lunes, 26 de junio de 2017

EL PERDON DE LOS PECADOS



No hace muchos años, la Iglesia católica nos cambió la letra del Padrenuestro de toda la vida, aquel que Jesucristo enseñó a sus apóstoles, con una desvergüenza total y para así contentar a los sectores financieros que no estaban dispuestos, ni mucho menos, a perdonar las deudas de nadie. Así, pasamos de perdonar deudas a perdonar ofensas, que es otra cosa muy distinta y que como no se puede cuantificar, es más fácil de perdonar.
Pero no era esta la primera vez que la Iglesia cambiaba el sentido de sus creencias para adaptarlas a los poderosos, ni muchísimo menos. Ya lo había hecho otras veces y seguramente estará dispuesta a seguir haciéndolo.
Un ejemplo clarificador es el ocurrido con Constantino I, El Grande, uno de los emperadores romanos más controvertidos que empezó gobernando una cuarta parte del imperio para terminar siendo único emperador, después de haber asesinado, o matado en combate, a sus oponentes.
En el año 312, cuando se dirigía con sus tropas a enfrentarse a su cuñado Majencio, dice que ha tenido una visión en la que una cruz refulgente se le ha presentado sobre unas palabras que decían: “Con este signo vencerás”. Y efectivamente, venció en la famosa batalla de Puente Milvio. Quedaba como único césar de Occidente, mientras en Oriente, gobernaba Licinio.
Constantino adoraba al Sol Invictus, un título que en aquella época se aplicaba al dios Mitra, que de ser originario de Persia, había conseguido un hueco importante en el panteón romano. Pero sus legiones estaban cada vez más cristianizadas y eso lo debilitaba ostensiblemente, pues él mismo había sido nombrado emperador por sus tropas.

Estatua de Constantino I

Concurría otra circunstancia no menos importante y es que el emperador tenía graves problemas de conciencia. Había asesinado con sus propias manos a su hijo y a su esposa, participado en la muerte de su padre y hasta su madre, que llegó a ser santa en la Iglesia Católica, santa Helena, le reprochaba su conducta, aumentando así sus problemas de conciencia.
Necesitaba Constantino dos cosas: apoyo de sus legiones y perdón para sus pecados, de manera que su conciencia le dejase tranquilo.
Y estas dos premisas que lo impulsarían a la felicidad, las encontró en la comunidad cristiana.
Había solamente un problema, pero de proporciones descomunales: la comunidad cristiana era un sin número de comunidades todas mal avenidas y todas con un odio hacia las demás que superaba con mucho el que profesaban a otras religiones, incluso las politeístas.
Había que unificarlas a todas; que tuvieran un mismo credo y que leyeran los mismos evangelios, cosas difíciles de conseguir visto el encarnizado odio que las distintas comunidades se tenían. Y es que dentro de los cristianos había sectas que defendían cosas tan dispares como la virginidad de María, frente a quienes creían que había sido una mujer normal, o la deidad de su hijo, frente a quienes creían que Jesús era simplemente un hombre.
O el papel de María Magdalena y de los “hermanos de Jesús"; o si, como había dicho san Pedro, había que predicar solamente a los circuncidados y no a los gentiles como propuso san Pablo.
En fin, un guirigay de dimensiones impresionantes y sobre todas ellas, una: había que erradicar totalmente la creencia en la reencarnación.
Este último punto puede sorprender a cualquiera, porque no es un detalle conocido que los cristianos creyeran en la transmigración de las almas, pero así era y hasta los propios Evangelios, incluso el Antiguo Testamento, lo recogían en diversos pasajes.
Había en esta creencia una indudable influencia hindú -los Vedas, los más antiguos textos sagrados, base de la religión hinduista y en los que se recoge la teoría de la transmigración de las almas, fueron escritos en el segundo milenio antes de nuestra Era y, por tanto, mucho más antiguos que los más vetustos textos hebreos- pues los judíos creían que su dios, Jehová, había creado un número de almas judías que se irían alternando en su paso por la tierra.
Esta creencia se trasladó al cristianismo y el propio Jesucristo se refirió en varias ocasiones a la necesidad de vivir muchas veces para alcanzar la perfección, como podemos leer en los evangelios.
Pero llega un momento en que, eso de volver a vivir, quita fuerza al dominio que se quiere ejercer sobre el pueblo a través de la religión y Constantino es el primero en darse cuenta del terrible peligro que eso supone, además de una circunstancia añadida que a él le afecta muy directamente y es que de haber otras vidas, de qué le serviría el perdón de sus pecados, que la Iglesia le promete, si no va a ir directamente al cielo.
El emperador está tan poco convencido de estas creencias, hasta el punto de que, aunque ha declarado a la religión católica la doctrina oficial del imperio, ha convocado el concilio de Nicea para unificar el credo católico y los obispos a sus órdenes han decidido qué evangelios son los verdaderos y los demás apócrifos, él sigue practicando su culto al dios Mitra y no es hasta que está en su lecho de muerte que decide que lo bauticen, seguramente por aquello de ir para el otro lado con el mayor número de apoyos.
Pasaron dos siglos en los que la Iglesia, ya transformada en poder fáctico, había conseguido apaciguar a casi todas las sectas que se revolvían en su seno, pero seguía vigente la creencia en la “metempsicosis”, auspiciada por la doctrina de personajes tan transcendentales para el pensamiento católico como Orígenes que en sus obras “Contra Celso” y “De Principis”, aseguraba no solo la inmortalidad, sino la preexistencia del alma y la influencia que sobre ella tenían las acciones anteriores.
Nuevamente, la necesidad de acabar con aquella rueda sin fin de reencarnaciones, le surge a otro emperador, esta vez de Bizancio, de quien hablaba en un artículo publicado semanas atrás: Justiniano I.
Y no solamente por él, sino por su esposa, la bella Teodora, que tenía, junto a las múltiples virtudes que resaltaba el artículo referido, un lado de sombras funestas que pesaban sobre su conciencia, como lo hubieron hecho en la de Constantino.
Si aquel peso que agobiaba su alma podría expiarlo en posteriores reencarnaciones, en futuras vidas, como se desprendía de las mismas enseñanzas de Jesucristo, era llegado el momento, ahora que tenía poder para hacerlo, de abolir de una vez por todas aquella doctrina de la reencarnación.
Pero anular una creencia no es fácil y mucho menos si desde el “poder terrenal” te propones anular una doctrina que pertenece al “poder eterno”. Además tenía radicalmente en contra al papa Vigilio, pese a que éste había sido elegido por imposición de la poderosa Teodora.
Aprovechando que el papa está en Constantinopla, Justiniano convoca un concilio en el año 553, para celebrarlo en la capital bizantina.

Mapa de la Constantinopla bizantina

Al papa no le gusta la idea y decide no presidir el concilio, para lo que se refugia en una iglesia de la capital y el concilio lo preside el patriarca de la iglesia de oriente, Eutiquio y al que asisten once obispo de la iglesia de Occidente y más de ciento sesenta de la de Oriente. El resultado se veía venir y era acatar la voluntad del emperador, convirtiendo lo que pretendió ser un Concilio Ecuménico en una reunión privada de los amigotes del emperador, con su jefe.
Allí se excomulgó la doctrina ancestral que defendía la preexistencia del alma y su reencarnación, pero el concilio no tomó la decisión de considerar falsa esa creencia, y así que quedó redactado en sus actas: “El que enseñare una fabulosa preexistencia del alma y una monstruosa restauración de ella misma, será maldito”.
Aquellas actas ni siquiera fueron firmadas por el papa, requisito imprescindible para oficializar las decisiones y aunque la sentencia anterior no era una decisión del Concilio, caló hondo en el pensamiento de la Iglesia hasta llegar a convertirse en un “hecho histórico”, cuando no fue más que un capricho, o una necesidad, de una persona poderosa que deseaba purgar en esta vida todos sus pecados y, por el milagro del perdón, alcanzar la gloria eterna por decreto.
Por cierto, Teodora era “monosofista”, una doctrina religiosa que sostiene que en Jesucristo solamente está presente la naturaleza divina.
Si era así, Jesucristo era Dios y como tal no se podía haber equivocado cuando dijo respondiendo a preguntas de sus discípulos que Juan el Bautista había sido el profeta Elías, como refiere el evangelio de Mateo; o cuando al contemplar a un ciego le preguntan si había pecado él o sus padres, para haber nacido ciego, como relata el evangelio de Juan y que presupone una vida anterior.
Más claro en el evangelio de Mateo cuando al saludar a su amigo Nicodemo, Jesús le dice que el que no naciera otra vez no puede ver el reino de Dios.
No es mi deseo cansar, ni mucho menos abrumar con datos, pero lo que hoy los católicos consideran una creencia herética, la transmigración de las almas, fue predicada por Jesucristo, defendida por los “padres de la Iglesia” y proscrita por decreto para perdonar, en esta vida, todos los pecados.

viernes, 16 de junio de 2017

¿OTRAS VIDAS PARALELAS?



A finales del siglo I comenzó Plutarco a escribir una obra que le haría famoso: Vidas Paralelas. Tardó veinte años en acabar una colección de biografías de célebres personajes griegos y romanos, a los cuales emparejaba al encontrar alguna similitud en sus vidas que consideraba les había hecho vivir con cierto paralelismo, si bien, al final de cada emparejamiento, en un corto apartado, exponía lo que de distinto tenía cada personaje.
Contiene la obra que ha llegado hasta nosotros, un total de cuarenta y ocho biografías en veinticuatro capítulos en los que empareja personajes en un abanico tan extenso, que va desde héroes mitológicos, como Teseo y Rómulo, militares y estrategas como Alejandro Magno y Julio Cesar u oradores de la talla de Demóstenes y Cicerón.
De todas estas biografías, veintidós pares corresponden exactamente al propósito de la obra: el emparejamiento greco-latino, pues actualmente se incluye el único capítulo que se conserva de la obra dedicada a emperadores romanos y que versa sobre  Galba y Otón, dos personajes muy desconocidos que forman la primera parte del cuarteto de emperadores que accedieron al trono en el año 69 y que se conoce como “el año de los cuatro emperadores”. Los otros fueron Vitelio y Vespasiano que, por fin,  consiguió estabilizar la vida de Roma e inició la dinastía Flavia (Vespasiano, Tito y Domiciano). La última pareja de biografías corresponden al rey persa Artajerjes y Arato, militar y estratega griego, que era una obra independiente pero que actualmente se incluye en las Vidas Paralelas.
La obra es larga y un poco pesada de leer por la erudición que despliega su autor que, en aquella distante época, en la que documentarse sobre alguien debía ser harto complicado, demuestra unos conocimientos, una información y una cultura, dignos de envidia; pero si se leen solamente los finales de los capítulos, en donde se encuentra lo distintivo de los personajes, la lectura se lleva mucho mejor.
Sin embargo, justo en la época en que Plutarco empieza a escribir su obra magna, todo el mundo conocido, que era el entorno del Mediterráneo, anda de cabeza detrás de dos hombres.
Dos hombres que han revolucionado el pensamiento de la época, que han influido en los pueblos y en los gobernantes y hombres, en fin, a los que se le atribuyen la cualidad de obrar milagros y realizar actos tan extraordinarios como poco comunes.
Uno de estos hombres era Apolonio de Tiana, el otro era Jesucristo.
Sus nacimientos debieron estar muy próximos en el tiempo y ambos recibieron una educación esmerada que debió contener conocimientos profundos de las religiones orientales, egipcias y persas. Ambos también predicaron un mensaje de paz, le siguieron algunos incondicionales discípulos, e hicieron milagros. Luego, fueron mal vistos por el imperio romano y los dos murieron en extrañas circunstancias, siendo vistos ambos después de su muerte.
Curiosamente y a pesar de todo lo que se ha escrito sobre Jesucristo, sabemos muchísimo más de Apolonio de Tiana que del fundador de la religión más importante del mundo, así como conocemos que en la época que a los dos les tocó vivir, Apolonio era muchísimo más conocido en todos los puntos del imperio romano, sin que esta aseveración trate de molestar a nadie.
Y eso fue gracias al filósofo Filóstrato que escribió su biografía a petición de la esposa del emperador Séptimo Severo, aproximadamente un siglo después de la muerte o desaparición de Apolonio, pues, ciertamente, nadie sabe cómo ni cuándo murió definitivamente ya que con anterioridad había simulado su muerte, reapareciendo a continuación.
Apolonio nació en Tiana, en la actual Turquía asiática, en aquel momento parte de Grecia y desde muy temprana edad dio muestras de una inteligencia poco corriente y una afición por aprender que hicieron que destacase sobre todos sus contemporáneos y no solamente por su sabiduría, sino por lo acertado de sus consejos y sentencias que sobre muchísimas materias le presentaban a diario.
Incluso durante una larga época, más de cuatro años, en los que decidió no pronunciar ni una sola palabra para poder escuchar mejor lo que los demás tuvieran que decirle, seguía dando, por señas, consejos y soluciones a problemas, cualidad que le valió la reputación de persona sensata e instruida.
Al morir su padre heredó, junto con su hermano, una gran fortuna, que enseguida repartió entre personas necesitadas, quedándose con lo justo para vivir.
No predicaba pero tenía seguidores, a los que aconsejaba no comer seres vivos, andar descalzo, vestir con ropas blancas y meditar. Era un gran admirador del Pitágoras, el gran filósofo y matemático griego, nacido unos siglos antes que él y creador del embrión de las escuelas esotéricas, faceta poco conocida de él .
Siendo joven, viajó a la India, donde estudió con las personas que guardaban saberes ancestrales y ya en su madurez reconoció que había recibido el conocimiento de personas que viven en este mundo, pero no eran de este mundo.

Moneda con la efigie de Apolonio

Según cuenta su biógrafo, salvó de una epidemia de peste a la ciudad de Éfeso, resucitó a una joven fallecida el mismo día de su boda y se enfrentó a Nerón, del que dijo que estaba mejor callado, en relación con la afición del emperador por el canto. Fue perseguido por el Imperio Romano y condenado a muerte, pero desapareció milagrosamente, volviendo a aparecer días después en otros varios lugares. Nada se sabe de su muerte ni del lugar en que está enterrado, solamente que vivió casi cien años. Y para una mayor coincidencia: Apolonio fue concebido tras un sueño de su madre en el que se le apareció el dios griego “Proteo” diciéndole que se encarnaría en el hijo que iba a tener.
Muchas de estas circunstancias relatadas soportan veladamente un cierto paralelismo con algunas manifestaciones de Jesús, cuando hablaba de que su reino no era de este mundo, resucitó a Lázaro o se enfrentó con descaro a Pilatos y poco o nada se sabe de su muerte.
Parece indudable que ambos personajes coincidieron en la India, en la región de Cachemira, donde Apolonio estudió y, si hacemos caso de las investigaciones realizadas por Andreas Faber-Kaiser y publicadas en su libro “Jesús vivió y murió en Cachemira”, hay mucha constancia de que después de su crucifixión, Jesús se refugió en aquel apartado lugar, donde ya había estado formándose en su juventud, hasta que con treinta años apareció predicando en Palestina. (Se puede consultar mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/vivio-jesus-en-cachemira.html)
De su paso por este mundo, Apolonio dejó numerosas evidencias, como casi un centenar de cartas que escribió a diferentes personas, una biografía de Pitágoras, hoy desgraciadamente desaparecida, un Libro de los Sacrificios, también desaparecido y en el que aconsejaba no hacer a los dioses ningún sacrificio, sino hacer uso de la razón, única prueba digna del amor a las divinidades. Ambas obras son conocidas por las referencias que de ellas han hecho varios escritores.
Además de lo que escribiera, su figura nos ha llegado, sobre todo, porque muchos fueron los escritores, historiadores y sabios en general que dejaron constancia escrita de él.
En su tiempo fue reconocido, en las distintas facetas de su saber, por sus propios contemporáneos y fue consejero de personajes tan importantes como el rey de Persia, el del Tíbet y varios emperadores romanos, todos los cuales lo respetaron y solicitaron su criterio en infinidad de asuntos.
Pero si algo empareja a estos dos personajes es que ambos hacían milagros. Los de Jesucristo se anotan en el poder que le daba su “divinidad”; en el caso de Apolonio, que era todo lo más alejado de lo divino, se sabe que realizaba acciones que parecían milagrosas y que solamente se pueden explicar con un amplísimo conocimiento de las ciencias como la física y una rara habilidad y puesta en escena como la que muestran los mejores magos modernos, a los que hemos vista atravesar con sus manos cristales para coger objetos, andar sobre las aguas y hacer desaparecer un edificio entero.
Con varios meses de antelación, Apolonio vaticinó la muerte del emperador Domiciano, así como la forma en la que iba a morir, dentro de una conjura palaciega en la que tendrían papeles de primer orden desde varios oficiales de su corte, dirigidos por el general Partenio, la sobrina del emperador, Flavia Domitila y el mayordomo de ésta, Esteban, autor material del asesinato.
El emperador no le creyó y así terminó su historia.
Tanta sabiduría terminó levantando suspicacias y la gente se preguntaba cómo era posible su saber, poder y conocimiento si no era producto de un pacto con las fuerzas del mal.
Durante los años en los que Jesucristo predicaba, no hay constancia de que ambos personajes coincidieran, pero si que es seguro que cada uno de ellos había oído hablar del otro.
En los milagros de uno y las actuaciones mágicas del otro estriba la diferencia de trato que la historia ha dado a cada uno de ellos, aunque quizás en la intencionalidad que cada uno escondía en sus acciones también estribe la diferencia. Jesús propugnaba una nueva religión, Apolonio simplemente la sabiduría.

Estoy convencido que si hubiese habido otro Pablo de Tarso empeñado en deificar la figura de Apolonio de Tiana, como aquel lo estuvo con Jesús, hoy tendríamos dos religiones muy parecidas, o…quizás no tendríamos ninguna.

sábado, 10 de junio de 2017

DE RAMERA A LEGISLADORA


Recuerdo que cuando preparaba las oposiciones, estudiaba el antiguo Código Civil, que fue publicado en 1889 y del que buena parte aún continúa vigente, y en el que se establecía claras diferencias entre los hijos, según estos hubieran nacido dentro del matrimonio o fuera de él.
Los primeros eran los hijos “legítimos”, a los que asistían todos los derechos; los otros podían ser “naturales” cuando sus padres no estaban casados, aunque bien pudieran estarlo, pues no había impedimento para hacerlo, o “ilegítimos”, aquellos cuyos padres carecían de la capacidad para casarse, bien por estar ya casados, por pertenecer a religiones distintas, o por veto de la Iglesia.
Esa vergonzosa distinción estuvo vigente hasta 1974, en que se empezaron a incluir modificaciones que afectaron de manera importarte al estado civil y sobre todo a la equiparación de los hijos.
Y es que los hijos “ilegítimos”, o los “naturales” no tenían las mismas capacidades legales que los hijos “legítimos”. No podían heredar, llevar los apellidos de su padre, sucederle, e incluso en casos muy extremos, los sacerdotes se negaron a bautizarlo o a aceptarlos en el seno de la Iglesia.
Por extraño que esto pueda parecernos hoy, era una costumbre muy extendida, sobre todo en el orbe cristiano, pues otras religiones habían sido más tolerantes con los hijos.
Algo similar ha ocurrido hasta no hace mucho con el divorcio, cuya ley se introdujo en el Código Civil en 1981, aunque en 1932, la II República ya aprobó una ley reguladora de las situaciones matrimoniales, que fue derogada por el régimen surgido de 1936.
En 1985, por Ley Orgánica, se despenalizaron varios supuestos de aborto y en 2010 se legalizaron varios supuestos de interrupción voluntaria del embarazo.
En 1978, el Congreso aprobó la despenalización de los delitos de adulterio y amancebamiento. Estos dos delitos, que en el fondo lo único que suponían era una infidelidad matrimonial: adulterio en el caso de la mujer casada que yace con varón que no sea su marido y amancebamiento que lo cometía el marido que tuviera “manceba” dentro de la casa conyugal o “notoriamente fuera de ella”.
Para el marido un desliz ocasional, la costumbre de visitar asiduamente burdeles o tener una “mantenida” con la necesaria discreción, no era delito, pero para la mujer una sola relación, fugaz, esporádica, la convertía en delincuente.
En fin, que una serie de derechos fundamentales de las personas, habían venido siendo conculcados con el amparo de las leyes y a lo largo de muchos siglos. Cierto que en nuestro país teníamos un gran atraso legislativo, pero no mucho más que una buena cantidad de países que con regímenes muchísimo más liberales que el nuestro, siguen prohibiendo determinadas conductas sexuales consentidas entre personas adultas.
Cuesta trabajo creer que estos logros sociales lo consiguieron algunas naciones en el siglo VI de nuestra era. Y así fue, efectivamente.
Tenemos que trasladarnos al Imperio Bizantino; al punto más alto de su esplendor, cuando además de la hegemonía que el imperio ejerce sobre todo el mundo conocido, sus ciudadanos alcanzan también el punto más alto de sus derechos civiles.
Roma ya sucumbió ante los bárbaros y su imperio se lo han repartido las diversas tribus que llegaron desde los “limes”.
Y este logro de la sociedad fue debido, casi exclusivamente, a una persona: Teodora de Bizancio.
Teodora fue quizás la mujer más influyente y poderosa de su época. Nacida en una humilde familia, no hay conocimiento exacto de su lugar de nacimiento que unos suponen en Siria y otros en Chipre, pero unánimemente, en torno al año 500.
Lo cierto es que su familia, con su padre al frente, se trasladó a Constantinopla, en donde el padre, Acacio, encontró trabajo como entrenador de osos para peleas en el circo y su madre, cuyo nombre desconocemos, trabajaba como bailarina y actriz.
Así, la familia consiguió salir adelante y Teodora, la menor de tres hermanas, era la única que no tenía una actividad remunerada, pues sus dos hermanas, actuaban como actrices en la compañía de su madre.
Teodora era más bien torpe para la interpretación; no conseguía memorizar sus diálogos pero aunque todavía era una adolescente, poseía una belleza sin igual y ya demostraba poseer un don especial para encandilar al personal que acudía a los espectáculos, con contoneos sinuosos y sugerentes que provocaban los delirios de la audiencia masculina, mientras la entretenía contando historias cómicas de contenido picante y dejando ver parte de su cuerpo, mientras se contoneaba procazmente.
Cada día avanzaba un poco más en la desvergüenza y soltura que mostraba en el escenario hasta que llegó a la actuación que la hizo famosa en toda Constantinopla.
Salió al escenario casi desnuda y se tumbó en el suelo. Unos esclavos esparcieron sobre su cuerpo granos de cereales y dejaron entrar seis gansos hambrientos que empezaron a picotear el grano, mientras Teodora simulaba estar sintiendo un inmenso placer con los picotazos de las aves.
Desde entonces la invitaban a realizar números privados en las fiestas de nobles y ricos, ganándose la bien merecida fama de la prostituta más famosa y mejor pagada de la capital del imperio, lo que significaba de todo el orbe cristiano.
Con una amiga, llamada Antonina, abrió la casa de putas más cara y lujosa que jamás se había visto, pero aunque la actividad era muy productiva, la cabeza de Teodora estaba en otra parte, por eso cuando el recién nombrado gobernador de una provincia africana, al que conocía de las fiestas palaciegas, le propuso convertirse en su amante y marchar con él, aceptó sin dudarlo.
Durante cuatro años permanecieron juntos y fruto de esta unión fue una hija sobre cuya paternidad el gobernador tenía serias dudas.
Teodora se marchó de su lado y regresó a Constantinopla. Tenía veinte años y una larguísima experiencia amatoria, además de mucha facilidad de palabra, una mente despierta que lo captaba todo al instante y un raciocinio impropio de su incultura y baja extracción social.
En su viaje de vuelta se entretuvo en Alejandría, pues allí quedó subyugada por la prédicas de Severo, el patriarca de Antioquía y un hombre santo. A su lado, Teodora adquiere una gran formación cristiana, con la que regresa a Constantinopla.
Allí, su amiga y antigua socia, Antonina, sigue dirigiendo el burdel que años antes habían creado juntas, pero Teodora ya no quiere ejercer ese oficio, ahora aspira a otras metas.
Su amiga es la amante del joven general Belisario, el más famoso estratega del imperio y el cual es amigo íntimo de Justiniano, sobrino del emperador Justino y destinado a sucederle.
Antonina prepara una fiesta para que Teodora y Justiniano se conozcan, con el fin de que se haga su amante, pero el futuro emperador queda tan prendado de la joven que se enamora perdidamente de ella, convirtiéndola en su amante, pero con el deseo de casarse con ella.
Por supuesto que aquella boda no estaba bien vista en Bizancio, en donde una ley prohibía expresamente el matrimonio de los nobles con prostitutas, pero Justiniano estaba decidido y tras varios intentos, contrajeron matrimonio. Tenía entonces Teodora veintisiete años.

Teodora y Justiniano

Convertida en emperatriz, empleo todos sus conocimientos hasta convertirse en la consejera del emperador, que no veía más que por sus ojos. Ejerció tal influencia que fue capaz de desplazar a todos los consejeros que tradicionalmente rodeaban al emperador, hombres sabios, ricos, nobles y corruptos, por hombres simplemente sabios, honrados y juiciosos.
Justiniano fue quizás, el mas grande emperador romano de Oriente y a él se debe la mayor recopilación de textos jurídicos de la historia: el “Corpus Iuris Civilis”.
En 532, con ocasión de la revuelta de Niká, censuró la cobardía de su esposo para enfrentarse a las muchedumbres que lo atenazaban y tras pronunciar unas palabras ante el consejo del imperio, hizo ver a todos y en especial a su esposo que “la púrpura es el mejor color para la mortaja”.
Envalentonado por las palabras de Teodora, se lanzó con sus huestes contra los alteradores que eran casi todos los ciudadanos de Constantinopla y consiguió restablecer el orden.
Si a la emperatriz le faltaba algo para el poder absoluto, aquello fue determinante.
Y como decía al principio, Bizancio obtuvo un cuerpo jurídico con unos avances sociales que nunca se habían visto y que no se consiguieron en la mayoría de los países hasta quince siglos después.
La intervención directa de Teodora no solo engrandeció Constantinopla, a la que pobló de fuentes, jardines, plazas y numerosas otras obras sociales, sino que consiguió avances para las clases sociales como el reconocimiento de los mismos derechos, incluida la herencia, para los hijos bastardos, es decir, no legítimos.
Intervino en la edición de una ley que regulaba el aborto en circunstancias determinadas, convirtiéndose en la primera ley que reguló esta materia en toda la historia.
Se autorizó a la mujer a divorciarse con libertad y sin otras consecuencias legales, así como a realizarse matrimonios entre las diferentes clases sociales, o religiones, que tanto había dificultado su propio matrimonio.
Se prohibió la prostitución cuando era ejercida de forma forzosa, lo que hoy diríamos que se designa como “trata de blanca”, a la vez que se regulo su legal ejercicio en condiciones de libertad, prohibiéndose los abusos, los malos tratos, las prácticas vejatorias y una cosa muy importante: todos los prostíbulos debían estar regentados por mujeres. Creó centros de acogidas para prostitutas arrepentidas, instituciones que aún perduran.
Se prohibieron los castigos para las adúlteras y hubiera seguido consiguiendo beneficios sociales para las clases más necesitadas, si con cuarenta y siete años, un cáncer de mama no le hubiese arrebatado la vida.

La Iglesia Ortodoxa la ha convertido en santa, quizás en un exceso, aunque desde su estancia junto a Severo, su conducta cambió y como esposa del emperador, jamás dio motivos para las habladurías.