Dice el
Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que una plaga es la
aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan
graves daños a poblaciones animales o vegetales, como la peste bubónica o la
filoxera.
En una
segunda acepción, define la plaga como calamidad grande que aflige a un pueblo.
No todas las
plagas han sido obra de la naturaleza, muchas veces es la mano del hombre la
que ha provocado una gran calamidad, queriendo intervenir en el curso natural
de las cosas.
Eso pasó,
por ejemplo, con el cangrejo de río americano, cuando se quiso repoblar los
ríos españoles con esta especie, parecida a nuestro característico cangrejo,
pero tan diferente, que acabó con la especie. Pasó con el eucalipto australiano
que se puso de moda en caminos y parques y se plantó indiscriminadamente y
ahora ha colonizado tanto el territorio que sus raíces causan graves daños en
caminos, carreteras y viviendas.
Al fin y al
cabo estas dos plagas pueden ser controlables, pero qué ocurre cuando se va de
las manos; cuando no se puede controlar lo que en principio parecía una cosa
fácil: un desastre, una verdadera calamidad. Como cuando se hace una barbacoa
en el monte para diversión de un grupo
de amigos y se le descontrola el fuego extendiéndose hasta arrasarlo todo.
En el año
1859 en Australia no había ningún conejo. Su suelo estaba plagado de especies
raras y únicas en el mundo, pero el común y vulgar conejo, no tenía un solo
representante.
Los ranchos
australianos eran inmensos, como lo es todo el continente y los granjeros
dedicaban su tiempo libre a recorrer sus tierras acompañado de sus perros para divertirse con la caza. Thomas Austin
era un rico hacendado dueño de enormes terrenos que se divertía disparando a todo
lo que se movía, pero echaba en falta la caza del suculento conejo, la liebre y
la exquisita perdiz, que eran tan comunes en su Inglaterra natal.
Por eso, en
1859, mandó traer de Inglaterra una remesa de parejas de los tres animales y
concretamente le llegaron setenta y dos perdices, cinco liebres y veinticuatro
conejos, que soltó en sus tierras con la malsana intención de disfrutar luego
matándolos en el dudoso deporte de la caza.
Lo que el
señor Austin desconocía era la tremenda repercusión que su acción traería
consigo.
Las perdices
contaban con sus depredadores naturales que eran los reptiles y las rapaces,
además de su escasa proliferación: una o dos camadas al año; las liebres quizás
no se adaptaron bien al terreno, o la escasa población inicial no supuso un
crecimiento anormal de la nueva especie, pero los conejos, con una alimentación
abundante, sin depredadores naturales y con su extraordinaria proliferación,
vinieron a constituir un problema de gran magnitud.
Efectivamente,
una hembra de conejo alcanza su madurez sexual antes del año y no entra en celo como las hembras de los
otros mamíferos (igual que sucede con la mujer) y acepta la cópula con
cualquier macho en todo momento, incluso estando preñada. Su periodo de
gestación es de un mes, después del cual paren hasta catorce gazapos, a los que
amamanta hasta que vuelve a parir.
En este
ciclo que se puede repetir hasta siete veces al año, puede poner en el mundo
más de treinta gazapos por término medio, teniendo en cuenta que la mortalidad
en las primeras semanas es muy alta.
Retrato de
Thomas Austin
Echando
cuentas, nos encontramos que en el primer año pudieron nacer más de trescientos
conejos, que si la mitad eran hembras y se reprodujeron al mismo ritmo, al
finalizar el año ya habría cuatro mil quinientos y así, en progresión
geométrica, bien alimentados y solamente abatidos por algún disparo del
granjero Austin, en cinco años un millón y medio de conejos, moverían sus
orejas en el suelo australiano sin otro temor que la puntería de los granjeros.
El propio Austin había cazado veinte mil conejos en seis años, una cantidad insignificante
para la población que había alcanzado.
Y se fueron
extendiendo y reproduciendo y empezaron los problemas. Ya no había suficiente
vegetación para millones de ejemplares y empezaron a entrar en huertas y
sembrados, a horadar madrigueras en cualquier parte y a hacerse tan presentes
que molestaban.
A principios
del siglo XX el problema era tal, que en amplísimas zonas, la vegetación había
sido arrasada, poniendo en peligro de extinción a otras especies animales
herbívoras y llevando al limite de desertización lo que antes eran extensas
praderas y afectando, sobre todo, a la cabaña ovina, principal fuente de
ingreso ganadera.
Para evitar
que su desplazamiento demográfico invadiera todo el continente se incentivó la
caza del roedor, distribuyendo trampas, venenos, armas y munición hasta el
extremo de hacerse capturas como la que se refleja en la fotografía que se
expone más abajo.
Pero todo
fue inútil y hacia 1887, aunque se llevaban abatidos veinte millones de conejos,
la reducción e la población era
insuficiente y los pastos y huertos seguían estando en peligro.
Se ha
calculado que la población de conejos llegó en los años veinte del siglo pasado,
a los diez mil millones de individuos, cifra, desde luego, harto difícil de
calcular.
Entre medio,
se intentó todo, desde cercarlos, con una valla de metro ochenta de alto y más
de cinco mil kilómetros, que los conejos salvaban sin ninguna dificultad
construyendo túneles, hasta lo que, por fin, se mostró eficaz: la guerra
bacteriológica.
En este caso,
vírica, pues se usó un virus originario de Sudamérica, llamado “mixoma”, que produce la enfermedad
conocida como “mixomatosis” que se
trasmite por las pulgas y los mosquitos.
En pocos
años, la enfermedad mató seiscientos millones de conejos, pero el daño causado
a la cabaña ovina, a las otras especies herbívoras autóctonas y a la
agricultura en general, fue irreparable.
Cacería de conejos
La otra
plaga de la que va a tratar este artículo es mucho más refinada, más culta, podríamos
decir.
Como hay
gente para todo, alguien, no sabemos quien, se dedicó a la tarea tan
improductiva como innecesaria de contar todas las especies de aves que se
mencionan en las obras de Shakespeare. Algo trascendental, como el lector podrá
apreciar y se llegó a la conclusión de que eran exactamente sesenta especies de
aves entre búhos, alondras, cormoranes, ruiseñores, cuervos, pardillos… y
estorninos.
Sesenta
especies, que se dice pronto, incluso para Eugene Schieffelin, un neoyorkino, fanático
de la obra de Shakespeare hasta extremos insospechados, que quiso tener volando
en su ciudad y en su país todas aquellas aves mencionadas por su idolatrado
dramaturgo y comenzó a hacer un recuento de las que ya se hallaban presente en
los cielos de los Estados Unidos.
Casi todas
vivían en tierras americanas, menos los estorninos, unos pájaros gregarios que
forman sincronizadas y bellísimas figuras en el aire, cuando vuelan por
millares, buscando sus lugares donde dormir.
Corría el
año 1890 cuando el tal Eugene soltó en Central Park de Nueva York, sesenta
estorninos, con la idea de que se reprodujeran. Un año después soltó otros
cuarenta.
Intentó lo
mismo con otras especies, pero no consiguió que se reprodujeran, ya por las
condiciones climáticas, ya por la presión de los depredadores; lo cierto es que
alondras y ruiseñores se quedaban fuera de la lista shakesperiana.
No sabía
este señor que su amor por la literatura traería tantos quebraderos de cabeza a
toda una nación.
Los
estorninos se reprodujeron con suma facilidad y se adaptaron perfectamente al
entorno y el hecho de volar en grupos los protegía de sus potenciales
depredadores.
Pronto,
enormes bandadas de estos bellos pájaros, se veían en los cielos de Nueva York
y en muy poco tiempo en todos los alrededores; unos años después, en los
estados limítrofes y por fin, desde Alaska hasta Méjico.
Con una
inspiración tan literaria, era difícil que nadie se hubiera opuesto al
proyecto, o que, en unos primeros momentos, hubiese tratado de controlar
aquella invasión, pero décadas después, más de seiscientos millones de
estorninos devoraban cada día el doble de su propio peso, esquilmando huertas,
cultivos de cereales, frutas y cuanto se pusiese al alcance de su pico, incluso
basura si escasean otros alimentos.
Dos bellas
formaciones de bandadas de estorninos
Propietarios
de granjas empezaron a quejarse y a alejar los molestos pájaros de sus tierras
a base de escopetazos, algunos con un sistema de cohetería secuenciada que
conseguía a medias su propósito.
Se empezaron
a utilizar rapaces como halcones, milanos, azores, etc., que conseguían
desplazarlos de zonas muy concretas, como los aeropuertos, en donde empezaban a
constituir un enorme peligro. La mayor catástrofe aérea protagonizada por aves,
fue precisamente por una bandada de estorninos que el cuatro de octubre de
1960, se introdujo en los motores de un avión que despegaba del aeropuerto de
Boston, causando un accidente en la que murieron sesenta y dos personas.
Pero no es
esa la única problemática ciudadana que presentan estas aves, que suelen concentrarse
en los lugares de dormidas produciendo con sus cantos un ruido infernal que
dificulta el descanso de quien tiene la poca fortuna de tener cerca de sus
casas árboles altos y frondosos, en los que suelen pernoctar.
No menos
desesperación producen en los propietarios de vehículos que encuentran cada
mañana una sorpresa.
Defecaciones
de los estorninos
Actualmente
se cree que la población ha disminuido y solamente alcanza a unos doscientos
millones de pájaros, lo que supondría uno por cada ciudadano de los Estados
Unidos.
Uno, por
uno, otra curiosidad y es que el estornino se menciona en las obras de
Shakespeare ¡en una sola ocasión!, concretamente, en el drama “Enrique IV”.