenzaron a inventar y escribir libros que falsamente atribuían al de Villena, aduciendo que los habían hallado escondidos en su vieja biblioteca y fue creciendo el rumor popular de que el sabio había obtenido todo su poder por un pacto con el maléfico, como querían hacer ver los que lo reinventaban.
Comenzaron a correr leyendas fantásticas que dos siglos más tarde, dieron mayor popularidad al de Villena, como la de que habría perdido su sombra, burlándose así del demonio y del pacto que con él tenía.
Algo así le pasó al héroe infantil Peter Pan, que quizás perdió su sombra inspirado en esta leyenda.
No menos famosa fue la leyenda de la Cueva de Salamanca, en la que supuestamente había aprendido ciencias ocultas a cargo del sacristán que no era otro que el mismo diablo.
Lo que no había sido en vida, comenzó a inspirar a escritores de la talla de Juan Ruíz de Alarcón, Rojas Zorrilla, Quevedo, Juan Eugenio de Hartzenbusch, el de Los amantes de Teruel o el más reciente, Fernández Bremón.
Pero sin duda alguna, el hecho, supuestamente cierto, aunque bastante increíble, más sobresaliente de la vida de tan curioso personaje es el de sus dos muertes.
Ya se ha mencionado que mantenía un pacto con el demonio que tenía como finalidad última vencer a la muerte, volviendo a nacer, no estirando la vida en una  eterna juventud en la que se inspira el Fausto de Goethe.
Así, cuando le pareció que su última hora estaba cercana, tenía ya preparado un remedio alquímico para regresar a la vida. La única dificultad era que necesitaba ayuda para llevarlo a la práctica, así que se sinceró con su fiel sirviente, el cual le ayudó a preparar toda la estrategia necesaria para conseguir el fin.
Lo más importante que el sirviente debería hacer era ocultar su muerte. Nadie debería saber que había fallecido. Una vez asegurado de su muerte, debería bajar el cadáver al laboratorio y allí trocearlo en fragmentos inferiores a una onza. A continuación introduciría los trozos en un recipiente de cristal preparado al efecto que ya contendría un elixir especial y que enterraría en un montón de estiércol de caballo. Allí permanecería nueve meses, lo mismo que dura un periodo de gestación. Durante ese tiempo, el sirviente no podría dejar entrar a nadie en la casa y, lo más importante, se tendría que hacer pasar por el marqués, saliendo a pasear todos los días a la misma hora y con la misma vestimenta que su señor acostumbraba.
Muerto su dueño, el criado cumplió al pie de la letra las indicaciones de su amo, sin que le temblara el pulso en ninguna de ellas, salvo la de vestir sus ropas y pasear por las calles de la ciudad, en donde temía ser reconocido.
Pero se sucedieron diversos paseos sin que nadie notase la diferencia y el criado fue cogiendo confianza, hasta el extremo que saludaba a los conocidos con leve inclinación de cabeza y mano al ala del sombrero.
Pero unas semanas después, tuvo la poca fortuna de toparse con un sacerdote que llevaba el viático a un enfermo. La norma general era arrodillarse y descubrirse a su paso, costumbre que todos los viandantes ejecutaron, pero no así el criado que temió verse descubierto, pues podría ser reconocido, y continuó embozado en su capa y con el sombrero calado al paso del sacerdote.
Semejante acción causó estupor en los demás viandantes y algunos se acercaron a él, destocándolo de airada forma.
Inmediatamente se descubrió el engaño y sospechando que la suplantación de la identidad de su amo se debiera a la comisión de un hecho delictivo que tuviese que ver con la vida de su señor, lo llevaron ante el Santo Oficio, en donde fue debidamente “interrogado”.
Intentó el pobre sirviente mantener silencio, pero la simple vista de las máquinas de tortura, que generosamente le iban mostrando, acabó por rendir su resistencia y narró todo lo que había ocurrido y cómo lo único que hacía era cumplir las indicaciones de su amo.
Seguro que el estupor se apoderaría de los santos varones de la Inquisición, que antes de castigar al criado decidieron comprobar la veracidad de sus manifestaciones y se desplazaron a la casa del difunto marqués.
Allí, en el laboratorio, completamente cubierto de estiércol de caballo, el criado sacó la frasca de cristal en cuyo interior se veía un incipiente embrión humano.
Aterrados ante la extraña visión, el inquisidor ordenó su inmediata destrucción.
Dicen que cuando, roto el cristal, pisoteaba al embrión, se escuchó un terrible grito.

Sin ninguna duda que se trata de una leyenda tan falsa como la que más, pero indudablemente amparada en la fama maldita que tenía aquel sabio llamado Enrique de Villena.

viernes, 21 de octubre de 2016

LA TIERRA DE MARÍA SANTÍSIMA



Aunque ahora nos parezca extraño, aunque creamos que la Virgen María no nació con el pecado original, ese que todos traemos a este mundo como una extraña e inmerecida lacra, lo cierto es que hasta el 8 de diciembre de 1854, día en el que el papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada, la Santísima Virgen había nacido, para la Iglesia Católica, exactamente igual que cualquiera otra persona en el mundo. Pero a partir de ese día todo cambió: María, por decisión pontificia, había nacido sin el pecado que todos traemos.
Ni siquiera su hijo se había librado de él y tuvo que ir al Jordán para que su primo Juan lo bautizara.
¡Qué manía de retorcerle el brazo a las cosas normales! ¿Qué necesidad hay de complicarlo todo para hacerlo menos creíble aun?
Ni siquiera sabemos con certeza que todos nazcamos con un pecado, cuando ya estamos indultando de esa injusta herencia a una persona en la que hacemos coincidir algunos misterios más, tan enrevesados de por sí que los sustentan exclusivamente la fe. La Iglesia define la fe como creen en algo que no se ve; y yo añadiría, ni se comprende.
Pero no fue siempre así, muy al contrario. Después de dieciocho siglos y medio, un buen día, el papa, al que indudablemente iluminó aquella jornada el Espíritu Santo, cedió por fin a la presión de buena parte de la cristiandad, fundamentalmente española, andaluza y más concretamente sevillana y declaró a María “sine labe concepta”.
Así es que llevamos solamente siglo y medio adorando a la Inmaculada, contra los más de dieciocho en que se la adoraba pero sin ese reconocimiento.
Curiosamente, desde aquel diciembre de 1854, pocas Inmaculadas se han pintado, esculpido o glosado y, sin embargo, qué enorme cantidad de cuadros, imágenes, prosa y poesía de Inmaculadas salieron de los pinceles, las gubias y las plumas más grandes de España en aquella época, en la que la inmaculada concepción de María, aún no tenía el respaldo dogmático.
Y es que España y más concretamente Sevilla, fueron los adalides del reconocimiento del nacimiento de María sin ninguna mancha, pues estaba destinada a ser la madre de Dios.
La veneración a la Virgen es consustancial al nacimiento y expansión del cristianismo, pero dentro de esa veneración, corrientes fuertemente encontradas, defendían con ardor la absoluta normalidad humana de María, contra la singularidad del “sin pecado concebida”.
Y entre los grandes defensores de esta segunda posición se encontraba España y más apasionadamente Andalucía y dentro de la región, con mucho más ardor, Sevilla.
La historia data de cuando la ciudad del Betis era la capital financiera, económica y social de España, cuando controlaba el oro y la plata de las Indias y cuando decidía qué y quién se embarcaba y qué y quién se quedaba en tierra.
Al menos desde el siglo XIII, Sevilla se ha decantado por venerar a la Virgen Inmaculada y desde el cincel de los escultores, hasta la pluma o el pincel de escritores y pintores, se han explayado en ensalzar el mito concepcionista.
Los gremios, las romerías, las fiestas y las cofradías, tenían por patrona a la Virgen Inmaculada, sobre todo, con la llegada del Renacimiento.
Pero un buen día de septiembre de 1613, el prior del convento dominico sevillano “Regina Angelorum”, el padre Diego Molina, en la fiesta dedicada a la natividad de María, de la que, por cierto, se ignora completamente qué día fue, se le ocurrió, desde el púlpito de su iglesia y en pleno sermón, manifestar sus dudas sobre la concepción inmaculada de la Virgen.
No lo decía este prior dominico al buen tuntún, que era una opinión muy meditada y basada en los grandes “padres de la Iglesia”, entre ellos el siempre admirado Tomás de Aquino.
La polémica saltó de inmediato y el pueblo llano que, sin dogma, había venerado desde muchos años atrás a la Virgen Inmaculada, estalló de ira contra el dominico, posiblemente incitado por una hermandad de penitencia llamada del Santo Crucifijo e Inmaculada Concepción, que precisamente tenía su sede en aquel convento, en la actual calle Regina, muy cerca del palacio de Dueñas.
Inmediatamente se encontraron las posiciones de los dominicos, haciendo causa común con su prior y los franciscanos y jesuitas que lideraban la facción contraria, a la que el pueblo llano era mucho más adepto.
Este enfrentamiento religioso no siembre fue pacífico pues de cuando en cuando saltaban conatos o meros altercados, protagonizados por los más enfervorecidos defensores de una y otra postura.
Las clases más pudientes, las nobiliarias, los asentadores a Indias, comerciantes y gran parte del clero, estaban a favor de la Inmaculada; las clases más desfavorecidas no consideraban necesario purificar más a una Virgen que ya de por sí gozaba de todos los atributos para su adoración.
Pero los pudientes emprendieron una campaña en la que se hacía publicidad con los pocos medios que en la época se conocían y que era encargando cuadros y más cuadros a los pintores más afamados, Murillo, Velázquez, Zurbarán, El Greco, Rubens, por citar a los más importantes.
Encargando imágenes y esculturas a los más prestigiosos imagineros como Martínez Montañés, Pedro Roldán y su hija, Luisa “La Roldana”, Juan de Mesa, Alonso de Mena y otros muchos.
Poemas y letrillas a las plumas más fértiles, Lope de Vega o Góngora, entre otros.
Por entonces, la Iglesia dictaba ciertas normas que debían observar las tallas o los cuadros, en orden a reconocer inmediatamente las pinturas e imágenes de Inmaculadas, como era el pintar siempre a la Virgen con una túnica blanca y una capa o manto azul.
Los textos bíblicos pusieron el resto de la composición: la mujer joven, hermosa, revestida de rayos de sol, rodeada de estrellas y pisando una media Luna, completaron el canon, aunque a veces, la Luna se convierte en serpiente.
Con esos colores se identificaron numerosos pintores y escultores, pero algunos, menos sumisos, no dejaron de pintar estas vestimentas en otros colores, como el rojo, el negro y el verde.
El arzobispo de Sevilla, don Pedro de Castro, en el mes de julio de 1615, envió a Roma, una delegación formada por dos franciscanos, un canónigo de la Catedral y un representante del movimiento cofrade, que llevaban por misión conseguir de la curia apostólica que desautorizase a los dominicos, reafirmara la doctrina de la Inmaculada y sobre todo, conseguir que el papa declarase el dogma de fe al respecto.
Pero la Santa Sede no se dejó convencer fácilmente y pasaron casi dos años y medio para que diese una respuesta que alegró enormemente a los sevillanos y andaluces en general, pero que no llegó a contentarlos del todo.

La Inmaculada de Rubens, que no sigue el canon de colores

Dos años más tarde, en 1619, Felipe III, rey muy católico, envió a Antonio Trejo, un franciscano obispo de Cartagena, a que se entrevistase con el papa Pablo V y le explicase, además del enfrentamiento existente entre las posturas de distintas órdenes religiosas, o entre los propios obispos y arzobispos,  o las universidades y las autoridades civiles, cómo buena parte del pueblo había interpretado la pugna entre una y otra creencia y se estaba llevando la situación a un límite cismático.
El silencio pontificio se impuso de nuevo. No era necesaria la decisión papal para zanjar el asunto.
El nerviosismo que empezaba a contagiar a la sociedad española, impulsó a Felipe IV a emprender una nueva embajada, esta vez con el duque de Alburquerque, que acompañado por un teólogo franciscano llamado José Vázquez, se entrevistaron con Gregorio XV, para exponer las mismas ideas que ya se habían expresado a sus antecesores.
La intervención real en estas dos ocasiones da idea del profundo calado que tenía el tema en toda la sociedad española y la preocupación por aquella situación, que se podría ir de las manos en cualquier momento.
En vista de que la autoridad pontificia no se definía, la iglesia española, con la anuencia de los poderes laicos, proclamó, en 1644, que la festividad de la Inmaculada, era fiesta de precepto.
Sorprende la insistencia con la que estado e iglesia se confabulan con las masas sociales en orden a conseguir una cosa tan etérea como innecesaria. Cómo se lucha y con qué ardor, por conseguir un reconocimiento oficialista que no desmerecía en nada la situación anterior, cuando la situación política y económica del país más poderoso del mundo, se estaba yendo al garete.
Reyes que no querían saber nada de los asuntos de estado, los cuales dejaban en manos de sus validos, agarran la bandera del sin pecado concebida y hacen de ella su único fin en la vida.
Pero eso carece de importancia a los fines de este artículo que trata de poner en relieve cómo un movimiento ciudadano, nacido en Sevilla, se fue abriendo camino insistentemente hasta conseguir, más de dos siglos después, que la cristiandad pudiera venerar, por fin, a una María Inmaculada.

¡Eso era lo realmente importante y por eso mi querida Andalucía es la “Tierra de María Santísima”!

viernes, 14 de octubre de 2016

EL CAMINO DE JERUSALÉN




Desde que Teseo, ayudado por la princesa Ariadna, venció al Minotauro y consiguió salir del Laberinto de Creta, la humanidad, en todos los lugares del mundo ha construido laberintos en los que perderse.
En jardinería, en construcciones, en decoraciones y hasta en pavimentos, se han diseñado laberintos con el fin doble de experimentar el placer, o el terror de perderse en su interior y el terror o placer de encontrar la salida. Sí, porque las dos situaciones pueden proporcionar sensaciones tan opuestas.
Pero no se trata de analizar la sugestión que produce un laberinto, las más de las veces festiva y que los hemos visto formar parte de las atracciones de ferias, construidos con cristales y espejos, para la exclusiva diversión de sus visitantes, sino de hablar de uno de los laberintos más conocidos y enigmáticos del mundo.
Se trata del mosaico construido sobre el suelo de la nave central, a escasos metros de la puerta principal, de la catedral de Chartres, en Francia.
En 1194, la catedral de Chartres, una ciudad francesa situada a unos setenta kilómetros al suroeste de París, ardió en un tremendo incendio provocado por un rayo que solo dejó en pie parte de sus torres y la cripta, en la que se guardaba una reliquia conocida como “La Sancta Camisia”, un supuesto trozo del vestido que llevaba la Virgen María al da a luz a su hijo, Jesús, que ya hay que tener imaginación, aunque todo tiene una explicación como se verá más adelante.
Aunque al principio aquel desastre natural se interpretó como castigo divino, el que solamente quedara en pie aquella cripta y que la “Camisia” estuviera intacta, fue tornando los conceptos y lo que fue castigo divino, ahora era un milagro.
La Divina Señora había preservado su vestimenta que con tanta fe se veneraba en aquella catedral. De inmediato, el obispado, varios colectivos y gremios ciudadanos y hasta el rey, propugnaron la construcción de un nuevo templo, que se alzó en el mismo lugar y en un tiempo record, para aquella época, incluso para ésta, si lo comparemos con el de la Sagrada Familia de Barcelona.
En 1220, el cuerpo principal estaba construido, aunque hubieron de pasar cuarenta años más hasta que, completamente terminada, fuese inaugurada y consagrada, ante la presencia del rey Luís IX, que ha pasado a la historia como San Luís.
La catedral de Nuestra Señora de Chartres ha sido recientemente declarada Patrimonio de la Humanidad y a lo largo de la historia ha servido de modelo a muchas otras catedrales europeas, principalmente francesas.
Pero no es eso lo más importante, sino el cúmulo de conocimientos ancestrales que su construcción encierra.
No ya quienes construyeron la nueva catedral, sino también los que construyeron la anterior, habían elegido un lugar en el que existió un monumento megalítico anterior a la invasión de los celtas, que ya consideraron aquel lugar como de culto.
La razón de haber escogido aquel lugar, y no otro, para crear un monumento megalítico, es algo que se desconoce, pero las civilizaciones megalíticas tenían muy claro dónde era el lugar adecuado para su construcción, apreciando de manera extrasensorial la presencia de fuerzas de la naturaleza que en él convergían. Desde el año 360, en aquel mismo lugar se habían ido levantando diferentes templos dedicados todos al culto a la Santísima Virgen, sustituyendo a los cultos paganos celtas en los que se invocaba a la “Virgo Paritura”, la Virgen que Concebirá.
Por eso nada tiene que extrañar que la camisa que llevaba en el momento del parto la “Virgen que Concibió”, fuera a terminar como reliquia santa en aquella catedral.
Desde tiempos muy antiguos zahoríes, considerablemente experimentados, coincidieron en asegurar que detectaban la existencia de al menos catorce corrientes de agua que se cruzaban a distintas alturas bajo el suelo y algunas personas han sido capaces de percibir cierta sensación de corriente eléctrica que no pueden explicar. No son, evidentemente, métodos muy científicos, pero era toda la tecnología que hasta hace poco se tenía al uso y que modernamente, con el nombre de radiestesia, se ha empleado con éxito para encontrar agua subterránea en terrenos muy castigados por las sequías.


Vista aérea de la catedral de Chartres

La nueva catedral, tal como se aprecia en la foto, presenta unas proporciones perfectas. Basadas en lo que se conoce como “proporción áurea”, guarda una total simetría en toda su construcción, menos en las dos torres, que son diferentes en diseño y altura. Están dedicadas al Sol y la Luna y esa es la razón de su asimetría.
Recientemente se descubrió que la altura de la torre del Sol es exactamente igual a la longitud del cuerpo de la catedral, 365 pies, los días del año solar.
La dedicada a la luna es, sin embargo, 28 pies más corta, los días del ciclo lunar.
Sus vidrieras, compuestas por ciento setenta y seis ventanas, tienen todavía los cristales originales y como ya era clásico desde la más remota antigüedad, producen unos efectos especiales en los solsticios y equinoccios.
Pero lo más sorprendente de toda esta maravilla arquitectónica es, sin duda alguna, su laberinto.
Al estar situado en la nave central, suele estar cubierto por sillas y bancadas, por lo que no resulta fácil de ver y mucho menos de recorrer. Pero desde hace ya muchos años el 21 de junio, día de San Luís, rey que la inauguró, se retiraban las sillas y el laberinto quedaba totalmente descubierto.
Ya más recientemente, desde Semana Santa hasta septiembre, todos los viernes queda expedito.
El laberinto está construido con un mosaico en el que se expresa una figura geométrica que ocupa todo el ancho de la nave central y que se cree que fue construido cuando ya el grueso de la obra catedralicia estaba concluido, por temor a que algún accidente de desplome de obra o de andamiajes pudiera deteriorarlo.

El célebre laberinto

En la parte baja de la fotografía se aprecia la entrada al laberinto. Es la única e inicia un camino que recorre todas las volutas, dibujadas con una precisión matemática que asombra cuando ya ha pasado casi un milenio de su construcción.
Se cree que este laberinto, como toda la catedral, sustituía a otro que existiera en la catedral vieja, pero esa hipótesis no ha podido ser demostrada.
En el centro hay una placa de cobre que se cree representaba una escena de la lucha entre Teseo y el Minotauro, pero, completamente desgastada, solo conserva restos de los remaches que sostuvieron dicha escena.
Sin haber constancia documental, se pensaba que allí, en el centro del laberinto había enterrado algún personaje muy importante, pero a mediados del siglo XIX se realizó una excavación de cinco metros de profundidad que no reveló ningún enterramiento, ni otro vestigio alguno de que allí se hubiese ocultado algo. El suelo fue repuesto tras la excavación.
Nunca ha tenido este dédalo un nombre propio, como ha ocurrido con otros laberintos, pero a finales del siglo XVIII, empieza a aparecer en algunos escritos con el nombre de “Camino de Jerusalén”.
La curiosidad de este nombre obedece a que el laberinto de Chartres, como otros muchos laberintos, se acostumbraba a recorrer de rodillas por parte de los peregrinos que hasta él se desplazaban, los cuales buscaban supuestamente la luz que irradiaba de su centro. No era fácil recorrerlo sin equivocarse, por lo que se cree que además de una penitencia, era un rito iniciático en busca de la luz.
Es algo parecido a lo que perseguían los peregrinos que se desplazaban a Jerusalén para recorrer de rodillas el camino que Jesús había recorrido con la cruz a cuestas.
Cuando la visita a Tierra Santa se hizo extremadamente peligrosa, las oleadas de peregrinos buscaron otros lugares en los que hacer ver su fe y uno de ellos fue esta catedral y su ya famoso laberinto.

Muy hábil, la Iglesia empezó a conceder las mismas indulgencias que se concedían a los peregrinos de Jerusalén, a aquellos que recorrieran de rodillas el laberinto, de ahí su nombre de “Camino de Jerusalén”.